Ya estaba atardeciendo en
Jerusalén. Disponía de cuarenta minutos libres antes de la cena, así que me
apresuré a cruzar la Puerta Nueva para recorrer las calles del barrio cristiano.
Era sábado y las tiendas ya habían cerrado. Algunos rezagados estaban terminando
de recoger. Casi no había nadie por la calle, pero no me importaba. Hacía
veinticuatro horas que había llegado a Jerusalén y todavía no había tenido la
oportunidad de pisar la Ciudad Vieja. Al
día siguiente uno de mis anfitriones me llevaría a conocer los lugares más
emblemáticos, pero no podía esperar
tanto. Así que había que aprovechar esa media hora larga de libertad.
Como iba sin mapa y carezco del más mínimo sentido de la orientación, decidí
caminar veinte minutos fijándome bien en el recorrido y luego retroceder sobre
mis pasos.
Ese paseo fue quizás el momento
más emocionante del viaje. Porque acababa de llegar, porque iba sin rumbo,
porque la luz del atardecer sobre la piedra dorada creaba una atmósfera
especial, porque estaba pisando las calles que antes de mí habían recorrido
millones de peregrinos y quizás también de escépticos buscando una respuesta… porque
no me podía creer que estaba en Jerusalén. Las callejuelas estrechas, llenas de
recovecos, desembocaban en otras algo más anchas. Al fondo un arco, unas
escaleras gastadas, carteles en hebreo y árabe, a lo lejos la torre de una
iglesia, una silla vieja junto a una puerta todavía más vieja, una cruz de madera
sobre una ventana… Cada rincón me parece más bonito que el anterior.
Veinte minutos. Giré sobre mis
pasos y regresé al centro donde me alojaba, saboreando los últimos momentos de
ese paseo encantador que me deja con ganas de más. El lugar donde estoy citada
resulta otra sorpresa agradable. Un restaurante en la terraza de un edificio imponente
desde el que se disfruta de una vista maravillosa de la Ciudad Vieja. Mis
anfitriones son dos palestinos cristianos, Samir y Rami. Se levantan de la mesa
en cuanto me ven llegar y me saludan afectuosamente. Me sirven vino y
levantamos las copas, brindando por nuestra recién estrenada amistad.
Los camareros, impecables, van
trayendo platos porque quieren que pruebe un poco de todo. De vez en cuando,
algunas personas se detienen junto a nuestra mesa para charlar. Y así, entre
plato y plato, y vasos de vino, Samir y Rami me cuentan cómo vive un palestino
cristiano en Israel. Me hablan de sus anhelos, sus experiencias, su historia.
Hacia el final de la cena, Samir levanta su copa, esta vez para brindar por una
historia imposible: la paz entre judíos y palestinos. Sus ojos profundamente
negros se clavan en los míos y el tiempo se detiene. Pero es sólo un espejismo.
La cena va llegando a su fin. Cuando nos despedimos, retiene mis manos entre
sus manos unos instantes de más.
Al día siguiente, una guía me
acompaña a visitar Jerusalén y me va mostrando la ciudad. Comenzamos por la puerta
de Jaffa y atravesamos el barrio armenio. Llegamos a la puerta de Sión y de
allí nos dirigimos a la iglesia de la Dormición, al Cenáculo, la tumba del rey
David, las mezquitas y el Muro de las Lamentaciones. Me llama la atención el
recogimiento de muchos judíos que allí rezan… Me detengo junto al Muro y yo también
rezo, aunque no tengo nada que lamentar. Por el contrario, doy gracias por lo
mucho que he recibido. Nos adentramos en el barrio judío hasta llegar al
antiguo Cardo romano y ¡por fin! el Santo Sepulcro. Pero ya no hay tiempo de
visitarlo y lo dejo para el día siguiente, que dispongo de casi dos horas
libres antes de ir al aeropuerto.
Efectivamente, seré capaz de
llegar a la iglesia del Santo Sepulcro sin perderme. Es pronto y apenas hay
gente. Sin mi guía y sin carteles voy descubriendo rincones increíbles,
cargados de historia, y adivino lo que representan. En un extremo observo una pequeña
construcción cuadrada con dos sacerdotes ortodoxos que custodian la entrada.
Una persona entra. Me acerco, sin saber qué hay allí, me permiten entrar y al
fondo, hay una pequeñísima estancia rectangular en la que caben sólo cinco o seis
personas apretadas. Salen los que estaban allí, arrodillados, entro y yo también
me arrodillo. Entonces experimento una paz impresionante, como pocas veces la
he sentido. Es una sensación difícil de describir. Sólo puedo decir que Dios
estaba allí… y lo sientes. Te rodea, te abraza, y querrías quedarte. Luego supe
que ese lugar pequeño es la tumba de Jesús.
Bajo el sol brillante de
Jerusalén, con una mezcla de emociones, regreso al hotel. Otro Rami me espera
para llevarme hasta el aeropuerto de Tel Aviv. Con pena me alejo de Jerusalén,
deseando regresar. Y mientras desde la ventanilla veo el paisaje, me acompaña mi
experiencia en el Santo Sepulcro, la sensación de paz, el atardecer de mi paseo
solitario por la Ciudad Vieja... Y los ojos negros de Samir, claro.
Junio 2016