viernes, 17 de junio de 2016

UNA HISTORIA EN JERUSALÉN


Ya estaba atardeciendo en Jerusalén. Disponía de cuarenta minutos libres antes de la cena, así que me apresuré a cruzar la Puerta Nueva para recorrer las calles del barrio cristiano. Era sábado y las tiendas ya habían cerrado. Algunos rezagados estaban terminando de recoger. Casi no había nadie por la calle, pero no me importaba. Hacía veinticuatro horas que había llegado a Jerusalén y todavía no había tenido la oportunidad de pisar la Ciudad Vieja.  Al día siguiente uno de mis anfitriones me llevaría a conocer los lugares más emblemáticos, pero no podía esperar  tanto. Así que había que aprovechar esa media hora larga de libertad. Como iba sin mapa y carezco del más mínimo sentido de la orientación, decidí caminar veinte minutos fijándome bien en el recorrido y luego retroceder sobre mis pasos.

Ese paseo fue quizás el momento más emocionante del viaje. Porque acababa de llegar, porque iba sin rumbo, porque la luz del atardecer sobre la piedra dorada creaba una atmósfera especial, porque estaba pisando las calles que antes de mí habían recorrido millones de peregrinos y quizás también de escépticos buscando una respuesta… porque no me podía creer que estaba en Jerusalén. Las callejuelas estrechas, llenas de recovecos, desembocaban en otras algo más anchas. Al fondo un arco, unas escaleras gastadas, carteles en hebreo y árabe, a lo lejos la torre de una iglesia, una silla vieja junto a una puerta todavía más vieja, una cruz de madera sobre una ventana… Cada rincón me parece más bonito que el anterior.

Veinte minutos. Giré sobre mis pasos y regresé al centro donde me alojaba, saboreando los últimos momentos de ese paseo encantador que me deja con ganas de más. El lugar donde estoy citada resulta otra sorpresa agradable. Un restaurante en la terraza de un edificio imponente desde el que se disfruta de una vista maravillosa de la Ciudad Vieja. Mis anfitriones son dos palestinos cristianos, Samir y Rami. Se levantan de la mesa en cuanto me ven llegar y me saludan afectuosamente. Me sirven vino y levantamos las copas, brindando por nuestra recién estrenada amistad.

Los camareros, impecables, van trayendo platos porque quieren que pruebe un poco de todo. De vez en cuando, algunas personas se detienen junto a nuestra mesa para charlar. Y así, entre plato y plato, y vasos de vino, Samir y Rami me cuentan cómo vive un palestino cristiano en Israel. Me hablan de sus anhelos, sus experiencias, su historia. Hacia el final de la cena, Samir levanta su copa, esta vez para brindar por una historia imposible: la paz entre judíos y palestinos. Sus ojos profundamente negros se clavan en los míos y el tiempo se detiene. Pero es sólo un espejismo. La cena va llegando a su fin. Cuando nos despedimos, retiene mis manos entre sus manos unos instantes de más.

Al día siguiente, una guía me acompaña a visitar Jerusalén y me va mostrando la ciudad. Comenzamos por la puerta de Jaffa y atravesamos el barrio armenio. Llegamos a la puerta de Sión y de allí nos dirigimos a la iglesia de la Dormición, al Cenáculo, la tumba del rey David, las mezquitas y el Muro de las Lamentaciones. Me llama la atención el recogimiento de muchos judíos que allí rezan… Me detengo junto al Muro y yo también rezo, aunque no tengo nada que lamentar. Por el contrario, doy gracias por lo mucho que he recibido. Nos adentramos en el barrio judío hasta llegar al antiguo Cardo romano y ¡por fin! el Santo Sepulcro. Pero ya no hay tiempo de visitarlo y lo dejo para el día siguiente, que dispongo de casi dos horas libres antes de ir al aeropuerto.  

Efectivamente, seré capaz de llegar a la iglesia del Santo Sepulcro sin perderme. Es pronto y apenas hay gente. Sin mi guía y sin carteles voy descubriendo rincones increíbles, cargados de historia, y adivino lo que representan. En un extremo observo una pequeña construcción cuadrada con dos sacerdotes ortodoxos que custodian la entrada. Una persona entra. Me acerco, sin saber qué hay allí, me permiten entrar y al fondo, hay una pequeñísima estancia rectangular en la que caben sólo cinco o seis personas apretadas. Salen los que estaban allí, arrodillados, entro y yo también me arrodillo. Entonces experimento una paz impresionante, como pocas veces la he sentido. Es una sensación difícil de describir. Sólo puedo decir que Dios estaba allí… y lo sientes. Te rodea, te abraza, y querrías quedarte. Luego supe que ese lugar pequeño es la tumba de Jesús.

Bajo el sol brillante de Jerusalén, con una mezcla de emociones, regreso al hotel. Otro Rami me espera para llevarme hasta el aeropuerto de Tel Aviv. Con pena me alejo de Jerusalén, deseando regresar. Y mientras desde la ventanilla veo el paisaje, me acompaña mi experiencia en el Santo Sepulcro, la sensación de paz, el atardecer de mi paseo solitario por la Ciudad Vieja... Y los ojos negros de Samir, claro.



Junio 2016