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Me
dijo que volvería -susurra recostada en la cama del hospital.
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Han
pasado ya siete meses desde la última vez que tuvimos noticias de Luis.
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Me
dijo que volvería –insiste con un poco más de energía y su boca se tuerce en un
mohín infantil.
La observo sentado en una silla rígida e incómoda que una
enfermera me ha traído hace unos minutos. No me mira. Se sumerge en sus
pensamientos que la llevan muy lejos de aquella habitación. Yo sí la miro. A mi
pesar, no puedo dejar de mirarla. En estos meses he aprendido a mirarla de otra
manera. Hasta hace unas semanas no era más que la amiga graciosa de mi hermana
pequeña. No sé en qué momento empezó a cambiar todo. Quizás fue aquel día en
que la encontré corriendo por la calle bajo el sonido atronador de las sirenas.
Quizás fue cuando se abrazó a mí asustada. O quizás fue cuando se enfrentó ella
sola a aquel soldado que quería llevarse a un niño. Y ella lo evitó agarrándolo
de la mano y diciendo que era su hermano. Aunque pensándolo bien creo que todo
empezó aquel día que acepté la invitación de Marita y me pasé por el hotel Hispania.
Mi hermana y sus amigas habían decidido enfrentarse a la
tristeza de la guerra con música y baile. El ambiente que se respiraba oprimía toda
la ciudad como algo casi físico. A veces parecía que el aire no llegara a los
pulmones de sus habitantes. Ya media ciudad hablaba de aquellas tardes brillantes
que discurrían en una de las salas del hotel, donde por unas horas todo el que
entraba dejaba fuera sus fantasmas. Marita me había insistido en varias
ocasiones que me pasara por allí cuando me veía regresar a casa, cabizbajo,
envuelto en el dolor que traía del hospital.
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Nos
iría bien que viniera algún hombre más, aunque sea tan mayor como tú –me había
dicho aquella mañana entre risas.
¿Mayor? Sí, imagino que para una chica de dieciséis, diez
años más suponían un océano. Quedábamos pocos hombres en la ciudad entre los
dieciocho y los sesenta. Si yo no había sido llamado a filas era porque el
estallido de la guerra me pilló recién licenciado, haciendo las prácticas. Mis
prácticas se convirtieron en la mejor escuela. Cualquier médico o enfermera era
necesario. En estos dos años me había convertido, a marchas forzadas, en un
médico de verdad. Ese día todo discurría de manera sorprendentemente tranquila.
Era octubre y hacía frío, pero el sol se había abierto paso entre la niebla y
sus rayos me habían transmitido optimismo. No había ninguna razón pero ese día
el dolor no me acompañaba. Así que decidí tomarme la primera tarde libre en
meses. Caminaba despacio disfrutando de los colores del otoño, que de golpe
habían recuperado el brillo. O quizás eran mis ojos los que habían recuperado
el brillo. Y casi sin pensarlo, mis pasos me llevaron hasta el Hispania.
Crucé la puerta del viejo hotel y fue como entrar en otro
mundo. Un recepcionista me sonrió solícito, dos señoras charlaban animadamente sentadas
en unos sillones y desde el fondo llegaban las notas de una melodía. Como si no
nada hubiera cambiado, como si ahí afuera no estuviera luchándose una guerra,
como si el tiempo se hubiera detenido dos años antes. Me dejé guiar por las
notas hasta la puerta entornada del fondo. Y allí estaban, mi hermana y sus
amigas con otros jóvenes bailando al compás de la música, sonrientes,
divirtiéndose, como cualquier joven de su edad. Entonces la vi, de espaldas. Su
melena larga, tocada por el sol, se movía suavemente. Se giró y me sonrió.
-
Ignacio
¡has venido! –exclamó Marita corriendo hacia mí y cogiéndome de las manos-.
Chicas, ha venido mi hermano.
Tiró de mí y me hizo gracia ver el orgullo con que me
presentaba a sus amigos.
-
Es
mi hermano, el médico. El que salva tantas vidas cada día.
-
Marita,
no exageres –le susurré al oído.
Y sentí, incómodo, que mis mejillas se ponían un poco rojas
cuando ella, Celia, abrió mucho los ojos y me miró con admiración. No llevaba dos
trenzas como mi hermana. Su melena ondulada quedaba enmarcada por una fina
trenza a modo de diadema. «¿Desde cuándo te fijas en el peinado de las chicas?», me pregunté enfadado. «Ignacio,
que la conoces desde pequeña, siempre ha sido amiga de
Marita». De golpe entendí que ya no era una
niña, que probablemente la guerra la había hecho crecer en poco tiempo, cuando
su mundo quedó hecho añicos. Y de repente sentí que mi única misión en el mundo
era recoger esos añicos junto a ella y volverlos a encajar para que olvidara
todo lo malo.
Pasé la tarde bailando aquellas pocas melodías que se repetían
una y otra vez. Alguien había conseguido salvar un par de discos y un pick up de los bombardeos. Hacía dos
años que no bailaba. Volvía a sentirme joven, feliz, y por unas horas olvidé la
guerra y a los heridos que había dejado en el hospital. Luego me sentiría mal
por no haberme acordado de ellos durante un rato pero eso lo pensaría luego.
Ahora sólo quería bailar, cantar, reír y volver a sentirme como un joven de veintiséis
años. Bailé con todas las chicas pero yo sólo quería bailar con una. Y bailé
con ella, claro. Sí, creo que fue aquella tarde cuando la empecé a mirar de
otra manera.
Que es como la estaba mirando ahora. Pero ya no bailaba.
Estaba tendida en la cama de un hospital, convaleciente de una herida de
metralla que le había rozado una pierna. Ella era mi paciente y yo su médico. Y
no sé por qué estábamos hablando de Luis. Me lo habían presentado aquella
tarde. Tenía un par de años más que ella. Me había saludado sonriente con un
apretón de manos contundente y sincero. Me cayó bien hasta que me enteré de que
pretendía a mi chica. Bueno, me seguía cayendo bien. Se le veía muy buen tipo y
deseaba con todas mis fuerzas que regresara sano y salvo. Necesitaríamos tipos
como él para reconstruir lo que quedara del país. Lo único que tenía que hacer
es que Celia cambiara la forma de
mirarle a él y de mirarme a mí.
-
Tú
ahora de lo único que te tienes que preocupar es de recuperarte pronto y seguir
mis instrucciones ¿de acuerdo? –le dije con tono de médico levantándome de la
silla -. Verás como Luis está bien y volverá. Es un chico listo. Sabrá
cuidarse.
-
¿Tú
crees, Ignacio? –me preguntó mirándome-. Dios mío, cuándo acabará esta maldita
guerra.
-
No
creo que dure mucho más. Pero mientras dure, necesito ayuda. El hospital y los
heridos necesitan ayuda. Marita va a empezar en un par de días. No es médico ni
enfermera pero toda ayuda es bienvenida.
-
Pero
¿ha podido prepararse?
-
No,
imposible, no hay tiempo para eso. Aprenderá sobre la marcha porque tiene ganas
de aprender, de ayudar y no le tiene miedo a la sangre.
-
Yo
tampoco tengo miedo –exclamó incorporándose un poco.
Seguí mirándola. Tenía ganas de acariciar su melena ondulada,
de abrazarla, de estrecharla muy fuerte. Pero no podía hacerlo. Era mi paciente
y yo su médico, era la amiga de mi hermana pequeña y yo el hermano mayor de su
amiga.
-
Entonces
necesitamos que te recuperes cuanto antes. ¿Te gustaría ayudarme a preparar las
vendas, a tener listo el material, acompañarme en las rondas? –yo hablaba
rápido, se me acababa de ocurrir.
-
¿Trabajaría
contigo? –preguntó muy seria, mirándome fijamente con sus ojos verdes.
-
Sí,
bueno, es decir… si tú quieres. También puedes ayudar a otros médicos, si
prefieres, claro –respondí tartamudeando un poco como si fuera un adolescente
bobo.
Celia sonrió. Por primera vez en el día sonrió. Bajó un poco
los ojos.
-
Si
es contigo, sí. Claro que quiero. Pero contigo… Y con Marita, claro –añadió
poniéndose un poco roja. ¿Se había puesto roja?
-
Y
con Marita, claro. Menudo equipo vamos a formar.
-
Entonces
me recuperaré muy rápido.
Yo también sonreí. Sonreí porque ella había encontrado un
motivo para restablecerse y yo un motivo para seguir sacando fuerzas de donde a
veces pensaba que ya no quedaban. Luis volvería, estaba seguro y esperaba que
así fuera. Quedaba muy poco para que todo acabara. Sólo tenía que conseguir que
ella me mirara de otra manera. O quizás ya había empezado a hacerlo. Se había
puesto un poco roja ¿no? Sí, un poco sí.
Y salí de la habitación sintiendo la misma felicidad que
aquella tarde de octubre. Recogeríamos los añicos juntos.
Noviembre 2018