sábado, 1 de diciembre de 2018

TODO EMPEZÓ EN OCTUBRE


-          Me dijo que volvería -susurra recostada en la cama del hospital.

-          Han pasado ya siete meses desde la última vez que tuvimos noticias de Luis.

-          Me dijo que volvería –insiste con un poco más de energía y su boca se tuerce en un mohín infantil.

La observo sentado en una silla rígida e incómoda que una enfermera me ha traído hace unos minutos. No me mira. Se sumerge en sus pensamientos que la llevan muy lejos de aquella habitación. Yo sí la miro. A mi pesar, no puedo dejar de mirarla. En estos meses he aprendido a mirarla de otra manera. Hasta hace unas semanas no era más que la amiga graciosa de mi hermana pequeña. No sé en qué momento empezó a cambiar todo. Quizás fue aquel día en que la encontré corriendo por la calle bajo el sonido atronador de las sirenas. Quizás fue cuando se abrazó a mí asustada. O quizás fue cuando se enfrentó ella sola a aquel soldado que quería llevarse a un niño. Y ella lo evitó agarrándolo de la mano y diciendo que era su hermano. Aunque pensándolo bien creo que todo empezó aquel día que acepté la invitación de Marita y me pasé por el hotel Hispania.

Mi hermana y sus amigas habían decidido enfrentarse a la tristeza de la guerra con música y baile. El ambiente que se respiraba oprimía toda la ciudad como algo casi físico. A veces parecía que el aire no llegara a los pulmones de sus habitantes. Ya media ciudad hablaba de aquellas tardes brillantes que discurrían en una de las salas del hotel, donde por unas horas todo el que entraba dejaba fuera sus fantasmas. Marita me había insistido en varias ocasiones que me pasara por allí cuando me veía regresar a casa, cabizbajo, envuelto en el dolor que traía del hospital.

-          Nos iría bien que viniera algún hombre más, aunque sea tan mayor como tú –me había dicho aquella mañana entre risas.

¿Mayor? Sí, imagino que para una chica de dieciséis, diez años más suponían un océano. Quedábamos pocos hombres en la ciudad entre los dieciocho y los sesenta. Si yo no había sido llamado a filas era porque el estallido de la guerra me pilló recién licenciado, haciendo las prácticas. Mis prácticas se convirtieron en la mejor escuela. Cualquier médico o enfermera era necesario. En estos dos años me había convertido, a marchas forzadas, en un médico de verdad. Ese día todo discurría de manera sorprendentemente tranquila. Era octubre y hacía frío, pero el sol se había abierto paso entre la niebla y sus rayos me habían transmitido optimismo. No había ninguna razón pero ese día el dolor no me acompañaba. Así que decidí tomarme la primera tarde libre en meses. Caminaba despacio disfrutando de los colores del otoño, que de golpe habían recuperado el brillo. O quizás eran mis ojos los que habían recuperado el brillo. Y casi sin pensarlo, mis pasos me llevaron hasta el Hispania.

Crucé la puerta del viejo hotel y fue como entrar en otro mundo. Un recepcionista me sonrió solícito, dos señoras charlaban animadamente sentadas en unos sillones y desde el fondo llegaban las notas de una melodía. Como si no nada hubiera cambiado, como si ahí afuera no estuviera luchándose una guerra, como si el tiempo se hubiera detenido dos años antes. Me dejé guiar por las notas hasta la puerta entornada del fondo. Y allí estaban, mi hermana y sus amigas con otros jóvenes bailando al compás de la música, sonrientes, divirtiéndose, como cualquier joven de su edad. Entonces la vi, de espaldas. Su melena larga, tocada por el sol, se movía suavemente. Se giró y me sonrió.

-          Ignacio ¡has venido! –exclamó Marita corriendo hacia mí y cogiéndome de las manos-. Chicas, ha venido mi hermano.

Tiró de mí y me hizo gracia ver el orgullo con que me presentaba a sus amigos.

-          Es mi hermano, el médico. El que salva tantas vidas cada día.

-          Marita, no exageres –le susurré al oído.  

Y sentí, incómodo, que mis mejillas se ponían un poco rojas cuando ella, Celia, abrió mucho los ojos y me miró con admiración. No llevaba dos trenzas como mi hermana. Su melena ondulada quedaba enmarcada por una fina trenza a modo de diadema. «¿Desde cuándo te fijas en el peinado de las chicas?», me pregunté enfadado. «Ignacio, que la conoces desde pequeña, siempre ha sido amiga de Marita». De golpe entendí que ya no era una niña, que probablemente la guerra la había hecho crecer en poco tiempo, cuando su mundo quedó hecho añicos. Y de repente sentí que mi única misión en el mundo era recoger esos añicos junto a ella y volverlos a encajar para que olvidara todo lo malo.

Pasé la tarde bailando aquellas pocas melodías que se repetían una y otra vez. Alguien había conseguido salvar un par de discos y un pick up de los bombardeos. Hacía dos años que no bailaba. Volvía a sentirme joven, feliz, y por unas horas olvidé la guerra y a los heridos que había dejado en el hospital. Luego me sentiría mal por no haberme acordado de ellos durante un rato pero eso lo pensaría luego. Ahora sólo quería bailar, cantar, reír y volver a sentirme como un joven de veintiséis años. Bailé con todas las chicas pero yo sólo quería bailar con una. Y bailé con ella, claro. Sí, creo que fue aquella tarde cuando la empecé a mirar de otra manera.

Que es como la estaba mirando ahora. Pero ya no bailaba. Estaba tendida en la cama de un hospital, convaleciente de una herida de metralla que le había rozado una pierna. Ella era mi paciente y yo su médico. Y no sé por qué estábamos hablando de Luis. Me lo habían presentado aquella tarde. Tenía un par de años más que ella. Me había saludado sonriente con un apretón de manos contundente y sincero. Me cayó bien hasta que me enteré de que pretendía a mi chica. Bueno, me seguía cayendo bien. Se le veía muy buen tipo y deseaba con todas mis fuerzas que regresara sano y salvo. Necesitaríamos tipos como él para reconstruir lo que quedara del país. Lo único que tenía que hacer es que  Celia cambiara la forma de mirarle a él y de mirarme a mí.

-          Tú ahora de lo único que te tienes que preocupar es de recuperarte pronto y seguir mis instrucciones ¿de acuerdo? –le dije con tono de médico levantándome de la silla -. Verás como Luis está bien y volverá. Es un chico listo. Sabrá cuidarse.

-          ¿Tú crees, Ignacio? –me preguntó mirándome-. Dios mío, cuándo acabará esta maldita guerra.

-          No creo que dure mucho más. Pero mientras dure, necesito ayuda. El hospital y los heridos necesitan ayuda. Marita va a empezar en un par de días. No es médico ni enfermera pero toda ayuda es bienvenida.

-          Pero ¿ha podido prepararse?

-          No, imposible, no hay tiempo para eso. Aprenderá sobre la marcha porque tiene ganas de aprender, de ayudar y no le tiene miedo a la sangre.

-          Yo tampoco tengo miedo –exclamó incorporándose un poco.

Seguí mirándola. Tenía ganas de acariciar su melena ondulada, de abrazarla, de estrecharla muy fuerte. Pero no podía hacerlo. Era mi paciente y yo su médico, era la amiga de mi hermana pequeña y yo el hermano mayor de su amiga.

-          Entonces necesitamos que te recuperes cuanto antes. ¿Te gustaría ayudarme a preparar las vendas, a tener listo el material, acompañarme en las rondas? –yo hablaba rápido, se me acababa de ocurrir.

-          ¿Trabajaría contigo? –preguntó muy seria, mirándome fijamente con sus ojos verdes.

-          Sí, bueno, es decir… si tú quieres. También puedes ayudar a otros médicos, si prefieres, claro –respondí tartamudeando un poco como si fuera un adolescente bobo.

Celia sonrió. Por primera vez en el día sonrió. Bajó un poco los ojos.

-          Si es contigo, sí. Claro que quiero. Pero contigo… Y con Marita, claro –añadió poniéndose un poco roja. ¿Se había puesto roja?

-          Y con Marita, claro. Menudo equipo vamos a formar.

-          Entonces me recuperaré muy rápido.

Yo también sonreí. Sonreí porque ella había encontrado un motivo para restablecerse y yo un motivo para seguir sacando fuerzas de donde a veces pensaba que ya no quedaban. Luis volvería, estaba seguro y esperaba que así fuera. Quedaba muy poco para que todo acabara. Sólo tenía que conseguir que ella me mirara de otra manera. O quizás ya había empezado a hacerlo. Se había puesto un poco roja ¿no? Sí, un poco sí.

Y salí de la habitación sintiendo la misma felicidad que aquella tarde de octubre. Recogeríamos los añicos juntos.



Noviembre 2018