Era la mañana de Reyes. Como
todos los años, habíamos ido temprano a misa para no faltar a lo que se había
convertido en una tradición desde hacía ya un tiempo. Una niebla cubría los campos escarchados y no se veía a
más de un metro, pero mi padre conocía el camino de memoria. Siempre era capaz
de orientarse a través de la niebla –la boira plorona, como la llamamos en
Lérida-, por muy espesa que fuera. Este año no era de los peores. Parecía que
por fin el efecto invernadero -consecuencia de las bombas caídas sobre la
ciudad- empezaba a disiparse. Agarré fuerte la mano de mi padre. Con él a mi
lado habría sido capaz de desafiar todas las boiras del mundo. El frío era muy
intenso y notaba cómo penetraba en mis huesos.
Antes de salir de casa, mi madre
me había atado las botas, mientras yo me abrochaba el abrigo y me ponía los
guantes, y me había envuelto en una gruesa bufanda. Ella y mi hermana no venían
nunca a la comida de Reyes. No encontraban sentido a desafiar ese frío que todo
lo envolvía. En cambio, a mí me encantaba. Era un día especial. Mi padre y yo,
cogidos de la mano, atravesando la ciudad a paso ligero hasta llegar a sus
límites y adentrándonos en los campos que la rodeaban. Y así, cantando
villancicos llegábamos hasta la torre del Manel, su amigo de la infancia.
Aquel año fue cuando lo vi por
primera vez. El último edificio de la ciudad era un cuartel militar. Al pasar
junto a la entrada, un joven nos saludó afablemente. El humo del cigarrillo se
mezclaba con el vaho de su respiración. Había debido de salir sólo un momento
porque llevaba el abrigo desabrochado. Y por eso pude entrever su camisa azul.
Mi padre movió levemente la cabeza a modo de saludo. Los recuerdos de la guerra
estaban todavía demasiado recientes. Sólo habían pasado doce años, exactamente
los que yo tenía. Y mi padre sobrellevaba como podía sus heridas, las de la
metralla y las del alma. Aligeró el paso.
Yo me di la vuelta, a la vez que
intentaba acompasar mis pasos a los suyos, y el joven de la camisa azul saludó
con la mano y me sonrió. Yo también le sonreí, pero poco porque mi padre no
había sonreído, así que a lo mejor no tocaba sonreír. Di un traspié y los
brazos fuertes de mi padre impidieron que cayera.
-
Nena, cuidado. Que el suelo resbala, ya sabes.
-
Sí, papá. No te preocupes –dije sin volver a
darme la vuelta.
Continuamos nuestro camino a
través del manto blanco en que se había convertido el campo.
-
¡Ya estamos! –exclamó ilusionado señalando una
casa que se adivinaba a través de la niebla.
Esbocé una gran sonrisa
imaginando la humeante y deliciosa escudella que nos estaría esperando junto a la chimenea. El portón se
abrió y de súbito me vi envuelta por el calor y los abrazos de oso del Manel y
su mujer.
No lo volví a ver hasta más de un
año después. Al principio del verano mi padre y yo volvimos a recorrer la distancia
que separaba nuestra casa de la torre, pero esta vez nos rodeaban todos los
colores de la naturaleza. Atrás quedaba el blanco monótono que parecía
envolverlo todo en invierno. Acababa de cumplir catorce años y nuestros amigos
deseaban obsequiarme con una comida de esas que sólo Rosa era capaz de hacer. Cuando
nos acercábamos al cuartel no pude evitar dirigir mi mirada hacia la entrada.
También lo había hecho unos meses antes, el día de Reyes, pero en aquella
ocasión no lo vi. De repente el corazón me empezó a latir con fuerza. Un joven
se apoyaba contra el muro encendiendo un cigarrillo, igual que aquella vez. Pasamos
junto a él y alzó la cabeza. Volvió a saludarnos con una sonrisa.
-
Buenos días.
-
Buenos días –respondió mi padre. Esta vez no se
limitó a mover la cabeza. La alegría del verano, supongo, y además sus heridas
habían cicatrizado.
Sí, era él. Más moreno y no
llevaba una camisa azul, pero era él. No me podía reconocer, claro. El año
pasado yo iba envuelta en una bufanda que aprisionaba mis tirabuzones, de los
que me sentía tan orgullosa. Mi hermana y mis amigas tenían que ponerse
bigudíes para lograr que los mechones de cabello se enroscaran. Yo en cambio
apenas tenía que hacer nada. Mi cabello se ondulaba naturalmente y sin ningún
esfuerzo conseguía el peinado de moda. De manera inconsciente agité con
suavidad la cabeza y mis tirabuzones se movieron graciosamente. O al menos esa
debió de ser mi intención. Y creo que lo conseguí. El chico del cigarrillo me
miró y volvió a sonreír.
Noté que mis mejillas se
acaloraban y bajé la mirada. Seguro que me había puesto roja y en esta ocasión
no tenía una bufanda tras la que esconderme. Instintivamente me acerqué más a
mi padre y seguí caminando un poco más rápido.
-
Tienes prisa por llegar ¿verdad? ¡A ver qué
sorpresa te ha preparado Rosa!
Asentí sin atreverme a bajar la
marcha. A nuestras espaldas sonó su voz recia.
-
¡Que pasen un buen día!
-
Igualmente, soldado –contestó mi padre girándose
sin llegar a detenerse -. Qué joven tan agradable.
Me atreví a volver la cabeza y él
saludó con la mano. Nuestras miradas se cruzaron un instante hasta que volví a
tropezar. Y mi padre volvió a agarrarme del brazo.
-
Nena, siempre te pasa lo mismo aquí –me dijo
extrañado.
-
Sí, no sé… -conseguí balbucear.
Y sin más emociones llegamos a la
torre, rodeada de árboles frutales, ya a punto de la cosecha.
De vez en cuando, en mis sueños
adolescentes, se aparecía el rostro del soldado. Y fantaseaba imaginando que
nos cruzábamos en la calle Mayor, que yo recorría arriba y abajo con mis
amigas. Y en lo que hablaríamos. A veces imaginaba que me reconocía, otras que
no, y así me iba inventando historias. Pero nunca me lo crucé. No sé si lo
habría reconocido sin uniforme… Sí, seguro que sí. Habría reconocido sus ojos oscuros.
Mi padre y yo nos mantuvimos
fieles a la cita con Rosa y Manel. Y todos los años miraba con emoción la
puerta del cuartel. Pero no lo volví a ver. Su rostro se fue volviendo difuso y
otros ojos se convirtieron en los protagonistas de mis historias. Hasta el día
que cumplí dieciocho años. Me reuní con mis amigas en una chocolatería próxima
a la calle Mayor. Había abierto hacía unos pocos meses. Era muy elegante, con
sus mesas de mármol blanco y unas sillas de hierro con el respaldo labrado. La
camarera, una joven guapa con un delantal también blanco inmaculado y lleno de
puntillas, acababa de tomar nota y esperábamos impacientes los melindros y el
chocolate. Nos habían asegurado que era el mejor de la ciudad. Estábamos
charlando animadamente y riéndonos de la última ocurrencia de mi amiga Meli. La
miré con cariño, a ella y a las otras siete caras sonrientes. Llevábamos
juntas toda una vida, desde que comenzamos a compartir pupitre en el colegio.
Las nueve éramos inseparables. Pero ese grupo compacto estaba a punto de separarse.
En unos pocos meses tres de nosotras nos trasladaríamos a Barcelona para estudiar
en la universidad, Meli se iba a casar y Carmen se marchaba a vivir a Madrid.
Pero yo estaba segura de que seguiríamos siendo amigas. Y hasta que llegara el
momento de la separación nos habíamos propuesto disfrutar al máximo de nuestra
compañía. Por delante teníamos un verano repleto de planes y de fiestas.
Y en el momento de mayor alboroto
se abrió la puerta de la chocolatería. Entraron dos parejas. Uno de los hombres
me llamó la atención porque me resultaba vagamente familiar. Entonces se me
paró el corazón. Nos miramos y nos reconocimos. Yo ya no llevaba mis
tirabuzones. Con ocasión de mi cumpleaños me había recogido el pelo en un elegante
moño italiano. Pero aun así me reconoció. Los cuatro recién llegados se acomodaron
en una mesa pero él, sin llegar a sentarse, se dirigió hacia nosotras. Mi
corazón volvió a la vida con más fuerza que nunca. Se detuvo junto a nuestra
mesa y el alboroto cesó.
-
Buenas tardes, señoritas –saludó con su voz
recia y bien modulada.
Nueve pares de ojos sorprendidos
se clavaron en el joven apuesto.
-
Volvemos a encontrarnos –dijo mirándome.
Sólo fui capaz de esbozar una
tímida sonrisa.
-
¿Cómo sigue su padre?
-
Muy bien, muchas gracias –acerté a decir en un
hilo de voz.
-
Me alegro mucho. Salúdele de mi parte, por
favor.
En ese momento llegaron dos
camareras sosteniendo unas bandejas con las jícaras de chocolate y unas tazas
de loza blanca.
-
Les dejo que disfruten del chocolate. Me han
dicho que es excelente –y se llevó la mano al sombrero.
La cara de mis amigas era un
poema. Casi a la vez me asaltaron con sus preguntas: «¿Quién es?» «Qué chico tan apuesto». «Qué
calladito te lo tenías ¿no?» «¡Cuenta, cuenta!». Ya repuesta de la sorpresa,
conseguí contarles la historia. Lo poco que había que contar. El resto de la
merienda discurrió entre risas y miradas disimuladas de las nueve hacia la mesa
de los cuatro.
-
¿Será su novia? –preguntó Carmen.
-
Seguro que sí. Pero a mí no me gusta nada, tú
vales mucho más –dijo Meli.
-
A ver, chicas, que no es nada mío. Que lo que os
he contado es una tontería.
-
¡Pero te ha reconocido! Tantos años después. Eso
es una señal, te lo digo yo –sentenció Cristina.
De repente, para mi horror, que
nunca me ha gustado nada llamar la atención, mis ocho amigas se miraron, se
hicieron una señal y comenzaron a cantar el cumpleaños feliz. Cantaban en un
tono bajo, pero suficiente para que los comensales de las mesas de alrededor me
miraran y me desearan mucha felicidad. Cuando volví a mirar hacia la mesa de
los cuatro, el joven apuesto no estaba. Me invadió el desánimo. ¡Se había ido sin
que yo me diera cuenta y sin despedirse! Intenté disimular mi decepción
prestando atención a la conversación. Hasta que volvió a abrirse la puerta de
la chocolatería. Y allí estaba él. Con paso decidido se dirigió otra vez hacia
nuestra mesa. Se detuvo junto a mí.
-
Para usted, señorita. Muchas felicidades –dijo mostrando
una rosa blanca.
Aturdida, miré la rosa y le miré
a él.
-
Blanca –dijo Meli pegándome un codazo-. ¿No vas
a cogerla?
-
Sí, claro –alargué la mano y la cogí-. Muchas
gracias. Se lo agradezco mucho. Es preciosa.
-
Por cierto, me llamo Miguel Blanch.
-
Soy Blanca Mayo.
-
Señorita Blanca Mayo, ¿dónde podría tener el
placer de volver a saludar a su padre?
Fue Meli la que
habló.
-
El padre de Blanca es el dueño del
establecimiento de tejidos que está al final de la calle Mayor, junto al río.
Seguro que lo conoce.
-
Sí, sé dónde es. Dígale por favor a su padre que
pasaré a saludarle esta semana. Señoritas, ha sido un placer conocerlas y
espero que nos volvamos a ver pronto.
Y con estas palabras regresó a su
mesa y a los pocos minutos los cuatro abandonaron el local. Ni qué decir tiene
que el tema de conversación del resto de la merienda giró en torno a este
episodio inaudito. Risas, cuchicheos, abrazos, planes… No tuvo que pasar una
semana. Ni siquiera un día. Esa misma tarde, Miguel se presentó en la tienda de
mi padre.
Agosto 2018