viernes, 31 de agosto de 2018

LA NIEBLA, UN CIGARRILLO Y MIS TIRABUZONES



Era la mañana de Reyes. Como todos los años, habíamos ido temprano a misa para no faltar a lo que se había convertido en una tradición desde hacía ya un tiempo. Una niebla  cubría los campos escarchados y no se veía a más de un metro, pero mi padre conocía el camino de memoria. Siempre era capaz de orientarse a través de la niebla –la boira plorona, como la llamamos en Lérida-, por muy espesa que fuera. Este año no era de los peores. Parecía que por fin el efecto invernadero -consecuencia de las bombas caídas sobre la ciudad- empezaba a disiparse. Agarré fuerte la mano de mi padre. Con él a mi lado habría sido capaz de desafiar todas las boiras del mundo. El frío era muy intenso y notaba cómo penetraba en mis huesos.

Antes de salir de casa, mi madre me había atado las botas, mientras yo me abrochaba el abrigo y me ponía los guantes, y me había envuelto en una gruesa bufanda. Ella y mi hermana no venían nunca a la comida de Reyes. No encontraban sentido a desafiar ese frío que todo lo envolvía. En cambio, a mí me encantaba. Era un día especial. Mi padre y yo, cogidos de la mano, atravesando la ciudad a paso ligero hasta llegar a sus límites y adentrándonos en los campos que la rodeaban. Y así, cantando villancicos llegábamos hasta la torre del Manel, su amigo de la infancia.

Aquel año fue cuando lo vi por primera vez. El último edificio de la ciudad era un cuartel militar. Al pasar junto a la entrada, un joven nos saludó afablemente. El humo del cigarrillo se mezclaba con el vaho de su respiración. Había debido de salir sólo un momento porque llevaba el abrigo desabrochado. Y por eso pude entrever su camisa azul. Mi padre movió levemente la cabeza a modo de saludo. Los recuerdos de la guerra estaban todavía demasiado recientes. Sólo habían pasado doce años, exactamente los que yo tenía. Y mi padre sobrellevaba como podía sus heridas, las de la metralla y las del alma. Aligeró el paso.

Yo me di la vuelta, a la vez que intentaba acompasar mis pasos a los suyos, y el joven de la camisa azul saludó con la mano y me sonrió. Yo también le sonreí, pero poco porque mi padre no había sonreído, así que a lo mejor no tocaba sonreír. Di un traspié y los brazos fuertes de mi padre impidieron que cayera.

-          Nena, cuidado. Que el suelo resbala, ya sabes.

-          Sí, papá. No te preocupes –dije sin volver a darme la vuelta.

Continuamos nuestro camino a través del manto blanco en que se había convertido el campo.

-          ¡Ya estamos! –exclamó ilusionado señalando una casa que se adivinaba a través de la niebla.

Esbocé una gran sonrisa imaginando la humeante y deliciosa escudella que nos estaría  esperando junto a la chimenea. El portón se abrió y de súbito me vi envuelta por el calor y los abrazos de oso del Manel y su mujer.

No lo volví a ver hasta más de un año después. Al principio del verano mi padre y yo volvimos a recorrer la distancia que separaba nuestra casa de la torre, pero esta vez nos rodeaban todos los colores de la naturaleza. Atrás quedaba el blanco monótono que parecía envolverlo todo en invierno. Acababa de cumplir catorce años y nuestros amigos deseaban obsequiarme con una comida de esas que sólo Rosa era capaz de hacer. Cuando nos acercábamos al cuartel no pude evitar dirigir mi mirada hacia la entrada. También lo había hecho unos meses antes, el día de Reyes, pero en aquella ocasión no lo vi. De repente el corazón me empezó a latir con fuerza. Un joven se apoyaba contra el muro encendiendo un cigarrillo, igual que aquella vez. Pasamos junto a él y alzó la cabeza. Volvió a saludarnos con una sonrisa.

-          Buenos días.

-          Buenos días –respondió mi padre. Esta vez no se limitó a mover la cabeza. La alegría del verano, supongo, y además sus heridas habían cicatrizado.

Sí, era él. Más moreno y no llevaba una camisa azul, pero era él. No me podía reconocer, claro. El año pasado yo iba envuelta en una bufanda que aprisionaba mis tirabuzones, de los que me sentía tan orgullosa. Mi hermana y mis amigas tenían que ponerse bigudíes para lograr que los mechones de cabello se enroscaran. Yo en cambio apenas tenía que hacer nada. Mi cabello se ondulaba naturalmente y sin ningún esfuerzo conseguía el peinado de moda. De manera inconsciente agité con suavidad la cabeza y mis tirabuzones se movieron graciosamente. O al menos esa debió de ser mi intención. Y creo que lo conseguí. El chico del cigarrillo me miró y volvió a sonreír.

Noté que mis mejillas se acaloraban y bajé la mirada. Seguro que me había puesto roja y en esta ocasión no tenía una bufanda tras la que esconderme. Instintivamente me acerqué más a mi padre y seguí caminando un poco más rápido.

-          Tienes prisa por llegar ¿verdad? ¡A ver qué sorpresa te ha preparado Rosa!

Asentí sin atreverme a bajar la marcha. A nuestras espaldas sonó su voz recia.

-          ¡Que pasen un buen día!

-          Igualmente, soldado –contestó mi padre girándose sin llegar a detenerse -. Qué joven tan agradable.

Me atreví a volver la cabeza y él saludó con la mano. Nuestras miradas se cruzaron un instante hasta que volví a tropezar. Y mi padre volvió a agarrarme del brazo.

-          Nena, siempre te pasa lo mismo aquí –me dijo extrañado.

-          Sí, no sé… -conseguí balbucear.

Y sin más emociones llegamos a la torre, rodeada de árboles frutales, ya a punto de la cosecha.

De vez en cuando, en mis sueños adolescentes, se aparecía el rostro del soldado. Y fantaseaba imaginando que nos cruzábamos en la calle Mayor, que yo recorría arriba y abajo con mis amigas. Y en lo que hablaríamos. A veces imaginaba que me reconocía, otras que no, y así me iba inventando historias. Pero nunca me lo crucé. No sé si lo habría reconocido sin uniforme… Sí, seguro que sí. Habría reconocido sus ojos oscuros.

Mi padre y yo nos mantuvimos fieles a la cita con Rosa y Manel. Y todos los años miraba con emoción la puerta del cuartel. Pero no lo volví a ver. Su rostro se fue volviendo difuso y otros ojos se convirtieron en los protagonistas de mis historias. Hasta el día que cumplí dieciocho años. Me reuní con mis amigas en una chocolatería próxima a la calle Mayor. Había abierto hacía unos pocos meses. Era muy elegante, con sus mesas de mármol blanco y unas sillas de hierro con el respaldo labrado. La camarera, una joven guapa con un delantal también blanco inmaculado y lleno de puntillas, acababa de tomar nota y esperábamos impacientes los melindros y el chocolate. Nos habían asegurado que era el mejor de la ciudad. Estábamos charlando animadamente y riéndonos de la última ocurrencia de mi amiga Meli. La miré con cariño, a ella y a las otras siete caras sonrientes. Llevábamos juntas toda una vida, desde que comenzamos a compartir pupitre en el colegio. Las nueve éramos inseparables. Pero ese grupo compacto estaba a punto de separarse. En unos pocos meses tres de nosotras nos trasladaríamos a Barcelona para estudiar en la universidad, Meli se iba a casar y Carmen se marchaba a vivir a Madrid. Pero yo estaba segura de que seguiríamos siendo amigas. Y hasta que llegara el momento de la separación nos habíamos propuesto disfrutar al máximo de nuestra compañía. Por delante teníamos un verano repleto de planes y de fiestas.

Y en el momento de mayor alboroto se abrió la puerta de la chocolatería. Entraron dos parejas. Uno de los hombres me llamó la atención porque me resultaba vagamente familiar. Entonces se me paró el corazón. Nos miramos y nos reconocimos. Yo ya no llevaba mis tirabuzones. Con ocasión de mi cumpleaños me había recogido el pelo en un elegante moño italiano. Pero aun así me reconoció. Los cuatro recién llegados se acomodaron en una mesa pero él, sin llegar a sentarse, se dirigió hacia nosotras. Mi corazón volvió a la vida con más fuerza que nunca. Se detuvo junto a nuestra mesa y el alboroto cesó.

-          Buenas tardes, señoritas –saludó con su voz recia y bien modulada.

Nueve pares de ojos sorprendidos se clavaron en el joven apuesto.

-          Volvemos a encontrarnos –dijo mirándome.

Sólo fui capaz de esbozar una tímida sonrisa.

-          ¿Cómo sigue su padre?

-          Muy bien, muchas gracias –acerté a decir en un hilo de voz.

-          Me alegro mucho. Salúdele de mi parte, por favor.

En ese momento llegaron dos camareras sosteniendo unas bandejas con las jícaras de chocolate y unas tazas de loza blanca.

-          Les dejo que disfruten del chocolate. Me han dicho que es excelente –y se llevó la mano al sombrero.

La cara de mis amigas era un poema. Casi a la vez me asaltaron con sus preguntas: «¿Quién es?» «Qué chico tan apuesto». «Qué calladito te lo tenías ¿no?» «¡Cuenta, cuenta!». Ya repuesta de la sorpresa, conseguí contarles la historia. Lo poco que había que contar. El resto de la merienda discurrió entre risas y miradas disimuladas de las nueve hacia la mesa de los cuatro.

-          ¿Será su novia? –preguntó Carmen.

-          Seguro que sí. Pero a mí no me gusta nada, tú vales mucho más –dijo Meli.

-          A ver, chicas, que no es nada mío. Que lo que os he contado es una tontería.

-          ¡Pero te ha reconocido! Tantos años después. Eso es una señal, te lo digo yo –sentenció Cristina.

De repente, para mi horror, que nunca me ha gustado nada llamar la atención, mis ocho amigas se miraron, se hicieron una señal y comenzaron a cantar el cumpleaños feliz. Cantaban en un tono bajo, pero suficiente para que los comensales de las mesas de alrededor me miraran y me desearan mucha felicidad. Cuando volví a mirar hacia la mesa de los cuatro, el joven apuesto no estaba. Me invadió el desánimo. ¡Se había ido sin que yo me diera cuenta y sin despedirse! Intenté disimular mi decepción prestando atención a la conversación. Hasta que volvió a abrirse la puerta de la chocolatería. Y allí estaba él. Con paso decidido se dirigió otra vez hacia nuestra mesa. Se detuvo junto a mí.

-          Para usted, señorita. Muchas felicidades –dijo mostrando una rosa blanca.

Aturdida, miré la rosa y le miré a él.

-          Blanca –dijo Meli pegándome un codazo-. ¿No vas a cogerla?

-          Sí, claro –alargué la mano y la cogí-. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. Es preciosa.

-          Por cierto, me llamo Miguel Blanch.

-          Soy Blanca Mayo.

-          Señorita Blanca Mayo, ¿dónde podría tener el placer de volver a saludar a su padre?


Fue Meli la que habló.


-          El padre de Blanca es el dueño del establecimiento de tejidos que está al final de la calle Mayor, junto al río. Seguro que lo conoce.

-          Sí, sé dónde es. Dígale por favor a su padre que pasaré a saludarle esta semana. Señoritas, ha sido un placer conocerlas y espero que nos volvamos a ver pronto.

Y con estas palabras regresó a su mesa y a los pocos minutos los cuatro abandonaron el local. Ni qué decir tiene que el tema de conversación del resto de la merienda giró en torno a este episodio inaudito. Risas, cuchicheos, abrazos, planes… No tuvo que pasar una semana. Ni siquiera un día. Esa misma tarde, Miguel se presentó en la tienda de mi padre.



Agosto 2018