Se detuvo nerviosa ante la puerta
del viejo estudio de la tía Olga. No, rectificó, de su estudio. Hacía sólo una semana, a la salida de la iglesia, un
hombre que se había presentado con un fuerte apretón de manos como el abogado, le dijo
así de golpe: «Su tía le ha dejado
su casa, como me imagino que ya sabría… Vaya, deduzco por su cara que no lo
sabía».
Cuatro pares de ojos se posaron entonces sobre ella: sus padres, doña Dolores –la
amiga de su tía- y su nieto Manuel. De eso hacía ya una semana.
Sabía que su tía pintaba, por supuesto.
Algunos de sus cuadros decoraban las paredes de aquella casa que ahora, inesperadamente,
era suya. Sin embargo, cuando había ido a visitarla, apenas había entrado en el
estudio. Todos los veranos reservaba una semana para pasarla en aquel precioso rincón
de Huesca, casi en la frontera con Lérida. Durante aquellos días, alejada del
ruido y las prisas de la capital, disfrutaba de la compañía de su tía y recordaba
especialmente las sobremesas después de la cena en el porche trasero. Y al fondo
del jardín, asomaba una antigua edificación que hacía las veces de estudio.
Estaba parada, observando desde
la entrada los artilugios que se amontonaban en el suelo. Botes de pintura,
pinceles, cajas, lienzos, un par de caballetes... De repente había sentido un
estremecimiento.
-
¡Qué tontería! –dijo en voz alta, como queriendo
ahuyentar esa sensación extraña.
Apoyó la mano en el interruptor y
la enorme estancia quedó iluminada. Ahora podía ver que había unos cuantos cuadros apoyados contra la pared. Con determinación, se acercó
y comenzó a girarlos. El primero era una pintura de una mujer joven, de
espaldas, asomada a una ventana. Giró el siguiente cuadro. Esa misma mujer, con
su melena clara y su cuerpo esbelto, la observaba fijamente. Había algo en su rostro
que le resultaba vagamente familiar. En el siguiente cuadro la mujer miraba
sonriente a un joven moreno, de aspecto taciturno. Su rostro quedaba difuminado
entre el humo de un cigarrillo. Sintió un escalofrío que intentó olvidar
dirigiéndose al siguiente cuadro. Ahora era él quien daba la espalda, mientras
ella extendía su brazo, como intentando alcanzarlo.
¿Quiénes son? ¿Por qué su tía había
dibujado a las mismas personas? Se disponía a coger otro cuadro cuando, de
repente, oyó un crujido y, sobresaltada, se giró hacia la puerta. Allí, una
sombra se enmarcaba bajo el arco de la entrada. Contra la oscuridad de la noche
sólo distinguía con claridad la llama anaranjada de un cigarrillo. Por un momento
se quedó paralizada, abrazada al lienzo.
La sombra avanzó un paso.
-
Hola Carmen. Pasaba por aquí… -comenzó a decir-
y, bueno, he visto luz y…
-
¡Por Dios, Manuel! –exclamó elevando la voz.
-
Vaya, te he asustado. Lo siento, yo… –comenzó a
disculparse.
-
¿Es que no sabes llamar al timbre?
-
He llamado, de verdad, pero se ve que desde aquí
no se oye.
Ella se quedó
mirándolo.
-
¿Qué tienes ahí? –dijo señalando el cuadro que
estrechaba contra su cuerpo.
-
¿El qué? –preguntó aturdida. Miró a donde él señalaba.
-
Ah, el cuadro. Bueno, no sé, estoy revisando las
cosas de mi tía y estoy mirando sus cuadros y… -se paró en seco- ¡Y nada! ¿Por
qué te tengo que dar explicaciones?
-
A ver, sé que el fin de semana pasado no
empezamos con buen pie. Pero verás, es que me ha mandado mi abuela para que vengas
a cenar a casa. Si te apetece, claro. -Un nuevo silencio-. Pero vamos, que si prefieres
quedarte aquí sola con tus recuerdos, yo no te lo voy a impedir, no te preocupes.
Manuel se giró, tiró la colilla
hacia el jardín y la aplastó con más ímpetu del necesario.
-
¡Espera!
Él volvió a entrar en el estudio.
-
Son cuadros que pintó mi tía. Y siempre se
repiten las mismas personas ¿ves? –dijo señalando los cuadros que había ido
colocando contra la pared-. Iba a darle la vuelta a éste, cuando casi me matas
del susto.
Él se acercó y los observó con
detenimiento.
-
Son bonitos… Transmiten… -se interrumpió
buscando la palabra adecuada-. Desde luego, no te dejan indiferente. ¿Quiénes
son?
-
No tengo ni idea.
-
Dale la vuelta.
Ella le miró sin entender.
-
Al que tienes ahí agarrado -señaló sonriendo.
-
Sí, claro.- Se agachó y lo colocó en el espacio
que le correspondía.
Otra vez ellos. Esta vez se
abrazaban con fuerza. Él seguía dando la espalda y ella tenía la cabeza ladeada.
Manuel se acercó. Miró a los desconocidos y luego se quedó observando a Carmen fijamente.
-
¿Qué pasa? –preguntó incómoda-. ¿Por qué me
miras así?
Él tardó unos segundos en contestar.
-
Amor… Eso es lo que transmiten. Y te pareces a
ella.
-
¿Pero qué dices? ¿Amor? –se giró hacia el
siguiente cuadro. Otra vez les daban la espalda, la melena clara de ella y el
cabello oscuro de él, con los brazos entrelazados-. Date la vuelta.
-
¿Que me dé la vuelta? –preguntó elevando una
ceja.
-
Sí, por favor.
Él obedeció rechistando. Carmen
observó los cuadros una vez más, dirigió su mirada a la espalda de Manuel y
permaneció en silencio durante un rato.
-
Amor… Esto lo has preparado tú ¿no?
-
¿Que he preparado el qué? –preguntó mirándola extrañado,
hasta que entendió lo que quería decir-. No digas tonterías. He estado toda la
semana en Huesca, acabo de llegar.
La luz comenzó a parpadear.
-
Hay que cambiar esa bombilla… Bueno, entonces
¿aceptas la invitación para cenar? La invitación de mi abuela, quiero decir –dijo
riéndose.
-
Claro, no le voy a hacer un feo a Dolores.
-
Y a lo mejor, mañana te invito yo y así podemos intentar
averiguar quiénes son estos dos.
Ella se detuvo intentando girar
la cerradura que se resistía.
-
A lo mejor –dijo dándole la espalda para que no
viera su sonrisa.
Febrero 2017