viernes, 10 de febrero de 2017

CUANDO NO TE CONOCÍA


Se detuvo nerviosa ante la puerta del viejo estudio de la tía Olga. No, rectificó, de su estudio. Hacía sólo una semana, a la salida de la iglesia, un hombre que se había presentado con un fuerte apretón de manos como el abogado, le dijo así de golpe: «Su tía le ha dejado su casa, como me imagino que ya sabría… Vaya, deduzco por su cara que no lo sabía». Cuatro pares de ojos se posaron entonces sobre ella: sus padres, doña Dolores –la amiga de su tía- y su nieto Manuel. De eso hacía ya una semana.

Sabía que su tía pintaba, por supuesto. Algunos de sus cuadros decoraban las paredes de aquella casa que ahora, inesperadamente, era suya. Sin embargo, cuando había ido a visitarla, apenas había entrado en el estudio. Todos los veranos reservaba una semana para pasarla en aquel precioso rincón de Huesca, casi en la frontera con Lérida. Durante aquellos días, alejada del ruido y las prisas de la capital, disfrutaba de la compañía de su tía y recordaba especialmente las sobremesas después de la cena en el porche trasero. Y al fondo del jardín, asomaba una antigua edificación que hacía las veces de estudio.

Estaba parada, observando desde la entrada los artilugios que se amontonaban en el suelo. Botes de pintura, pinceles, cajas, lienzos, un par de caballetes... De repente había sentido un estremecimiento.
-          ¡Qué tontería! –dijo en voz alta, como queriendo ahuyentar esa sensación extraña.
Apoyó la mano en el interruptor y la enorme estancia quedó iluminada. Ahora podía ver que había  unos cuantos cuadros apoyados  contra la pared. Con determinación, se acercó y comenzó a girarlos. El primero era una pintura de una mujer joven, de espaldas, asomada a una ventana. Giró el siguiente cuadro. Esa misma mujer, con su melena clara y su cuerpo esbelto, la observaba fijamente. Había algo en su rostro que le resultaba vagamente familiar. En el siguiente cuadro la mujer miraba sonriente a un joven moreno, de aspecto taciturno. Su rostro quedaba difuminado entre el humo de un cigarrillo. Sintió un escalofrío que intentó olvidar dirigiéndose al siguiente cuadro. Ahora era él quien daba la espalda, mientras ella extendía su brazo, como intentando alcanzarlo.

¿Quiénes son? ¿Por qué su tía había dibujado a las mismas personas? Se disponía a coger otro cuadro cuando, de repente, oyó un crujido y, sobresaltada, se giró hacia la puerta. Allí, una sombra se enmarcaba bajo el arco de la entrada. Contra la oscuridad de la noche sólo distinguía con claridad la llama anaranjada de un cigarrillo. Por un momento se quedó paralizada, abrazada al lienzo.
La sombra avanzó un paso.

-          Hola Carmen. Pasaba por aquí… -comenzó a decir- y, bueno, he visto luz y…
-          ¡Por Dios, Manuel!  –exclamó elevando la voz.
-          Vaya, te he asustado. Lo siento, yo… –comenzó a disculparse.
-          ¿Es que no sabes llamar al timbre?
-          He llamado, de verdad, pero se ve que desde aquí no se oye.

Ella se quedó mirándolo.

-          ¿Qué tienes ahí? –dijo señalando el cuadro que estrechaba contra su cuerpo.
-          ¿El qué? –preguntó aturdida. Miró a donde él señalaba.
-          Ah, el cuadro. Bueno, no sé, estoy revisando las cosas de mi tía y estoy mirando sus cuadros y… -se paró en seco- ¡Y nada! ¿Por qué te tengo que dar explicaciones?
-          A ver, sé que el fin de semana pasado no empezamos con buen pie. Pero verás, es que me ha mandado mi abuela para que vengas a cenar a casa. Si te apetece, claro. -Un nuevo silencio-. Pero vamos, que si prefieres quedarte aquí sola con tus recuerdos, yo no te lo voy a impedir, no te preocupes.  

Manuel se giró, tiró la colilla hacia el jardín y la aplastó con más ímpetu del necesario.
-          ¡Espera!
Él volvió a entrar en el estudio.
-          Son cuadros que pintó mi tía. Y siempre se repiten las mismas personas ¿ves? –dijo señalando los cuadros que había ido colocando contra la pared-. Iba a darle la vuelta a éste, cuando casi me matas del susto.
Él se acercó y los observó con detenimiento.

-          Son bonitos… Transmiten… -se interrumpió buscando la palabra adecuada-. Desde luego, no te dejan indiferente. ¿Quiénes son?
-          No tengo ni idea.
-          Dale la vuelta.

Ella le miró sin entender.
-          Al que tienes ahí agarrado -señaló sonriendo.
-          Sí, claro.- Se agachó y lo colocó en el espacio que le correspondía.
Otra vez ellos. Esta vez se abrazaban con fuerza. Él seguía dando la espalda y ella tenía la cabeza ladeada. Manuel se acercó. Miró a los desconocidos y luego se quedó observando a Carmen  fijamente.
-          ¿Qué pasa? –preguntó incómoda-. ¿Por qué me miras así?

Él tardó unos segundos en contestar.
-          Amor… Eso es lo que transmiten. Y te pareces a ella.
-          ¿Pero qué dices? ¿Amor? –se giró hacia el siguiente cuadro. Otra vez les daban la espalda, la melena clara de ella y el cabello oscuro de él, con los brazos entrelazados-. Date la vuelta.
-          ¿Que me dé la vuelta? –preguntó elevando una ceja.
-          Sí, por favor.

Él obedeció rechistando. Carmen observó los cuadros una vez más, dirigió su mirada a la espalda de Manuel y permaneció en silencio durante un rato.
-          Amor… Esto lo has preparado tú ¿no?
-          ¿Que he preparado el qué? –preguntó mirándola extrañado, hasta que entendió lo que quería decir-. No digas tonterías. He estado toda la semana en Huesca, acabo de llegar.

La luz comenzó a parpadear.
-          Hay que cambiar esa bombilla… Bueno, entonces ¿aceptas la invitación para cenar? La invitación de mi abuela, quiero decir –dijo riéndose.
-          Claro, no le voy a hacer un feo a Dolores.
-          Y a lo mejor, mañana te invito yo y así podemos intentar averiguar quiénes son estos dos.

Ella se detuvo intentando girar la cerradura que se resistía.
-          A lo mejor –dijo dándole la espalda para que no viera su sonrisa.


Febrero 2017