sábado, 11 de noviembre de 2017

NOCHE DE MUERTOS


Las calles brillaban iluminadas por centenares de velas. Se alzó el cuello de la capa en un ademán inconsciente, tratando quizás de protegerse del frío, tratando quizás de pasar desapercibida entre la multitud. Quizás ambas cosas. Por un momento un escalofrío recorrió su cuerpo pensando que lo había perdido. Fueron sólo unos segundos de angustia. Enseguida volvió a verlo; su altura destacaba por encima de todas aquellas cabezas. Con dificultad logró avanzar por la avenida y giró a la derecha, siguiendo sus pasos. Él se había detenido frente a un altar de muertos que, por algún motivo, le habría llamado la atención. Se apretó contra un portal, dejando paso a un grupo de mujeres que bajaban la calle cantando, ataviadas con faldas rojas y azules que rozaban el suelo, moviéndose suavemente al ritmo de la música. Seguía allí detenido, observando absorto las calaveras de colores. Y fue entonces cuando, como despertando de un sueño, comenzó a absorber todo lo que le rodeaba.

            El bullicio se hacía ensordecedor. La multitud crecía. Riadas de personas bajaban por la calle. Mirara donde mirara sólo veía calaveras. Calaveras y más calaveras. Un grupo de jóvenes se detuvo junto a ella. Reían y charlaban todos a la vez. Le alargaron una botella, pero ella negó con la cabeza. Contempló con admiración sus caras pintadas de blanco, los ojos negros y los labios rojos como la sangre. Las cabezas de ellas estaban coronadas de multitud de flores de todos los colores. La noche de muertos de México. Se lo habían contado pero había que vivirlo.

            Salió de su ensimismamiento cuando se dio cuenta de que él volvía a moverse. Dejando la protección del portal, se apresuró a proseguir su particular peregrinaje. Su última noche en México. Suspiró. Él caminaba ahora más lentamente, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. No se giró ni una sola vez. Unos minutos después se detuvo frente a la entrada del cementerio. A pesar de que ya era de noche, ese día cerraba más tarde de lo habitual para que las familias tuvieran la oportunidad de visitar a sus muertos.

            Apresuró el paso para no perderle en aquel laberinto de cruces y losas blancas. En varias ocasiones le asaltó la tentación de detenerse y sacar fotos a algunas de aquellas tumbas cubiertas de comida y de los objetos más insospechados, que recordaban los gustos de los que allí reposaban. Algunas eran pequeñas obras de arte. Pero era su última noche. Tenía que despedirse de él antes de que desapareciera para siempre de su vida. De sus vidas. Por fin se detuvo. La tranquilidad de aquella parte del cementerio contrastaba con el bullicio que la había acompañado hasta ahora. Se escondió tras un viejo panteón. El chasquido de una cerilla la sobresaltó. Vio cómo depositaba una vela junto a la lápida. Y, por última vez, contempló su rostro, iluminado por la llama. Lo siguió observando, como queriendo grabar a fuego cada detalle que tan bien conocía. Se apretó el vientre y se mordió los labios. De pronto, él se giró, como si hubiera notado su presencia. Tuvo tiempo de echarse hacia atrás y pegarse contra el muro, como queriendo que la tierra se la tragara. Cerró los ojos y sus labios musitaron una plegaria silenciosa: «Por favor que no me vea. Por favor, por favor…». Pasaron unos minutos, quizás fueron sólo segundos. Entonces oyó que sus pasos se alejaban lentamente. Cuando se atrevió a asomarse, todavía alcanzó a ver su silueta. Durante un tiempo permaneció con los brazos cruzados, abrazando su cintura. Ahogó un sollozo. «Adiós, amor. Sé que tiene que ser así». Inclinó la cabeza y, recuperándose, sonrió. Se llevó la mano a los labios y la depositó con suavidad sobre su vientre.



Noviembre 2017

sábado, 4 de noviembre de 2017

EL ABRAZO


Ya casi había oscurecido. Me acercaba con paso decidido intentando llegar antes de que cerraran, cuando las vi allí, abrazadas, en las puertas del tanatorio. Y me detuve gradualmente sin poder evitar observarlas. Porque ese abrazo transmitía tantas cosas… lo decía todo. Ninguna hablaba. Las cinco primas se abrazaban con fuerza, formando un círculo, como queriendo proteger a una de ellas. Sólo alcanzaba a ver sus espaldas y sus melenas largas. De manera absurda pensé en el bonito contraste que ofrecían los cabellos rubios con los morenos, los cabellos rizados con los perfectamente lisos. Permanecieron así tres o cuatro minutos que a mí me parecieron una eternidad. A su alrededor el tiempo se había detenido. No había necesidad de palabras. Sus brazos entrelazados y sus cabezas inclinadas tenían más fuerza que el mejor de los discursos.

            Decidí retroceder. Sentí que en ese momento estaba de más. Ya regresaría al día siguiente. Volví sobre mis pasos hasta el fondo del aparcamiento donde me esperaba mi coche. Empezaba a lloviznar en aquella noche de octubre. Durante el breve trayecto a casa, no podía dejar de pensar en ellas. Su imagen se había quedado grabada en mi retina. Ni siquiera conecté la radio. La imagen de aquel abrazo me perseguía.

            Al llegar a casa, sentí enormes deseos de que alguien me estuviera esperando y me diera un gran abrazo. Sólo me esperaba mi gato que, por supuesto, no me abrazó. De hecho, apenas me hizo caso cuando abrí la puerta. Hay veces que viene a recibirme y, cariñoso, se me acerca para que le coja en brazos. Pero hoy no, justo hoy decide pasar de mí. Que le den.

            Abrí la nevera, sabiendo que no iba a encontrar mucho. Se suponía que ayer debía haber hecho la compra. No la hice. Así que debería haber parado ahora, de regreso a casa, pero se me había olvidado completamente. Sonreí victoriosa. Quedaba un trozo de queso y me serví una copa de vino. Me senté en el salón y puse los pies en alto. Me disponía a llevarme la copa a los labios mientras observaba por la ventana las luces de la noche, que brillaban a través de las gotas de lluvia, cuando sonó el teléfono. Por un momento observé con disgusto el aparato que había interrumpido mi momento de paz. A pesar de mi mirada, aquello seguía sonando insistentemente. Miré el reloj. «Las diez… No creo que a esta hora sea algún pesado intentado venderme algo».  Así que suspiré y descolgué el auricular.

-          ¿Sí? –dije con voz de pocos amigos.

-          ¿Marta? –Dejé la copa con cuidado encima de la mesa. La mano me temblaba ligeramente. A través del aparato me llegaba una voz del pasado.

-          ¿Charlie? –pregunté, aunque podría haber afirmado. Hacía años que no la escuchaba pero aquella voz era inconfundible.

-          Sí… sí, soy yo –la voz se hizo silencio unos instantes-. Estoy en la ciudad.

-          ¿Ah sí? –acerté a decir.

-          Me preguntaba…. –titubeó-. Menos mal, que no has cambiado el número de teléfono fijo, porque tu móvil no lo tengo... Bueno, me preguntaba si te apetecería que fuéramos a cenar.

-          ¿A cenar? –repetí. Alargué la mano hacia la copa y vacié la mitad de golpe.

-          Ya sé que ha pasado mucho tiempo pero, no sé, de repente me he acordado de ti y me gustaría verte. No me preguntes por qué pero es así.

-          Está lloviendo –dije por decir algo.

-          Ya… bueno, pensaba pasar a recogerte con el coche, claro.

-          Está lloviendo –repetí-. Y estoy cansada. ¿Por qué no vienes a cenar aquí? –no sé ni cómo se me ocurrió decirle algo así. Lo dije sin pensar, pero ya estaba dicho.

-          ¿En tu casa? Pues sí, por mí encantado. Claro que sí –dijo esbozando una sonrisa que imaginé. ¿Y por qué sonreía? ¿Después de todos estos años?-. ¿Te parece bien que vaya ahora?

-          Ahora, sí. Pero Charlie…

-          Dime.

-          Se me ha olvidado hacer la compra.

Al otro lado del teléfono sonó una carcajada.

-          No te preocupes. Paro de camino en algún restaurante y llevo la cena ¿te parece?

            Colgué y me incorporé de un salto. De golpe se me había pasado el cansancio. Corrí a mirarme al espejo del baño y no me gustó lo que vi. Me mojé la cara con agua fría y abrí el armario en busca de potingues milagrosos. «Han pasado muchos años, seguro que tengo arrugas que antes no tenía», pensé observándome con poca indulgencia. Empecé a abrir botes y tubos como una posesa. Me eché a reír. «¿Qué más da? Pues estoy como estoy y si no le gusta, que no me mire»,  exclamé dirigiéndome al gato que se había dignado en seguirme hasta el baño. «Un poco de crema con color es suficiente». Me cepillé el pelo, me rocié un poco de colonia y volví a mirarme al espejo. «Mejor, mucho mejor». Regresé al salón y puse un mantel blanco sobre la mesa. Rectifiqué. Lo volví a coger y esta vez lo puse sobre la mesa de café. «Mejor así, más informal»,  me dije satisfecha, retrocediendo para ver el efecto. Fui a la cocina a por un par de platos, cubiertos y copas para el agua y el vino. Rebusqué dentro de un armario hasta que encontré las servilletas y dos platos pequeños para el pan. Volví a abrir la nevera. Saqué la botella de plástico del agua y la vertí en una jarra de cristal.

            Veinte minutos más tarde el zumbido del telefonillo me sobresaltó. E instantes después allí lo tenía, delante de mí. Con el pelo mojado por la lluvia, sosteniendo un par de bolsas voluminosas que goteaban sobre el suelo. No tenía mal aspecto. Algunas canas, sí, pero no había perdido el cabello. Tampoco había engordado. ¿Para qué engañarme? Seguía tan atractivo como lo recordaba.

-          ¿He pasado el examen? –preguntó sonriendo-. ¿Puedo entrar?

-          Sí, claro. Adelante –tartamudeé un poco haciéndome a un lado.

-          Dime dónde dejo las bolsas y así puedo quitarme la chaqueta. No había sitio en tu calle y he tenido que aparcar a cinco minutos de aquí. Los suficientes para empaparme y no quiero manchar el suelo.

-          Ni coger un resfriado. A la cocina –dije haciendo ademán de que me siguiera.

Dejó las bolsas en la encimera y se quitó la chaqueta que colgué en el respaldo de una silla.

-          ¿Has invitado a más gente? ¡Aquí hay comida para un regimiento! –empecé a sacar contenedores plateados. Tenía que estar ocupada para ocultar mi nerviosismo.

-          Marta…

Despacio levanté los ojos de los contenedores y le miré.

-          Cuando venía hacia aquí, me preguntaba por qué dejamos de vernos. ¿Y sabes? No me acuerdo. Sólo recuerdo que dejaste de contestar mis llamadas y desapareciste. Sin ninguna explicación.

Le dirigí una media sonrisa y contesté muy digna.

-          A ver, Charlie. La explicación fue una morena estupenda. De esa seguro que te acuerdas.

-          ¿Una morena? ¿Qué morena? –preguntó sorprendido.

-          Ahora no te hagas el tonto. La prima de los Casús. ¿Ahora sí?

-          ¿La prima de los …? Venga, hombre… Si no me acuerdo ni de cómo se llamaba… Marta ¿me estás diciendo de verdad que desapareciste por una chica cero importante en mi vida?

-          Me dijeron que estabas saliendo con ella –añadí en voz baja.

-          Pero si no es verdad. ¿Quién te pudo decir eso? Te prometo que no es verdad. ¡Si yo sólo tenía ojos para ti!

-          ¿No era verdad? -susurré.

-          No.

            Por unos instantes no supimos qué decir, cada uno perdido en sus recuerdos. Hasta que Charlie interrumpió el silencio, a la vez que abría los brazos.

-          ¿Te parece que esta es la forma de saludarnos después de tanto tiempo?

            Creo que dudé un segundo y medio. Abrí mis brazos y me dejé atrapar por los suyos. Me abrazó con fuerza. Y volví a ver el abrazo de las cinco primas. Mi boca y mis ojos esbozaron una enorme sonrisa. Había conseguido el abrazo enorme que había anhelado hacía tan sólo un par de horas. Noté que mi gato se sentaba encima de mi pie. A veces los milagros ocurren.



Noviembre 2017