viernes, 29 de septiembre de 2017

BANDERAS


Recuerdo que tendría yo unos ocho años. Aquella tarde, al regresar del colegio, le pregunté a mi madre: «Mamá ¿qué pasa por ser de Lérida?». Recuerdo que me miró extrañada, como si no entendiera mi pregunta. Claro, cómo iba a entenderla. Realmente era una pregunta absurda. Así que le expliqué que unas niñas se habían metido conmigo por ser de Lérida pero yo me había defendido diciendo que era el mejor lugar del mundo, mi mejor lugar, mi mundo. Y así comenzaron las aventuras de una catalana que ha vivido siempre en Madrid. Sin sentirse parte de Madrid. No me han dejado. Mi madre dejó de hablarme en catalán para que no tuviera problemas de integración.

            Aquellas compañeras del colegio algo habrían oído en su casa porque con ocho años, me dirán ustedes qué sabrían de dónde estaba en el mapa Lérida o Pamplona. Y no hablo de tiempos recientes en que podríamos pensar que todo se ha enrarecido. No. Hablo de hace cuarenta años. Por supuesto, aquellas criaturas nunca fueron mis amigas. He tenido la suerte de saberme rodear de gente inteligente. Y menos mal que en mi clase había una niña de Barcelona. Nunca fuimos especialmente amigas, pero cuando necesitábamos apoyo con el temita dichoso, allí estábamos las dos juntas, defendiéndonos como dos leonas. Dos contra muchas. O unas cuantas, para ser justa. A la mayoría le daba igual, la verdad. Pero a partir de entonces siempre he tenido que aguantar impertinencias varias. Claro que como siempre he odiado las injusticias, a pesar de mi juventud y de mi timidez enfermiza, si alguien se metía con mi tierra era como si me mentaran a la madre y me ponía muy farruca. Yo era la más bajita de clase entonces pero me crecía. Vaya si me crecía.

            Así que como sabían que había salido respondona, corté pronto las tonterías. Pero siempre había alguna capulla que se tenía que meter con «los catalanes». Y yo, que me sentía más española que Lola Flores, empecé a forrar mis carpetas con la senyera. Para fastidiar. «Ya que se meten conmigo, que lo hagan con alguna razón», pensaba. Lo que las dejaba descolocadas del todo era cuando le daba la vuelta a la carpeta y veían la bandera de España. Por un lado la senyera, por el otro la rojigualda. Mis banderas.

            Luego mi mundo dejó de circunscribirse al colegio y terminando la adolescencia empecé a salir con amigos, con chicos quiero decir. Y en varias ocasiones algún capullo amigo de mis amigos, alguno que incluso me hacía mucho caso, cuando me preguntaba como quien no quiere la cosa: «Oye, ¿y tú de dónde eres?». Yo tomaba aire y pensaba: «Verás el susto que te vas a dar». «De Lérida», respondía con cara angelical, conteniendo la respiración. Y el capullo de turno me espetaba eso de: «Catalana... Lástima, me caías bien». «Pues tú a mí no, idiota». Palabra que esto es verídico. Ser catalana y vivir en Madrid no ha sido fácil. No es  fácil, a veces.

            Me dirán que en Madrid hay gente de todas partes, que aquí se acoge a todo el mundo. Hagan la prueba. Un autobús cualquiera. Mantengan una conversación en inglés, portugués o ruso. No te mira nadie. Pónganse a hablar en catalán. Con la persona que te acompaña, una conversación privada, quiero decir. De manera automática verás como varios ojos se posan sobre ti y te observan con recelo. Te miran mal. Palabra que me ha pasado en varias ocasiones. ¿No me creen? Normal que no me crean... Hagan la prueba. Y eso es así en la actualidad y hace cuarenta años. Y hace muchos más, me temo.

            Y ahora, aquellos a los que les molestaba que habláramos en catalán son los que más se rasgan las vestiduras. No quieren que nos vayamos, lo cual me resulta incoherente. El caso es que yo tampoco me quiero marchar. Estos separadores que he encontrado a lo largo de mi vida no son propietarios del sentimiento español. Por que ellos sean unos capullos ignorantes no quiere decir que yo tenga que dejar de sentirme española. Porque resulta que para ser español no hace falta que todos llevemos el mismo uniforme, ni nos emocionen las mismas cosas, ni hablemos igual, ni pensemos igual. Del mismo modo que no pienso sentirme una catalana de segunda por no ser independentista.

            No negaré que a veces me han dado ganas de decir pues ahí os quedáis. Me voy a donde nadie se meta conmigo por mi lugar de nacimiento y por ser bilingüe. Sin embargo, ¿por qué debería hacerlo? ¿Por qué esos separadores tendrían más derecho que yo a llamarse españoles? Además, si miro al otro lado, veo una masa uniformizada, que me recuerda mucho a los regímenes totalitarios. Defienden el pensamiento único. Y eso no es democrático. La coacción hace que el discurso separatista pierda legitimidad. Así que a mí no me obliguen a pensar como ellos. Y encima se espera la llegada de unos cientos de antisistemas de toda Europa. Lo mejorcito de cada casa, oiga. Y eso tampoco lo quiero para mi tierra. Para mi tierra quiero lo mejor. Quiero vivir en paz y en libertad, sin tener que justificar qué pienso o dejo de pensar. Y un régimen totalitario con un pensamiento único no es bueno. Objetivamente.

            He dicho bilingüe. Porque a pesar de que mi madre tuvo que tomar una decisión muy dura –renunciar a transmitir su lengua materna a sus hijos, algo que mis hermanos y yo siempre hemos lamentado-, hemos hecho el esfuerzo de ser casi bilingües. Y no sólo eso, sino que además  hablamos unas cuantas lenguas más.

            Soy catalana, de primera. Y soy española. Me parece bien que haya paisanos míos que no se sientan españoles, porque gracias a Dios vivimos en Occidente donde la libertad es el bien más preciado. La libertad es la base de nuestra cultura. Que cada uno sienta y piense lo que quiera. No deberíamos desacreditar a nadie por pensar diferente. En cualquier caso, los catalanes que formamos parte de España lo tenemos crudo. Nos dan por todos lados. Estamos en tierra de nadie. Por suerte, siempre me he rodeado de gente con una inteligencia superior a la media. Incluso de intelectuales. Así que mis amigos no son separadores. Es gente normal, que le da igual que seas de Tarragona o de Cádiz. Que entienden que la riqueza de España está precisamente en su variedad, en tener varias lenguas –todas igual de respetables-, en que no todo sea uniforme y aburrido.

            No voy a negar que me preocupa la situación actual. Cuando la gente me pregunta les digo que no quiero hablar del tema. Se ve que últimamente me han preguntado tanto que al final he sentido la necesidad de escribir mis respuestas. No sé qué pasará el domingo. No sé qué pasará a partir del lunes. Pido al Espíritu santo que nos ilumine y nos envíe a todos capacidad de comprensión. Rezo para que mis amigos sigan siéndolo, que mi familia siga unida y que podamos vivir en paz y con respeto entre unos y otros, hayamos nacido donde hayamos nacido, sintamos lo que sintamos.

Septiembre 2017






sábado, 23 de septiembre de 2017

CUANDO NO TE CONOCÍA (III)


Dolores miró con cariño a los dos jóvenes que esperaban expectantes su respuesta. Durante unos largos segundos se hizo el silencio, sólo interrumpido por el chisporroteo alegre de la chimenea. Respiró hondo, como rindiéndose ante lo inevitable.

-          Tu tía Sara.

-          ¿Mi tía Sara? La que murió hace muchos años… Claro, tiene sentido. Pero la tía Olga se ponía triste al hablar de ella, así que apenas sé nada –frunció el ceño por un momento-. ¿Hay algo raro en esta historia?

-          ¿Por qué lo preguntas?

-          Pues porque los cuadros transmiten amor. Son más que bonitos… buenos, diría yo. Pero, no sé, cómo decir… hay algo triste en ellos.

La anciana movió casi imperceptiblemente la cabeza.

-          Olga era una buena pintora. Si hubiese querido y hubiese sido más constante, estoy segura de que habría llegado lejos.

Volvió a guardar silencio. Su rostro adoptó una expresión soñadora.

-          Se llamaba Nuño. Todas estábamos un poco enamoradas de él –sonrió-. Llegó un buen día al pueblo, un verano, así de repente. No venía mucha gente desconocida, así que en seguida llamó la atención. Era joven, tenía unos treinta años. Alto, muy moreno, distinguido a pesar de que vestía con sencillez. Los primeros días se alojó en la fonda. Buscaba trabajo y el padre Antonio le presentó a don Miguel, ya sabéis, el dueño de la mayor parte de las tierras de por aquí.

Ambos asintieron con la cabeza, sin decir nada para no interrumpir la que adivinaban sería la respuesta que buscaban. 

-          Así que empezó a trabajar. Era amable, aunque hablaba poco. Muchos días, después de la jornada de trabajo, se acercaba al bar a tomar un vino. No es que rehuyera el contacto con la gente. Al contrario, su actitud era perfectamente normal, pero como nadie lograba sacarle mucha información sobre su vida, parecía como si estuviera rodeado de un cierto misterio. Lo único que no podía ocultar es que era extranjero.

-          ¿No era español? –preguntó sorprendido su nieto.

-          ¿De dónde era? –quiso saber Carmen.

-          Era portugués. Su castellano era muy bueno y a las pocas semanas de llegar era casi perfecto. Ya os podéis imaginar que todos estábamos muy intrigados de por qué este portugués había acabado viviendo entre nosotros. Pero como era una persona amable y correcta, que se había adaptado muy bien a la vida del pueblo, poco a poco se convirtió en un habitante más. -Dolores detuvo en este punto su relato, incorporándose-. Se nos van a enfriar las verduras.

-          Ya voy yo, abuela. No te levantes –dijo Manuel recogiendo los platos soperos.

-          ¿Y por qué es el protagonista de los cuadros? ¿Se enamoró de Sara? –preguntó Carmen con curiosidad.

-          Como he dicho al principio, todas estábamos un poco enamoradas de él. Bueno, yo me acababa de casar, pero no puedo negar que era un muchacho muy atractivo y entiendo que las jovencitas suspiraran por él. Sin embargo, desde el principio, Nuño sólo tuvo ojos para Sara. Fue un flechazo. Para los dos. -Se detuvo unos instantes antes de proseguir, moviendo la cabeza-. Pero tu tío bisabuelo Adolfo no estaba contento.

-          ¿Por qué no? Si era trabajador, educado, en fin, una persona normal por lo que dices.

-          Pero era extranjero, no sabíamos nada de su vida anterior ni de su familia. Y eso a Adolfo le pesaba. Era un hombre muy conservador, muy apegado a lo de toda la vida. Y Nuño no entraba en sus esquemas. Sara era su hija pequeña. Tenía veinte años entonces.

Manuel dejó la fuente de verduras gratinadas sobre la mesa.

-          Hablamos de los años cincuenta ¿no? Así que Sara estaba ya en edad de casarse. Sí, se llevaban diez años, pero tampoco me parece una diferencia exagerada ¿no?

-          Adolfo no lo consintió. Pero Sara y Nuño se habían enamorado. Profundamente. Con un amor a prueba de todo. Eran muy discretos. Se veían cuando podían. Sara no quería desobedecer a su padre y Nuño lo intentó todo para conseguir su consentimiento pero no hubo manera. ¡Terco como una mula! Carmen, come que se enfría.

Se llevó el tenedor a la boca y saboreó las verduras, todavía calientes cubiertas por el queso fundido. Deliciosas.

-          Me tiene que pasar la receta.

-          Es muy fácil, hija. Aunque no sé si en Madrid encontrarás verduras tan buenas.

-          Pero después de acabar la historia de Sara y Nuño, por favor –dijo sonriendo y juntando las manos en señal de súplica.

-          Sí, por favor, abuela. Sigue. ¿Qué pasó?

-          Se fugaron. Eso es lo que pasó. Si el terco de tu tío bisabuelo no se hubiera opuesto, habría evitado mucho sufrimiento.

-          ¿Se fugaron? ¿A dónde?

-          A Lisboa. Bueno, a una localidad cerca de Lisboa, junto al mar. Antes de irse, le contó a Olga lo que iban a hacer. Sara no quería perder el contacto con su familia, pero no podía vivir sin Nuño, ni Nuño sin ella. Era el día de la romería y aprovecharon el bullicio para marcharse. Lo primero que hicieron fui ir a Huesca, a casarse. Nuño era un caballero y no habría hecho nunca nada que hubiera puesto en entredicho el buen nombre de Sara.

Carmen repasó mentalmente los cuadros. La pareja mirando al mar. Claro, en la costa de Lisboa. El amor profundo que transmitían los cuadros, que habían quedado impregnados de la tristeza de su autora. Olga echaba de menos a su hermana. Era feliz porque estaba con el hombre adecuado, pero para eso habían tenido que pagar un precio muy alto.  

-          ¿En qué piensas?

Carmen levantó la mirada y sintió los ojos de Manuel que se clavaban en los suyos.

-          Ya no hay amores así. Sólo existen en las novelas –suspiró encogiendo los hombros.

-          ¿Eso crees? Pues por lo que cuenta mi abuela este amor fue muy real. –Siguió observándola fijamente unos instantes, hasta que Carmen sintió molesta que se estaba empezando a ruborizar-. Abuela, ¿Sara volvió? ¿Siguió en contacto con vosotras?

Dolores negó tristemente con la cabeza.

-          No, no volvió. Adolfo nunca la perdonó. Pero no dejó de escribirnos. No perdimos el contacto. Nos mandaba fotos. Por eso tu tía pudo dibujar los cuadros. Hasta que quince años después, Olga recibió una carta de Nuño.

Carmen sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

-          Sara había muerto al dar a luz a su cuarto hijo. Una carta desgarradora en la que daba gracias a Dios por haber disfrutado de quince años de total felicidad junto a ella. Mucho más de lo que muchos pueden decir.

Se volvió a hacer el silencio. Cada uno ensimismado en sus pensamientos, asimilando la historia de Sara y Nuño.

-          Qué desenlace más triste –exclamó finalmente Manuel.

-          Sí, hijo, pero te aseguro que de todas las parejas que he conocido a lo largo de mi vida, ninguna como ellos representaron el amor en mayúsculas. Me gustaría ver esos cuadros. Hace años que no los veo.

-          Claro, Dolores. ¿Qué le parece si mañana le devuelvo la invitación? No prometo una comida tan suculenta como esta, pero podrían venir a media mañana, rebuscamos por el estudio y se quedan a comer.

-          Me parece un plan estupendo. ¿Te parece bien, Manuel?

-          Me parece perfecto. Y ahora creo que nos está esperando ese flan que sólo tú eres capaz de hacer –sonrió.

-          Yo no puedo más –comenzó a protestar Carmen.

-          Nadie dice que no al flan casero de mi abuela –amenazó con una cuchara entre risas-. Y después por la tarde regreso a Huesca. ¿Estarás aquí el próximo fin de semana?

Carmen le sostuvo la mirada.

-          No sé…

-          Creo que tú y yo tenemos muchas cosas de qué hablar.

-          Yo os dejo ya, hijos. Estoy cansada. Manuel, acompañas a Carmen a su casa ¿verdad?

-          Por supuesto, abuela. Soy un caballero a la vieja usanza. Todavía quedamos algunos ¿sabes? –dijo con su mirada penetrante.

Carmen sintió contrariada que volvía a ruborizarse como una quinceañera.

-          Y por lo que veo, todavía quedan damas como las de antes.

Ella volvió a sostenerle la mirada. Con dulzura. Y esta vez fue él quien sintió, contrariado, algo que hacía mucho tiempo que no sentía. O que quizás no había sentido nunca. Desde la puerta, la anciana se giró y sonrió satisfecha, reconociendo lo que allí pasaba. «Es igual que Sara», murmuró feliz.

Septiembre 2017

sábado, 9 de septiembre de 2017

CUANDO NO TE CONOCÍA (II)


Cerró la puerta con cuidado, silenciosamente. Como si de manera inconsciente no quisiera interrumpir la tranquilidad de la noche.

-          La cerradura debe de estar oxidada. Hará tiempo que mi tía no venía al estudio –dijo tras varios intentos con la llave, que finalmente acabó cediendo.

Él seguía allí, de espaldas, con las manos en los bolsillos, tan silencioso como la noche.

-          Hay luna llena.

Carmen miró al cielo, hacia donde Manuel había indicado con un leve movimiento de cabeza.

-          Qué bonita –exclamó. Los dos permanecieron unos segundos observándola-. Es justo lo que pega después de los cuadros que hemos estado viendo.

-          Sí, la verdad que sí –afirmó sonriendo-. Bueno, vamos yendo que mi abuela se va a pensar que nos hemos perdido. Y además hace frío.

Los dos cruzaron el jardín y entraron en la casa. Carmen cerró la ventana de la cocina que daba a la calle, cogió el abrigo que colgaba del perchero de la entrada y salieron a la calle. Hacía horas que se había puesto el sol y apenas había nadie en las calles empedradas del pueblo. Los dos caminaban en silencio pensando en los cuadros que la tía Olga conservaba en su viejo estudio apoyados contra la pared. Carmen los había ido girando uno a uno para descubrir que todos ellos representaban a un hombre y una mujer jóvenes, siempre los mismos.

-          Entonces ¿no sabes quiénes pueden ser? –volvió a preguntar Manuel.

-          No, ya te he dicho que no. Ni idea –dijo moviendo la cabeza-. Aunque me encantaría averiguarlo. Me he quedado intrigada. ¿Por qué les pintaría mi tía varias veces? Y puede que haya más cuadros todavía. Mañana con luz volveré al estudio a mirar qué más encuentro por ahí.

-          Estaba pensando… quizás mi abuela lo sepa. Piensa que eran muy amigas.

-          Ah, claro. Tienes toda la razón. Ahora mismo le preguntamos –exclamó a la vez que aceleraba el paso.

En pocos minutos se detuvieron frente a una bonita casa de piedra. Manuel empujó el portón.

-          Abuela, ya estamos aquí.

Carmen sonrió al oír la voz de Dolores que les saludaba desde la cocina. De allí provenía un aroma maravilloso, una mezcla de madera, legumbres, pollo y especias.

-          ¡Estoy aquí! Ya está la cena lista.

Entraron a la cocina y allí, junto a una mesa primorosamente preparada, Dolores terminaba de colocar unas servilletas de hilo.

-          Hija, dame un beso. ¡Qué cara más fría! Anda, acércate a la chimenea que no quiero que cojas una pulmonía.

-          No se preocupe que venía bien abrigada, pero sí gracias –dijo extendiendo las manos a la lumbre. A pesar de que había lucido el sol durante el día, era febrero y en aquel pueblo de Huesca, a los pies del Pirineo, las noches podían ser muy frías.

-          Espero que no te importe que comamos en la cocina. Es la habitación más caliente de la casa. Bueno, en el salón también se está bien. La calefacción lleva funcionando todo el día, pero Manuel y yo solemos cenar aquí siempre. Claro que, al tenerte de invitada, quizás debería haber preparado la mesa del comedor…

Carmen interrumpió a Dolores, que empezaba a agitarse, para tranquilizarla.

-          Ya sabe que me encanta su cocina. Aquí hemos compartido muchas tardes con mi tía. Y el rincón de la mesa... ¡si parece un salón de lo bonito que lo tiene! Además, agradezco que me trate con confianza. Al fin y al cabo, hace ya muchos años que nos conocemos.

Dolores era una mujer elegante, que siempre había tenido mucho gusto. Su cocina –como toda la casa- era digna de aparecer en cualquier publicación de moda. Era acogedora y cálida. No faltaba un detalle. Utensilios antiguos, recuerdos de otros tiempos, lucían sobre estantes de madera junto a los electrodomésticos más modernos. Carmen repasó con la mirada esos objetos ya familiares: la lata de galletas, la plancha de hierro y los preciosos jarrones de cristal con flores frescas. La mesa estaba en un extremo, junto a la ventana, cubierta por un mantel blanco nuclear. La vajilla blanca de loza con detalles azules era igual que la que tenía ella. La tía Olga y su amiga Dolores habían reformado la cocina al mismo tiempo. Juntas habían supervisado todos los detalles y ambas se decidieron por la misma vajilla que, sin lugar a dudas, era la más bonita de la tienda.

-           Manuel, hijo, saca una botella de vino. Vamos a brindar por Olga y también por nosotros.

Obediente, el joven, escogió una del botellero de madera que su abuelo había hecho a mano hacía unos años. Con cuidado de no derramar una gota, sirvió las copas de cristal que Dolores había colocado en la mesa. Hacía sólo una semana de la muerte de la tía Olga y los tres brindaron en silencio y se llevaron las copas a los labios. Por unos instantes, pareció que su tía estaba allí con ellos. Carmen se la imaginó en la cabecera de la mesa, alzando su copa sonriente.

-          ¿Has encontrado la casa a tu gusto? ¿Hay algo que necesites?

-          Está todo perfecto, Dolores. Tal y como mi tía lo dejó. Siempre me ha encantado esa casa.

-          Y ahora es tuya… ¿Has pensado qué vas a hacer? ¿La vas a vender? –preguntó con cierta ansiedad.

-          ¿Venderla? No… no –movió la cabeza-. Si me la dejó a mí es porque sabía que la conservaría.

-          Madrid no está tan cerca de Huesca –dijo a la vez que le acercaba la panera. Aquellos panecillos recién hechos en el horno de Tadeo, el pandero, eran su debilidad.

-          No voy a venir todos los fines de semana, claro. Pero vendré. Me da mucha paz saber que tengo un lugar al que venir cuando tenga que huir de la vorágine.

Manuel acercó la sopera y su abuela comenzó a servir la sopa humeante.

-          ¿Se lo preguntamos? –susurró Manuel mirando a Carmen con complicidad.

-          Preguntarme qué. –A pesar de su edad, seguía teniendo un oído muy fino.

-          Buenísima, Dolores. Con el frío de la calle nada podía apetecerme más que su famosa sopa –rió Carmen. Se llevó otra cucharada a la boca antes de proseguir-. Bueno, verá… He estado en el estudio de mi tía. Justo cuando ha llegado Manuel a buscarme acababa de encontrar unos cuadros que pintó hace unos años. Todos ellos representan a un hombre y una mujer. Jóvenes.

-          Siempre los mismos –añadió Manuel-. Una chica con el pelo claro y un chico moreno. Y transmiten… ¿cómo diría?

-          Que se quieren –sentenció Carmen mientras desmigaba un tanto nerviosa un trozo de pan.

-          Sí, eso precisamente. Eso es lo que quería decir –asintió él guiñando un ojo.

Dolores dejó la cuchara junto al plato.

-          Sí, ya sé de qué cuadros me hablas. ¿Y no sabes quiénes son?

Manuel y Carmen se miraron y exclamaron a la vez: «¿Tú sí? ¿Usted sí?». La anciana la observó unos instantes antes de responder.

-          Te pareces a ella.

-          ¿Verdad que sí, abuela? Se lo he dicho yo a Carmen, que se parecía a la mujer del cuadro.

Dolores miró con cariño a los dos jóvenes que esperaban expectantes su respuesta. Durante unos largos segundos se hizo el silencio, sólo interrumpido por el chisporroteo alegre de la chimenea. Respiró hondo, como rindiéndose ante lo inevitable.

Septiembre 2017
La próxima semana, CUANDO NO TE CONOCÍA (III)