Y fueron felices y comieron perdices. Así terminaban todos los
cuentos que leyó en su infancia. Ya desde pequeña era frecuente verla con un
libro en la mano. Aquellos relatos con ilustraciones que hablaban de príncipes
y princesas, castillos, dragones y lobos. A éstos siguieron las aventuras de Los Cinco y muy pronto se sumergió en el
mundo de los «clásicos». Pasaba las tardes de verano devorando las historias
escritas por Walter Scott, Emilio Salgari y Julio Verne. También le gustaba
escribir y cuando no tenía un libro de aventuras a mano, entonces lo escribía
ella. Se sentaba debajo del árbol enorme que había en medio del jardín con un
cuaderno en blanco sobre las piernas y empezaba a escribir. Luego, cuando el
relato iba tomando forma, reunía a sus hermanos y a sus primos y les iba
contando las historias que se amontonaban en su cabeza. Sus padres y sus tíos
estaban encantados. Esas tardes no se oían los habituales gritos de toda la
panda y podían dormir la siesta sin interrupciones. Desde la terraza observaban
con una sonrisa a los pequeños que escuchaban embelesados a la joven contadora
de aventuras emocionantes.
Con dieciséis años leyó a escondidas
Lo que el viento se llevó. «Eres
demasiado joven para leerlo. Se te llenará la cabeza de pájaros»- le dijo,
confiscándolo. Pero aquel libro gordísimo le atraía como un imán, así que se
las arregló para encontrarlo y leerlo sin que su madre se diera cuenta. Mientras
sus amigas hablaban del tal Borja o el tal
Gonzalo que habían conocido en la fiesta del colegio, ella pensaba en héroes
como Ivanhoe, o antihéroes como Rhett Butler. Pasaron los años y en vista de
que éstos no llegaban, besó a unas cuantas ranas que, para su sorpresa, no se convirtieron
en príncipes. Una vez conoció a un tipo que a primera vista le pareció D’Artagnan,
pero unos meses después se dio cuenta de que no se le parecía en nada. Incluso
le presentaron a un Sandokan, que tampoco resultó serlo.
Cuando cumplió los cuarenta, en
vez de sufrir la típica crisis, experimentó una gran liberación. Ni más ni
menos se dio cuenta de que Ivanhoe, D’Artagnan y Rhett sólo existían en la
mente de sus autores. Fue como una revelación… ¡De repente se hizo la luz! Entonces
miró hacia atrás e hizo un recuento de sus ranas. Ya, quizás ninguna había
resultado ser un príncipe pero algunas podrían haber llegado a ser
protagonistas de una historia interesante. Condicional y pasado, o sea,
irrecuperable. Además, por alguna extraña razón, en un mundo en el que aumenta
vertiginosamente el número de rupturas matrimoniales, ninguna de sus ranas se
separaba, así que allí estaban, en el pasado para siempre, comiendo perdices.
Afortunadamente, esta especie de
síndrome del héroe falso no le había pasado solo a ella. No, no. A Christina
Rosenvinge también le pasó:
«El día que yo fui feliz, nadie tocaba el violín.
Ni una maldita florecilla ni arcoíris sobre mí.
El día que yo fui feliz no me di cuenta y me dormí
y como nadie me avisó no me di
cuenta y me dormí»… Algo así decía…
La canción termina y se gira
hacia la enorme estantería de su habitación, ya casi al límite de su capacidad.
Revisa los estantes, con los libros perfectamente ordenados por autores, y sus
dedos se posan en los lomos amarillos de tela de la colección de Tintín. Elige
uno al azar y lo abre por enésima vez. Un cosquilleo de adrenalina le recorre
la espalda, anticipando el placer de la lectura. Y se dispone a viajar hasta
Sildavia… Sildavia… Ya el nombre lo dice todo, hace evocar aventuras… En el
fondo, ella tiene mucho que ver con Tintín. Modelo de soltero, con una idea muy
clara de dónde está la raya que separa a los malos de los buenos…. Mientras
abre sus páginas, le asalta un pensamiento: Quizás no debería haber conocido a
Rhett Butler con dieciséis años… Al final las madres suelen tener razón. ¡Rayos
y truenos!
Septiembre 2016