viernes, 9 de septiembre de 2016

EL PRÍNCIPE AZUL


Y fueron felices y comieron perdices. Así terminaban todos los cuentos que leyó en su infancia. Ya desde pequeña era frecuente verla con un libro en la mano. Aquellos relatos con ilustraciones que hablaban de príncipes y princesas, castillos, dragones y lobos. A éstos siguieron las aventuras de Los Cinco y muy pronto se sumergió en el mundo de los «clásicos». Pasaba las tardes de verano devorando las historias escritas por Walter Scott, Emilio Salgari y Julio Verne. También le gustaba escribir y cuando no tenía un libro de aventuras a mano, entonces lo escribía ella. Se sentaba debajo del árbol enorme que había en medio del jardín con un cuaderno en blanco sobre las piernas y empezaba a escribir. Luego, cuando el relato iba tomando forma, reunía a sus hermanos y a sus primos y les iba contando las historias que se amontonaban en su cabeza. Sus padres y sus tíos estaban encantados. Esas tardes no se oían los habituales gritos de toda la panda y podían dormir la siesta sin interrupciones. Desde la terraza observaban con una sonrisa a los pequeños que escuchaban embelesados a la joven contadora de aventuras emocionantes.

Con dieciséis años leyó a escondidas Lo que el viento se llevó. «Eres demasiado joven para leerlo. Se te llenará la cabeza de pájaros»- le dijo, confiscándolo. Pero aquel libro gordísimo le atraía como un imán, así que se las arregló para encontrarlo y leerlo sin que su madre se diera cuenta. Mientras sus amigas hablaban del tal Borja o el tal  Gonzalo que habían conocido en la fiesta del colegio, ella pensaba en héroes como Ivanhoe, o antihéroes como Rhett Butler. Pasaron los años y en vista de que éstos no llegaban, besó a unas cuantas ranas que, para su sorpresa, no se convirtieron en príncipes. Una vez conoció a un tipo que a primera vista le pareció D’Artagnan, pero unos meses después se dio cuenta de que no se le parecía en nada. Incluso le presentaron a un Sandokan, que tampoco resultó serlo.

Cuando cumplió los cuarenta, en vez de sufrir la típica crisis, experimentó una gran liberación. Ni más ni menos se dio cuenta de que Ivanhoe, D’Artagnan y Rhett sólo existían en la mente de sus autores. Fue como una revelación… ¡De repente se hizo la luz! Entonces miró hacia atrás e hizo un recuento de sus ranas. Ya, quizás ninguna había resultado ser un príncipe pero algunas podrían haber llegado a ser protagonistas de una historia interesante. Condicional y pasado, o sea, irrecuperable. Además, por alguna extraña razón, en un mundo en el que aumenta vertiginosamente el número de rupturas matrimoniales, ninguna de sus ranas se separaba, así que allí estaban, en el pasado para siempre, comiendo perdices.

Afortunadamente, esta especie de síndrome del héroe falso no le había pasado solo a ella. No, no. A Christina Rosenvinge también le pasó:

«El día que yo fui feliz, nadie tocaba el violín.
Ni una maldita florecilla ni arcoíris sobre mí.
El día que yo fui feliz no me di cuenta y me dormí
 y como nadie me avisó no me di cuenta y me dormí»… Algo así decía…

La canción termina y se gira hacia la enorme estantería de su habitación, ya casi al límite de su capacidad. Revisa los estantes, con los libros perfectamente ordenados por autores, y sus dedos se posan en los lomos amarillos de tela de la colección de Tintín. Elige uno al azar y lo abre por enésima vez. Un cosquilleo de adrenalina le recorre la espalda, anticipando el placer de la lectura. Y se dispone a viajar hasta Sildavia… Sildavia… Ya el nombre lo dice todo, hace evocar aventuras… En el fondo, ella tiene mucho que ver con Tintín. Modelo de soltero, con una idea muy clara de dónde está la raya que separa a los malos de los buenos…. Mientras abre sus páginas, le asalta un pensamiento: Quizás no debería haber conocido a Rhett Butler con dieciséis años… Al final las madres suelen tener razón. ¡Rayos y truenos!



Septiembre 2016

viernes, 2 de septiembre de 2016

BAILE EN EL HOTEL HISPANIA. VERANO DEL 39



        
- Aquel verano fue especial. Recuerdo el verano del 39 como uno de los mejores veranos de mi vida-. Mi tía Marita, más de noventa años, compartía conmigo sus recuerdos, mientras contemplábamos la puesta del sol desde la terraza. El cielo se iba cubriendo de luces rosadas, que se iban difuminando entre las nubes. Media hora después aparecían las estrellas.

Ese mes de agosto repetimos el mismo ritual durante varios días. Poco antes de las nueve, yo bajaba los tres pisos que separaban nuestras casas. Se apoyaba en un bastón y muy poco a poco, avanzábamos hasta el ascensor. Luego salíamos a la terraza y disfrutábamos del espectáculo incomparable de la puesta de sol. Nos sentábamos, como si estuviéramos en el cine, y cuando me contaba esas historias de su juventud, que tanto me gustaban, recuperaba su sonrisa mirando hacia el horizonte. Quizás no recordaba exactamente lo que había comido ese día, pero recordaba hasta el más pequeño detalle de aquel verano del 39.

-          Mi hermana Viri había comprado una gramola con cuatro perras que tenía. Y dos discos. Las calles de Lérida, que habían estado desiertas, empezaban a recuperar la vida. La guerra había terminado y ya podíamos pasear sin temor a los bombardeos. La gente regresaba desde los pueblos donde había ido a refugiarse.

-          Tía Marita, y vosotros ¿no habíais salido de Lérida?

-          Sí, también nosotros. Encontramos refugio en la torre del Manel. Pasamos allí muchas temporadas. Por eso nos salvamos. Mi padre no… él murió en un bombardeo- entonces se pone seria al recordar cómo su padre, que era médico y por eso no podía abandonar la ciudad, había muerto sepultado por las paredes de su casa. El edificio se vino abajo. Ella, con sólo trece años, tuvo que acompañar a su madre a identificar el cadáver, que reconocieron por el traje que llevaba. En ese bombardeo perdieron todo. A su padre, su casa, todas sus pertenencias, las joyas, el dinero… Su forma de vida. Sólo se salvó lo poco que habían llevado a la torre del Manel.

-          Y en el campo ¿no había bombas?

-          Sí, también aunque menos. Cuando oíamos los aviones, corríamos a meternos en un arroyo que pasaba por allí porque en el agua no podían explotar… Y un día dijeron que la guerra había terminado y salimos todos a las calles a gritar felices, dejando atrás tantos momentos de angustia y miedo. Entonces, como te decía, la gente empezó a regresar, muchos jóvenes también. Chicos que habían tenido que interrumpir sus estudios universitarios y ahora podrían retomar. Pero hasta octubre quedaban unos meses-. Se detuvo unos instantes y me miró-. No paro de hablar. Seguro que te aburro.

-          ¡En absoluto!-me apresuré a decir. La tía Marita es la decana de la familia. Cuando ella muera, todas estas historias desaparecerán con ella.- Eres un gran contadora de historias. Me encanta escucharte. Sigue, por favor.

-          Bueno, sólo un poco más que no te quiero cansar-dijo sonriendo-. Pues allí me tienes, con dieciséis años, y mis dos trenzas rubias, deseando olvidar la pesadilla que habíamos vivido. Teníamos ganas de reír, de bailar, de oír música, de recuperar a los amigos de la infancia… los que habían sobrevivido. Y se me ocurrió una idea. El padre de una de mis amigas era el dueño del hotel Hispania, que hoy ya no existe. Y seguía en pie, a pesar de las bombas. Nos dejó una sala para que nos reuniéramos a escuchar la gramola de Viri con sus dos discos. Empezamos cinco o seis chicas. Poníamos la gramola y bailábamos.

-          ¿Y cómo bailabais?

-          Agarrado, claro, no existía otra forma de bailar. Escuchábamos una y otra vez la misma melodía.- y empezó a tararear-. ¿La conoces? Lalala… lalalala…lala…

-          ¿Te acuerdas?- pregunté sorprendida.

-          ¡Cómo no! Ese verano fueron cientos de veces las que la bailé. Sólo teníamos dos discos, recuerda. Repítela conmigo, quiero que alguien la pueda cantar conmigo.

Y allí estábamos las dos, bajo la luz de las estrellas de agosto, tarareando esa melodía sin nombre.

-          Entonces un día vino el hermano de una de mis amigas con dos amigos. Y bailamos. Y al día siguiente otros dos más. Y al final éramos más de veinte. Y todas las tardes, nos reuníamos en el hotel Hispania, con la gramola de Viri y los dos discos. Nunca me he reído tanto. Lo pasamos tan bien… Sí, mi padre había muerto, vivíamos en una casa que un buen amigo de la familia nos dejaba, sólo tenía el vestido que llevaba puesto. No tenía zapatos, sólo unas alpargatas viejas. Pero necesitábamos olvidar el miedo y el hambre que habíamos pasado.

-          ¿Y de dónde salía tanta gente?

-          Pues cuando la gente llegaba a Lérida y preguntaban qué se podía hacer, siempre había alguien que sabía que por las tardes había baile en el Hispania. Eran unos chicos estupendos, educados, simpáticos, caballerosos… No es como ahora, antes era diferente. La gente no era vulgar…. Y eso que no teníamos nada, lo habíamos perdido todo en la guerra. Muchos de los chicos llevaban la camisa azul de Falange porque era la única que tenían. ¿Y sabes? Sólo podían unirse al grupo los que tenían como mucho diecinueve o veinte años.

-          ¿Por qué?- pregunto sorprendida.

-          Pues porque nosotras teníamos quince o dieciséis. Así que los mayores envidiaban lo bien que lo pasábamos.

-          ¿Y ellos no hicieron un grupo paralelo?

-          No, no lo hicieron. Otras veces nos reuníamos en el piso que nos prestaba un pariente. Tenía un gran salón y allí, en el suelo, colocábamos la gramola. Estaba completamente vacío. Sólo había un sillón, un sillón enorme. Y cuando ya no podíamos más y estábamos agotados de tanto bailar y reír, corríamos a sentarnos en el sillón, pero sólo había sitio para cuatro o cinco. Entonces hablábamos y los chicos nos contaban sus planes para seguir en la universidad. – Se detiene y me mira con una gran sonrisa.- ¿Recuerdas la melodía? Venga, canta conmigo.

Lalalaaaa…. Lalala, lalalal.. lalalala lala…. Y yo también los puedo ver, dando vueltas a la sala del hotel Hispania, felices, muy jóvenes. De vez en cuando, la gramola se calentaba y había que dejarla descansar. Entonces los jóvenes charlaban y de esas tardes en el Hispania salieron muchas parejas de novios que terminaron casándose. La tía Marita conoció así a su futuro marido. Se casaron cuando él terminó sus estudios de Derecho.

Empieza a refrescar en la noche de agosto. Mi tía se levanta con trabajo. Le acerco el bastón y la ayudo a incorporarse. Lentamente avanzamos hacia el ascensor. Y vamos las dos cantando la melodía sin nombre.
-          Me gustaría ser capaz de escribir todo lo que te he contado, pero cuando intento hacerlo no puedo.
-          No te preocupes, yo lo haré por ti. Yo escribiré tus recuerdos del verano del 39.
Mi tía se va a dormir feliz, con sus recuerdos que ahora también son míos.
Su matrimonio fue muy dichoso pero terminó demasiado pronto, de golpe, por un terrible accidente en la carretera. Nunca entendí por qué la tía Marita no volvió a casarse. Una mujer guapa, alegre, llena de vida… No sé, quizás porque nunca volvió a bailar con los chicos de la camisa azul.

                                                                                                                                                     Agosto 2016