El local resultaba acogedor a pesar de su escasa iluminación,
o quizás precisamente por eso. La luz tenue y cálida creaba una atmósfera
especial que atraía a una clientela habitual, hombres en su mayoría, aunque
también algunos de ellos llegaban acompañados por mujeres elegantes. Había
hombres solos, parejas y algún grupo de amigos. El humo difuminaba las mesas y los
pequeños jarros de cristal con flores que había sobre cada una de ellas. Se adivinaba
que alguien las colocaba allí cada noche con esmero y cariño. Charlie ocupó la
mesa que había reservado, su mesa. La mesa que desde hacía una semana reservaba
día tras día. En primera fila, a un lado del escenario, desde donde podía tener
una visión completa de todo el local. La orquesta había comenzado a entonar una
melodía suave. Se quitó el sombrero, lo dejó con cuidado sobre la silla vacía y
con un movimiento automático se pasó la mano por el cabello todavía húmedo de
brillantina. Sacó la pitillera del bolsillo interior de la chaqueta y encendió
un cigarrillo. Por un instante, la llama de la cerilla iluminó su rostro
bronceado y sus ojos grandes y despiertos. Un camarero se acercó con rapidez a
la mesa.
-
Buenas
noches. ¿Lo de siempre, señor?
Charlie asintió levemente con la cabeza. Lo de siempre, pensó
dibujando una leve sonrisa. Lo de siempre desde hacía tan sólo una semana. Un
whisky con mucho hielo. Habían bastado dos días para convertirse en un cliente
habitual del Café París. El tercer día el camarero ya le había recibido con
esas palabras que se habían convertido en rutina. Tan sólo había pasado una
semana desde que aterrizara en aquel local una noche cualquiera, por
casualidad. Exhaló el humo, se apoyó contra el respaldo mullido de la silla y
miró a su alrededor. Algunos rostros le resultaban familiares. Otros solitarios
como él que acudían al Café París, donde habían encontrado un refugio o
simplemente el lugar perfecto para clausurar un largo día. A través del humo se
detuvo en observar alguno de aquellos rostros, analizando posibles
competidores. Las arrugas que se habían formado alrededor de sus ojos se
relajaron inmediatamente. Ninguno de ellos parecía peligroso. Saboreó el whisky
y se dejó envolver por la melodía, sin perder de vista el escenario.
Por un instante la música cesó, sonaron aplausos, los cuatro
componentes saludaron y dirigieron la mirada hacia el fondo del escenario.
Entonces apareció ella, enfundada en un elegante vestido negro. Una onda del
cabello le cubría parte del rostro.
Caminando lentamente se dirigió al centro del escenario donde reposaba un
micrófono. Los aplausos aumentaron. Y comenzó a cantar, con su voz suave y
envolvente, balanceando su cuerpo sutil al ritmo de las notas de la orquesta.
El motivo que desde hacía una semana le había llevado hasta aquel café. No conseguía
apartar su mirada de aquella silueta. Cuando ella cantaba y se movía el mundo
desaparecía. Podrían haber caído cuatro bombas que ni se habría inmutado,
estaba seguro.
Sintió un nudo en el estómago cuando ella se giró levemente
hacia él. Había elegido aquella mesa lateral porque no quería intimidarla.
Había algo frágil y triste en su mirada que le había llevado a tomar aquella
decisión y desechar la idea de reservar alguna de las mesas centrales, que
quedaban justo frente a la cantante. Pero ahora se había girado y le estaba
mirando. Parecía que cantara para él. ¿Le habría reconocido? Se quedó
paralizado, el whisky olvidado sobre la mesa, y supo entonces que la había
encontrado. Lo imaginó la primera noche pero ahora tenía la certeza. La
actuación terminó con una gran ovación y la orquesta acometió con entusiasmo las
primeras notas de otra melodía.
Se llamaba Victoria, o al menos así se anunciaba en el tablón
junto a la entrada del café. Victoria y Los Rayos. Volvió a sonreír para sí,
imaginando la reacción de sus padres. Desde luego, no era el tipo de chica que
querrían que entrara en la familia. Pero le daba exactamente igual. Se había
enamorado y ya está. Era ella la mujer que había estado buscando y por fin la
había encontrado. El único problema era que todavía no había conseguido hablar
con ella. No le habían permitido acercarse a los camerinos al finalizar la
actuación. Ayer se había armado de valor pero recibió un tajante: «La cantante no recibe». No había querido insistir para no
despertar ninguna alarma ni que pensaran que era un tipo raro. Tenía que pensar
en alguna estrategia. Anteayer, se había quedado hasta el momento del cierre del
local y había estado merodeando cerca de la entrada por si la veía salir, sin
éxito.
Cinco canciones y Victoria y Los Rayos saludaron agradeciendo
los aplausos. Charlie se puso en pie aplaudiendo con entusiasmo, intentando
llamar su atención. Ella le miró por unos instantes y él sonrió. Victoria
apartó la mirada y desapareció tras las cortinas del fondo del escenario. Se
dejó caer apesadumbrado sobre la silla y agarró el vaso de whisky aguado. Podría
seguirla, pero le echarían a patadas y no le permitirían volver. Había que
hacer algo porque de lo contrario, se veía noche tras noche acudiendo al Café
París con la ilusión de verla durante los minutos que duraba su actuación. Sin
conseguir dirigirle una sola palabra. Tomó una decisión. Sacó la libreta que
llevaba siempre en el bolsillo junto a la pitillera, arrancó una hoja y
escribió unas líneas. Llamó al camarero.
-
¿Podría
entregarle, por favor, esta nota a la señorita?
-
Lo
siento mucho, caballero, pero no nos está permitido…
Charlie sacó de la cartera un billete y lo unió a la nota.
-
Se
lo ruego… Le estaría muy agradecido.
El hombre tardó unos instantes en tomar una decisión.
-
Lo
intentaré pero no le prometo nada – murmuró mientras cogía el billete con disimulo.
La espera se hizo eterna. El camarero regresó, se inclinó
sobre la mesa haciendo ver que limpiaba unas gotas invisibles. Charlie le
miraba expectante.
-
Dice
que se lo agradece, pero no.
Al día siguiente decidió faltar a su cita al París. ¿Para qué?
Se sentía un poco idiota. Si Victoria no quería aceptar su invitación a comer,
no podía obligarla. Se sentía el ser más desdichado del mundo. ¿Por qué seguir
alargando la agonía? Sin embargo, sus buenos propósitos sólo duraron cuarenta y
ocho horas. No dejaba de pensar en ella, su imagen le perseguía allá donde
fuera. Intentaba dormir, cerraba los ojos, y escuchaba su voz dulce que le
envolvía con su magia. Le había hechizado. Así que agachó la cabeza y regresó
al París. Esa noche diluviaba, pero sus pasos, con vida propia, le habían
llevado hasta allí.
El camarero habitual le vio nada más entrar y se dirigió
solícito hacia él.
-
Caballero,
su mesa está ocupada. Lo lamento mucho, no sabía que vendría hoy.
-
No
se preocupe, yo tampoco lo sabía –mascullé entre dientes, sin atreverme a
mirarle directamente.
-
Puedo
ofrecerle otra mesa, igualmente agradable, desde donde podrá seguir la
actuación –dijo señalando una mesa central, en segunda fila.
Asintió mirando hacia donde indicaba. La única mesa libre,
justo en el centro, frente al micrófono. Tomó asiento en una de las dos sillas
y sobre la otra dejó la gabardina y el sombrero empapados.
-
¿Lo
de siempre?
Ni me molesté en contestar. Me quedé mirando fijamente las
gotas que se deslizaban desde el sombrero al suelo, lentamente. Un par de
minutos después, depositó el whisky sobre la mesa. Entonces levanté la cabeza, agarrando
el vaso como si fuera un escudo, justo en el momento en que avanzaba con su
elegante balanceo hacia el micrófono. La tenía justo enfrente. Tan sólo nos separaba
una mesa. Estaba tan cerca… Con una mano cogió el micrófono y con la otra se
retiró suavemente la onda que le caía sobre la cara. Empezó a cantar, con esa
voz que me había hechizado. Dirigió su mirada hacia la que había sido mi mesa
aquellos días anteriores y arrugó levemente la nariz, quizá contrariada, o eso
me pareció. «Qué tontería, tengo que
aprender a controlar mi maldita imaginación». Entonces me vio. Abrió los ojos sorprendida e
inmediatamente los bajó. Siguió cantando, con la mirada perdida en el fondo
local, hasta que volvió a fijar sus ojos en mí. Le mantuve la mirada, casi
desafiante. Siguió cantando, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando los
aplausos llenaron el local, me llevé el whisky a los labios. No pensaba
aplaudir. Habría sido… ¿vulgar? No quería repetir lo que hacía el resto del
público. Y así, canción tras canción, el tiempo pasó volando.
Cuando Victoria terminó la actuación, me clavó su mirada. Yo
seguía allí en mi silla, sin moverme, aferrado a los restos de mi whisky.
Entonces sonrió y asintió con la cabeza. De un golpe me sacudí la tontería y
con mis labios dibujé una palabra. Volvió a sonreír, esta vez con un punto de
timidez, y sus labios perfectos dibujaron la misma palabra. «Mañana».
Octubre 2019