miércoles, 23 de octubre de 2019

LA CRUZ





Camino despacio entre la niebla. Al fondo se adivina la cruz, una cruz enorme, la más grande del mundo. Se eleva majestuosa, desafiando las tinieblas y la lluvia, que poco a poco va calando mi gabardina. Me envuelve una sensación de tristeza y decepción. Es como si mi alma se dejara arrastrar por los colores grises de esta tarde que ya acaba. Saco el móvil y hago una foto a toda velocidad. Miro alrededor con precaución, pero no pasa nada. Suspiro aliviada. Nadie viene a decirme que guarde el móvil. 


Sigo deambulando entre los soportales llenos de goteras y de hierbas que asoman entre las rendijas. En el estanque todavía se mueven los peces, aunque dentro de nada se helará. No sé qué pasa con los peces pero en primavera vuelven a nadar por allí. ¿Hibernarán como los osos? ¿O como mi alma helada en esta tarde gris de un otoño casi invernal?


Llego hasta el pie de la cruz y miro hacia arriba. Echo atrás la cabeza, todo lo que puedo, para tener una visión completa de la cruz. Me da la sensación de que se mueve. Cierro los ojos por unos segundos y la tristeza de esta tarde fría y oscura me envuelve con más fuerza. Los vuelvo a abrir. Allí sigue la cruz, el símbolo de la libertad, quién sabe por cuánto tiempo. 


Cuánto odio contra ti, contra la cruz, contra nuestras raíces. Cuánto tiempo puede sobrevivir una sociedad que reniega de sus orígenes. A mis oídos llegan los gritos de jaurías de odio. Oigo silencios cobardes, como un gran estruendo. Ni siquiera los monjes pueden entrar en su casa. Europa, Occidente, siglo XXI… Espero que hayan podido preservar al Santísimo. Mis labios se mueven en una plegaria. Sigue lloviendo, ahora con fuerza, y regreso lentamente al cobijo de los soportales desconchados. Me apoyo vencida contra la pared y la humedad penetra en mis huesos. Mi cuerpo tiembla. Ansío la libertad, la libertad de poder acceder a una iglesia y arrodillarme en una capilla sin que nadie me recrimine por no pensar igual que los que más gritan. Y aunque ahora las tinieblas lo envuelven todo, la cruz sigue allí. No tengo miedo.



Octubre 2019

sábado, 12 de octubre de 2019

TÚ Y MAÑANA



El local resultaba acogedor a pesar de su escasa iluminación, o quizás precisamente por eso. La luz tenue y cálida creaba una atmósfera especial que atraía a una clientela habitual, hombres en su mayoría, aunque también algunos de ellos llegaban acompañados por mujeres elegantes. Había hombres solos, parejas y algún grupo de amigos. El humo difuminaba las mesas y los pequeños jarros de cristal con flores que había sobre cada una de ellas. Se adivinaba que alguien las colocaba allí cada noche con esmero y cariño. Charlie ocupó la mesa que había reservado, su mesa. La mesa que desde hacía una semana reservaba día tras día. En primera fila, a un lado del escenario, desde donde podía tener una visión completa de todo el local. La orquesta había comenzado a entonar una melodía suave. Se quitó el sombrero, lo dejó con cuidado sobre la silla vacía y con un movimiento automático se pasó la mano por el cabello todavía húmedo de brillantina. Sacó la pitillera del bolsillo interior de la chaqueta y encendió un cigarrillo. Por un instante, la llama de la cerilla iluminó su rostro bronceado y sus ojos grandes y despiertos. Un camarero se acercó con rapidez a la mesa.

-          Buenas noches. ¿Lo de siempre, señor?

Charlie asintió levemente con la cabeza. Lo de siempre, pensó dibujando una leve sonrisa. Lo de siempre desde hacía tan sólo una semana. Un whisky con mucho hielo. Habían bastado dos días para convertirse en un cliente habitual del Café París. El tercer día el camarero ya le había recibido con esas palabras que se habían convertido en rutina. Tan sólo había pasado una semana desde que aterrizara en aquel local una noche cualquiera, por casualidad. Exhaló el humo, se apoyó contra el respaldo mullido de la silla y miró a su alrededor. Algunos rostros le resultaban familiares. Otros solitarios como él que acudían al Café París, donde habían encontrado un refugio o simplemente el lugar perfecto para clausurar un largo día. A través del humo se detuvo en observar alguno de aquellos rostros, analizando posibles competidores. Las arrugas que se habían formado alrededor de sus ojos se relajaron inmediatamente. Ninguno de ellos parecía peligroso. Saboreó el whisky y se dejó envolver por la melodía, sin perder de vista el escenario.

Por un instante la música cesó, sonaron aplausos, los cuatro componentes saludaron y dirigieron la mirada hacia el fondo del escenario. Entonces apareció ella, enfundada en un elegante vestido negro. Una onda del cabello le cubría  parte del rostro. Caminando lentamente se dirigió al centro del escenario donde reposaba un micrófono. Los aplausos aumentaron. Y comenzó a cantar, con su voz suave y envolvente, balanceando su cuerpo sutil al ritmo de las notas de la orquesta. El motivo que desde hacía una semana le había llevado hasta aquel café. No conseguía apartar su mirada de aquella silueta. Cuando ella cantaba y se movía el mundo desaparecía. Podrían haber caído cuatro bombas que ni se habría inmutado, estaba seguro.

Sintió un nudo en el estómago cuando ella se giró levemente hacia él. Había elegido aquella mesa lateral porque no quería intimidarla. Había algo frágil y triste en su mirada que le había llevado a tomar aquella decisión y desechar la idea de reservar alguna de las mesas centrales, que quedaban justo frente a la cantante. Pero ahora se había girado y le estaba mirando. Parecía que cantara para él. ¿Le habría reconocido? Se quedó paralizado, el whisky olvidado sobre la mesa, y supo entonces que la había encontrado. Lo imaginó la primera noche pero ahora tenía la certeza. La actuación terminó con una gran ovación y la orquesta acometió con entusiasmo las primeras notas de otra melodía.

Se llamaba Victoria, o al menos así se anunciaba en el tablón junto a la entrada del café. Victoria y Los Rayos. Volvió a sonreír para sí, imaginando la reacción de sus padres. Desde luego, no era el tipo de chica que querrían que entrara en la familia. Pero le daba exactamente igual. Se había enamorado y ya está. Era ella la mujer que había estado buscando y por fin la había encontrado. El único problema era que todavía no había conseguido hablar con ella. No le habían permitido acercarse a los camerinos al finalizar la actuación. Ayer se había armado de valor pero recibió un tajante: «La cantante no recibe». No había querido insistir para no despertar ninguna alarma ni que pensaran que era un tipo raro. Tenía que pensar en alguna estrategia. Anteayer, se había quedado hasta el momento del cierre del local y había estado merodeando cerca de la entrada por si la veía salir, sin éxito.

Cinco canciones y Victoria y Los Rayos saludaron agradeciendo los aplausos. Charlie se puso en pie aplaudiendo con entusiasmo, intentando llamar su atención. Ella le miró por unos instantes y él sonrió. Victoria apartó la mirada y desapareció tras las cortinas del fondo del escenario. Se dejó caer apesadumbrado sobre la silla y agarró el vaso de whisky aguado. Podría seguirla, pero le echarían a patadas y no le permitirían volver. Había que hacer algo porque de lo contrario, se veía noche tras noche acudiendo al Café París con la ilusión de verla durante los minutos que duraba su actuación. Sin conseguir dirigirle una sola palabra. Tomó una decisión. Sacó la libreta que llevaba siempre en el bolsillo junto a la pitillera, arrancó una hoja y escribió unas líneas. Llamó al camarero.

-          ¿Podría entregarle, por favor, esta nota a la señorita?

-          Lo siento mucho, caballero, pero no nos está permitido…

Charlie sacó de la cartera un billete y lo unió a la nota.

-          Se lo ruego… Le estaría muy agradecido.

El hombre tardó unos instantes en tomar una decisión.

-          Lo intentaré pero no le prometo nada – murmuró mientras cogía el billete con disimulo.

La espera se hizo eterna. El camarero regresó, se inclinó sobre la mesa haciendo ver que limpiaba unas gotas invisibles. Charlie le miraba expectante.

-          Dice que se lo agradece, pero no.

Al día siguiente decidió faltar a su cita al París. ¿Para qué? Se sentía un poco idiota. Si Victoria no quería aceptar su invitación a comer, no podía obligarla. Se sentía el ser más desdichado del mundo. ¿Por qué seguir alargando la agonía? Sin embargo, sus buenos propósitos sólo duraron cuarenta y ocho horas. No dejaba de pensar en ella, su imagen le perseguía allá donde fuera. Intentaba dormir, cerraba los ojos, y escuchaba su voz dulce que le envolvía con su magia. Le había hechizado. Así que agachó la cabeza y regresó al París. Esa noche diluviaba, pero sus pasos, con vida propia, le habían llevado hasta allí.

El camarero habitual le vio nada más entrar y se dirigió solícito hacia él.

-          Caballero, su mesa está ocupada. Lo lamento mucho, no sabía que vendría hoy.

-          No se preocupe, yo tampoco lo sabía –mascullé entre dientes, sin atreverme a mirarle directamente.

-          Puedo ofrecerle otra mesa, igualmente agradable, desde donde podrá seguir la actuación –dijo señalando una mesa central, en segunda fila.

Asintió mirando hacia donde indicaba. La única mesa libre, justo en el centro, frente al micrófono. Tomó asiento en una de las dos sillas y sobre la otra dejó la gabardina y el sombrero empapados.

-          ¿Lo de siempre?

Ni me molesté en contestar. Me quedé mirando fijamente las gotas que se deslizaban desde el sombrero al suelo, lentamente. Un par de minutos después, depositó el whisky sobre la mesa. Entonces levanté la cabeza, agarrando el vaso como si fuera un escudo, justo en el momento en que avanzaba con su elegante balanceo hacia el micrófono. La tenía justo enfrente. Tan sólo nos separaba una mesa. Estaba tan cerca… Con una mano cogió el micrófono y con la otra se retiró suavemente la onda que le caía sobre la cara. Empezó a cantar, con esa voz que me había hechizado. Dirigió su mirada hacia la que había sido mi mesa aquellos días anteriores y arrugó levemente la nariz, quizá contrariada, o eso me pareció. «Qué tontería, tengo que aprender a controlar mi maldita imaginación». Entonces me vio. Abrió los ojos sorprendida e inmediatamente los bajó. Siguió cantando, con la mirada perdida en el fondo local, hasta que volvió a fijar sus ojos en mí. Le mantuve la mirada, casi desafiante. Siguió cantando, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando los aplausos llenaron el local, me llevé el whisky a los labios. No pensaba aplaudir. Habría sido… ¿vulgar? No quería repetir lo que hacía el resto del público. Y así, canción tras canción, el tiempo pasó volando.

Cuando Victoria terminó la actuación, me clavó su mirada. Yo seguía allí en mi silla, sin moverme, aferrado a los restos de mi whisky. Entonces sonrió y asintió con la cabeza. De un golpe me sacudí la tontería y con mis labios dibujé una palabra. Volvió a sonreír, esta vez con un punto de timidez, y sus labios perfectos dibujaron la misma palabra. «Mañana».



Octubre 2019