sábado, 1 de diciembre de 2018

TODO EMPEZÓ EN OCTUBRE


-          Me dijo que volvería -susurra recostada en la cama del hospital.

-          Han pasado ya siete meses desde la última vez que tuvimos noticias de Luis.

-          Me dijo que volvería –insiste con un poco más de energía y su boca se tuerce en un mohín infantil.

La observo sentado en una silla rígida e incómoda que una enfermera me ha traído hace unos minutos. No me mira. Se sumerge en sus pensamientos que la llevan muy lejos de aquella habitación. Yo sí la miro. A mi pesar, no puedo dejar de mirarla. En estos meses he aprendido a mirarla de otra manera. Hasta hace unas semanas no era más que la amiga graciosa de mi hermana pequeña. No sé en qué momento empezó a cambiar todo. Quizás fue aquel día en que la encontré corriendo por la calle bajo el sonido atronador de las sirenas. Quizás fue cuando se abrazó a mí asustada. O quizás fue cuando se enfrentó ella sola a aquel soldado que quería llevarse a un niño. Y ella lo evitó agarrándolo de la mano y diciendo que era su hermano. Aunque pensándolo bien creo que todo empezó aquel día que acepté la invitación de Marita y me pasé por el hotel Hispania.

Mi hermana y sus amigas habían decidido enfrentarse a la tristeza de la guerra con música y baile. El ambiente que se respiraba oprimía toda la ciudad como algo casi físico. A veces parecía que el aire no llegara a los pulmones de sus habitantes. Ya media ciudad hablaba de aquellas tardes brillantes que discurrían en una de las salas del hotel, donde por unas horas todo el que entraba dejaba fuera sus fantasmas. Marita me había insistido en varias ocasiones que me pasara por allí cuando me veía regresar a casa, cabizbajo, envuelto en el dolor que traía del hospital.

-          Nos iría bien que viniera algún hombre más, aunque sea tan mayor como tú –me había dicho aquella mañana entre risas.

¿Mayor? Sí, imagino que para una chica de dieciséis, diez años más suponían un océano. Quedábamos pocos hombres en la ciudad entre los dieciocho y los sesenta. Si yo no había sido llamado a filas era porque el estallido de la guerra me pilló recién licenciado, haciendo las prácticas. Mis prácticas se convirtieron en la mejor escuela. Cualquier médico o enfermera era necesario. En estos dos años me había convertido, a marchas forzadas, en un médico de verdad. Ese día todo discurría de manera sorprendentemente tranquila. Era octubre y hacía frío, pero el sol se había abierto paso entre la niebla y sus rayos me habían transmitido optimismo. No había ninguna razón pero ese día el dolor no me acompañaba. Así que decidí tomarme la primera tarde libre en meses. Caminaba despacio disfrutando de los colores del otoño, que de golpe habían recuperado el brillo. O quizás eran mis ojos los que habían recuperado el brillo. Y casi sin pensarlo, mis pasos me llevaron hasta el Hispania.

Crucé la puerta del viejo hotel y fue como entrar en otro mundo. Un recepcionista me sonrió solícito, dos señoras charlaban animadamente sentadas en unos sillones y desde el fondo llegaban las notas de una melodía. Como si no nada hubiera cambiado, como si ahí afuera no estuviera luchándose una guerra, como si el tiempo se hubiera detenido dos años antes. Me dejé guiar por las notas hasta la puerta entornada del fondo. Y allí estaban, mi hermana y sus amigas con otros jóvenes bailando al compás de la música, sonrientes, divirtiéndose, como cualquier joven de su edad. Entonces la vi, de espaldas. Su melena larga, tocada por el sol, se movía suavemente. Se giró y me sonrió.

-          Ignacio ¡has venido! –exclamó Marita corriendo hacia mí y cogiéndome de las manos-. Chicas, ha venido mi hermano.

Tiró de mí y me hizo gracia ver el orgullo con que me presentaba a sus amigos.

-          Es mi hermano, el médico. El que salva tantas vidas cada día.

-          Marita, no exageres –le susurré al oído.  

Y sentí, incómodo, que mis mejillas se ponían un poco rojas cuando ella, Celia, abrió mucho los ojos y me miró con admiración. No llevaba dos trenzas como mi hermana. Su melena ondulada quedaba enmarcada por una fina trenza a modo de diadema. «¿Desde cuándo te fijas en el peinado de las chicas?», me pregunté enfadado. «Ignacio, que la conoces desde pequeña, siempre ha sido amiga de Marita». De golpe entendí que ya no era una niña, que probablemente la guerra la había hecho crecer en poco tiempo, cuando su mundo quedó hecho añicos. Y de repente sentí que mi única misión en el mundo era recoger esos añicos junto a ella y volverlos a encajar para que olvidara todo lo malo.

Pasé la tarde bailando aquellas pocas melodías que se repetían una y otra vez. Alguien había conseguido salvar un par de discos y un pick up de los bombardeos. Hacía dos años que no bailaba. Volvía a sentirme joven, feliz, y por unas horas olvidé la guerra y a los heridos que había dejado en el hospital. Luego me sentiría mal por no haberme acordado de ellos durante un rato pero eso lo pensaría luego. Ahora sólo quería bailar, cantar, reír y volver a sentirme como un joven de veintiséis años. Bailé con todas las chicas pero yo sólo quería bailar con una. Y bailé con ella, claro. Sí, creo que fue aquella tarde cuando la empecé a mirar de otra manera.

Que es como la estaba mirando ahora. Pero ya no bailaba. Estaba tendida en la cama de un hospital, convaleciente de una herida de metralla que le había rozado una pierna. Ella era mi paciente y yo su médico. Y no sé por qué estábamos hablando de Luis. Me lo habían presentado aquella tarde. Tenía un par de años más que ella. Me había saludado sonriente con un apretón de manos contundente y sincero. Me cayó bien hasta que me enteré de que pretendía a mi chica. Bueno, me seguía cayendo bien. Se le veía muy buen tipo y deseaba con todas mis fuerzas que regresara sano y salvo. Necesitaríamos tipos como él para reconstruir lo que quedara del país. Lo único que tenía que hacer es que  Celia cambiara la forma de mirarle a él y de mirarme a mí.

-          Tú ahora de lo único que te tienes que preocupar es de recuperarte pronto y seguir mis instrucciones ¿de acuerdo? –le dije con tono de médico levantándome de la silla -. Verás como Luis está bien y volverá. Es un chico listo. Sabrá cuidarse.

-          ¿Tú crees, Ignacio? –me preguntó mirándome-. Dios mío, cuándo acabará esta maldita guerra.

-          No creo que dure mucho más. Pero mientras dure, necesito ayuda. El hospital y los heridos necesitan ayuda. Marita va a empezar en un par de días. No es médico ni enfermera pero toda ayuda es bienvenida.

-          Pero ¿ha podido prepararse?

-          No, imposible, no hay tiempo para eso. Aprenderá sobre la marcha porque tiene ganas de aprender, de ayudar y no le tiene miedo a la sangre.

-          Yo tampoco tengo miedo –exclamó incorporándose un poco.

Seguí mirándola. Tenía ganas de acariciar su melena ondulada, de abrazarla, de estrecharla muy fuerte. Pero no podía hacerlo. Era mi paciente y yo su médico, era la amiga de mi hermana pequeña y yo el hermano mayor de su amiga.

-          Entonces necesitamos que te recuperes cuanto antes. ¿Te gustaría ayudarme a preparar las vendas, a tener listo el material, acompañarme en las rondas? –yo hablaba rápido, se me acababa de ocurrir.

-          ¿Trabajaría contigo? –preguntó muy seria, mirándome fijamente con sus ojos verdes.

-          Sí, bueno, es decir… si tú quieres. También puedes ayudar a otros médicos, si prefieres, claro –respondí tartamudeando un poco como si fuera un adolescente bobo.

Celia sonrió. Por primera vez en el día sonrió. Bajó un poco los ojos.

-          Si es contigo, sí. Claro que quiero. Pero contigo… Y con Marita, claro –añadió poniéndose un poco roja. ¿Se había puesto roja?

-          Y con Marita, claro. Menudo equipo vamos a formar.

-          Entonces me recuperaré muy rápido.

Yo también sonreí. Sonreí porque ella había encontrado un motivo para restablecerse y yo un motivo para seguir sacando fuerzas de donde a veces pensaba que ya no quedaban. Luis volvería, estaba seguro y esperaba que así fuera. Quedaba muy poco para que todo acabara. Sólo tenía que conseguir que ella me mirara de otra manera. O quizás ya había empezado a hacerlo. Se había puesto un poco roja ¿no? Sí, un poco sí.

Y salí de la habitación sintiendo la misma felicidad que aquella tarde de octubre. Recogeríamos los añicos juntos.



Noviembre 2018


sábado, 3 de noviembre de 2018

UNA FOTO EN SEPIA


Se había criado entre historias y anécdotas de la guerra. Recordaba con claridad esos relatos de su infancia: cómo su abuelo el médico había salvado la vida a Hemingway, aunque él la había perdido después en el bombardeo de su casa y una de sus hijas –una niña todavía- había removido con sus propias manos los escombros hasta hallar el cadáver de su padre. Y cómo lo habían perdido todo cuando la casa se vino abajo, sepultando para siempre la vida que habían conocido. O cómo otro tío, que se paseaba por la calle Mayor luciendo una camisa azul, había conseguido huir de los anarquistas que le perseguían, en un trayecto lleno de vicisitudes a través de las montañas hasta llegar a Andorra. Y antes que eso, el bisabuelo que regresó de Cuba con un cofre lleno de monedas de oro. Y el otro bisabuelo que obligó a punta de pistola al pretendiente de su hija a que se presentara en la iglesia y dijera sí quiero, aunque no quería.  

A veces les visitaba el hermano de su abuela, el principal protagonista de esas historias. Siempre le había asustado un poco ese gigante de voz atronadora. Pero su deseo de saber era más fuerte y conseguía vencer su miedo y se quedaba en una esquina del inmenso salón. Se sentaba en la mesa camilla con los pies bajo el mantel grueso, que ocultaba un brasero. Así, rodeada de la familia y con los pies calentitos, se sentía irremediablemente atraída por las historias de su tío abuelo. Nunca se atrevió a preguntarle nada, aunque le habría gustado conocer más detalles pero cualquiera se atrevía.

-          Era muy guapo. Se parecía a José Antonio ¿sabes? –le dijo una vez su madre, después de una de sus visitas-. Era alto, moreno y llevaba el pelo peinado hacia atrás, engominado y reluciente. Las chicas se lo rifaban.

Le costaba creer que una chica se hubiera acercado voluntariamente a aquel gigante. Pero si su madre lo decía, sería verdad, claro. Sonrió con melancolía. Aquellas reuniones familiares fueron menguando. Muchos de los protagonistas de aquellas historias habían muerto hacía ya unos cuantos años. Su mirada fue vagando por el salón, hasta detenerse en el rincón donde había estado la mesa camilla con el brasero. Hacía tiempo que ya no estaba. En su lugar, un radiador eléctrico ayudaba a calentar el salón. Un salón que ya no le parecía tan grande, aunque el techo seguía siendo igual de alto. Lo que sí seguía en el mismo sitio era el mueble oscuro, de caoba brillante, con unos tiradores dorados. Se desperezó, estiró la espalda, movió la cabeza a los lados y se incorporó del sillón.

Desde la cocina, al fondo de la casa, llegaban amortiguados sonidos de platos y la voz de su hermana que tarareaba una canción mientras preparaba la cena.

-          Hace mucho que no abro estos cajones –dijo en voz alta, rozando con suavidad los tiradores.

Sabía que debía ir a ayudar a su hermana pero de pronto sintió deseos de rebuscar en el pasado. Tiró del primer cajón, que se abrió con suavidad. Un montón de papeles llenos de polvo esperaban a que alguien se decidiera a clasificarlos.

-          Ufff, mejor otro día –murmuró para sí, volviéndolo a cerrar-. Tengo que dedicar una tarde a poner un poco de orden.

Siguió abriendo cajones: cartas amarillentas, trozos de porcelana, botones, una figurita rota, algunos retales, una caja pequeña de costura… Se sentó en el suelo para abrir el último cajón que se resistía. Algo se había quedado encajado. Después de forcejear unos minutos y, cuando ya estaba a punto de darse por vencida, con un golpe seco consiguió abrirlo. Un álbum de fotos salió disparado y cayó junto a sus pies. Era antiguo, verde, de piel. No lo había visto antes. Y allí sentada, frente al mueble de caoba, empezó a pasar las páginas con curiosidad.

Eran fotos en blanco y negro, en tonos sepia más bien, de gente que no conocía. Personas elegantes arregladas para una sesión fotográfica, un grupo de colegiales sonrientes que rodeaban a un sacerdote con sotana, un bebé regordete lleno de puntillas, un hombre vestido con traje militar, una criada con un delantal blanco empujando un cochecito, una comida en el campo… Rostros anónimos que le miraban desde el pasado. De vez en cuando, algún rótulo daba alguna pista sobre su identidad pero la mayoría eran desconocidos, cada uno con su historia, sus ilusiones, sus decepciones.

Una voz a su espalda la sobresaltó.

-          Sol, ya está la cena. Perdón, te he asustado –dijo su hermana asomando por la puerta del salón.

-          Sí, me has asustado. No te preocupes. Estaba muy lejos.

-          Pero qué haces ahí sentada. El suelo está frío –dijo acercándose.

-          Ven, mira lo que he encontrado. ¡Un auténtico tesoro! –exclamó señalando el viejo álbum.

-          ¿No me digas que has encontrado el cofre de monedas de oro del bisabuelo? –rió su hermana-. Nos irían muy bien.

-          Son fotos de la familia. Bueno, supongo que son de la familia, porque no reconozco a nadie.

Y allí, las dos hermanas sentadas en el suelo junto al viejo mueble de caoba, siguieron pasando las páginas, imaginando las historias de sus antepasados. Hasta que llegaron a la última página, en la que había una única foto desde la que sonreían dos jóvenes.

-          ¡Este es el tío abuelo! El que huyó a Andorra por las montañas –exclamó Sol.

-          A ver… Sí, podría ser él –dijo su hermana cogiendo el álbum y acercándoselo a los ojos-. Y esta chica tan guapa quién es.

-          Su novia ¿no? Porque se dan la mano. Se les ve muy felices.

-          Pero el tío nunca se casó.

Las dos hermanas se miraron unos instantes y volvieron a fijarse en la foto.

-          ¿Algún secreto de familia? –preguntó Sol encogiendo los hombros.

-          ¿Sabes qué te digo? Que si a mí alguna vez me miraran así, un hombre así, no lo habría dejado escapar por nada.

-          ¿Pues sabes que te digo yo? Que aunque no se casaran, si lograron compartir esa felicidad, aunque fuera poco tiempo, su vida valió la pena.

-          Ya estás con tus películas… Anda, vamos a la cocina que se enfría la cena.

-          Sí, tienes razón- concedió Sol incorporándose lentamente y dejando con cuidado el álbum en el último cajón-. Pero luego volvemos y seguimos buscando por el mueble. A lo mejor encontramos algo interesante.

Su hermana, desde el suelo, se quedó mirándola fijamente en silencio unos instantes.

-          ¿Qué? –rió Sol nerviosa.

-          Ya sabes que soy un poco bruja… Te va a pasar. Dentro de poco te van a mirar así.

Sol sacudió la cabeza entre risas.

-          ¿Quién es la que se monta aquí películas?

Tiró del brazo de su hermana hasta que se levantó y, sin dejar de sacudir la cabeza, salió del salón. Ella le siguió y susurró enigmática: «Verás que sí. Nunca fallo».



Noviembre 2018


sábado, 20 de octubre de 2018

POR UNA MIRADA, UN MUNDO



Es una preciosa mañana de primavera. El sol brilla y sonrío feliz. Me asomo a la ventana. La verdad es que es otoño y el cielo se ha nublado, aunque distingo un rayo de sol que intenta abrirse paso entre las nubes. Da igual. Para mí ese rayo inunda de luz radiante esta mañana que hasta hace un rato era gris. Los pájaros cantan y revolotean entusiasmados. Bueno, quizás ese sonido sea más bien un trueno que retumba a lo lejos. Da igual. Me llega como un canto exquisito, como una sinfonía maravillosa. Me invade el deseo de unirme a esa melodía y de abrazar. Lleno mis pulmones del aire fresco de la mañana y extiendo mis brazos, queriendo recoger en un gran abrazo a todo el que quiera ser abrazado. Y doy vueltas por la habitación, con los brazos extendidos, cantando lo primero que se me pasa por la cabeza. Me paro, cierro los ojos y me vienen a la mente esas palabras del poeta:

Hoy los cielos y la tierra me sonríen.

Hoy llega al fondo de mi alma el sol.

Hoy la he visto… La he visto y me ha mirado.

¡Hoy creo en Dios!


Y es en este momento cuando, por fin, entiendo lo que quiso decir Bécquer.

Abro los ojos. Diría que lentamente, que quedaría muy poético, pero no puede ser porque por muy despacio que los abras tardas un segundo más que en abrirlos deprisa ¿no? El caso es que tengo los ojos abiertos. Me subo a la silla y estiro el brazo, al último estante. Mis dedos se deslizan con rapidez por los lomos de los libros del último estante, esos llenos de polvo a los que nunca llega el trapo el día que toca limpieza. Y allí está, con su escueto lomo negro sobre el que resaltan unas palabras en blanco. Tiro de él y con avidez me voy al índice. Setenta y seis rimas. No la encuentro. Y todavía subida a la silla, vuelvo al principio y voy leyendo pausadamente los títulos. ¡Y la encuentro! Leo las frases que escribió el poeta, demasiado deprisa. Me bajo de la silla y allí, en pie, en el centro de mi habitación, vuelvo a leer, ahora en voz alta, muy despacio, esas frases sencillas y magníficas. Miro por la ventana y sigo viendo el sol de esta mañana radiante de primavera, aunque ha empezado a llover.

-          ¡Ahora te entiendo! –le digo al libro-. A ver, que te había entendido cuando lo leí en el cole, pero… ¿cómo explicarlo? No es que lo entienda, es que sé. Sé con certeza lo que sentías.

Y vencida por la emoción, con el libro entre las manos, me siento en el suelo.


Por una mirada, un mundo;

Por una sonrisa, un cielo…


Tan sencillo y tan profundo a la vez. Me invade una gran paz. He encontrado las palabras que reflejan lo que quería expresar y no encontraba cómo. Las palabras que alguien escribió hace… ¿cuánto? Unos ciento cincuenta años… ¿Se habría imaginado el poeta que tantos años después le seguiríamos leyendo?

Y tú no lo sabrás. De ningún modo lo imaginarías. Pero a mí me vale. Me lo guardo para mí y quizás algún día, quién sabe, quizás algún día mi pupila se clave en tu pupila y tú también lo entiendas. Y lo sepas.



Octubre 2018

domingo, 30 de septiembre de 2018

LA CREMA EN LA ESPALDA



Hoy tengo el día tonto. Tumbada en la arena, contemplo el mar. La tarde va cayendo hasta quedar cubierta por una preciosa puesta de sol de un verano que se resiste a marchar. Y poco a poco tu sonrisa y el brillo de tus ojos se han mezclado con las luces rojizas del atardecer. Echo de menos tus caricias. Echo de menos tu compañía. De pronto he recordado cuando me giraba y te encontraba a mi lado. Siempre estabas ahí y me mirabas y sonreías. Y yo te devolvía feliz mi sonrisa.

Pero entonces me he acordado de aquella amiga a la que su marido en castigo a su tremenda osadía de pasar un fin de semana conmigo, se llevó a los niños un domingo de excursión y no regresaron a casa hasta la medianoche, a pesar de que eran pequeños y a partir de las ocho de la tarde ansiaban su casa y su cama porque al día siguiente había cole.

O aquella otra amiga que su novio le montó un numerito de esos inolvidables en mitad de la calle, levantándole la voz y poniéndose agresivo. Humillándola ante todo el que pasaba por allí.

O aquel otro que no paraba de llamarla a todas horas para controlar lo que hacía en cualquier momento del día. Y no puedo evitar recordar al marido de esa amiga que todos los días llega a casa a las nueve de la noche, si no más tarde, cuando los niños ya están bañaditos y acostados y no dan guerra. Te apañas tú solita con los cinco.

Y la que no para de llorar desde que se ha enterado de que su encantador de serpientes, ese que le prometía la luna, se le había olvidado contarle el pequeño detalle de la existencia de una esposa y dos hijos.

Y contemplando la belleza de los últimos rayos de sol, intento ser positiva y me esfuerzo en identificar alguna pareja que envidie… Pienso… Entorno los ojos… Me concentro, de verdad que lo hago…. No puede ser… alguien tiene que haber.

¡Pero qué carajo les pasa a los hombres de hoy en día! Por más que me esfuerzo, a mi mente sólo llegan imágenes de parejas del pasado. Recuerdo a mi tía Marita, que enviudó demasiado pronto y sólo cuenta cosas bonitas de su marido. A mi vecina del tercero, que todavía le da la mano con cariño a su marido cuando salen a pasear cada tarde. Me vienen imágenes de esos hombres ideales de las películas de los años cincuenta. Bueno, eso era cine, así que no vale… o quizás sí, porque mostraban unos valores y unos modelos que, supongo, reflejarían en cierto modo la sociedad de entonces.

Y pienso en lo bien que estoy. Nadie me controla, nadie me presiona, nadie me humilla, nadie me trata sin respeto. Nadie me hace sufrir. Suspiro mientras me voy incorporando con pereza de la arena y, sin apartar los ojos del horizonte, donde se van mezclando el mar y los rayos del sol, empiezo a recoger todos los objetos que han quedado desperdigados alrededor de la toalla. Unas gafas, un libro, una botella, un bote de crema… Pienso en mis pobres amigas y en lo bien que estoy yo, aunque no haya nadie que me ponga crema en la espalda. Empiezo a notar una molestia, un picor molesto justo entre los omoplatos. Me he vuelto a quemar. ¡Otra vez! Siempre ahí. Miro alrededor. Nadie que me ponga el «aftersun». Sacudo con fuerza la toalla. Pues nada, a aguantar la quemadura. Mañana se pasa. Y encantada de la vida, con mi quemadura en la espalda, echo a caminar por la orilla. He avisado al principio, que tenía el día tonto. Demasiado sol quizás. Pues eso.

Septiembre 2018


viernes, 7 de septiembre de 2018

SI TÚ ME DICES VEN


-          Si tú me dices ven, lo dejo todo.

-          Menos lobos, caperucita.

-          Estoy intentando ser romántico.

-          Ya –es mi respuesta escueta, mientras por primera vez alzo levemente los ojos del periódico.

Ahora es él quien baja la mirada. Le observo un par de segundos más y vuelvo a concentrarme en la lectura de las desgracias diarias. Se revuelve en el sillón, se aclara la garganta.

-          Sigues enfadada ¿verdad?

Ahora doblo con cuidado el periódico y focalizo mi atención en él.

-          ¿Tú qué crees? Vamos, que tampoco hace falta ser un lince, digo yo.

-          No me gusta cuando te pones sarcástica.

-          Pues es lo que hay.

-          A ver, cariño, que te he pedido perdón mil veces.

-          ¿Mil? –exclamo con los ojos a punto de salirse de las órbitas.

-          Bueno… Diez por lo menos sí.

-          Pues es que a lo mejor tienes que llegar a mil para que te perdone –disparo en plan desagradable.

Resopla. Se lleva una mano a la cabeza y se retira el cabello que le cae sobre los ojos. Esos ojos oscuros como la noche que han perdido el brillo. Y, aun así, siguen ejerciendo sobre mí el mismo efecto que cuando lo conocí hace unos años. Mi estómago se contrae ante su mirada penetrante. Yo disimulo, claro. Voy de dura.

Nos seguimos mirando. Entorno los ojos y aprieto los labios. Entonces, sin dejar de mirarme, comienza a cantar en un susurro.

-          Si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis momentos más ocultos, también te los daré. Mis secretos que son pocos…

-          ¿Pocos secretos? –salto interrumpiéndolo.- ¿Pocos secretos? Creo que ahí es donde está el problema. Que tú sigues haciendo tu vida como si fueras soltero.

-          No es verdad. ¿Por qué dices eso? –me pregunta con aspecto de estar extrañado.

Me deja sin palabras. Parece extrañado de verdad. Si partimos de premisas diferentes, es imposible alcanzar un acuerdo. Pero eso no se lo digo. ¿Me habré vuelto paranoica?

-          Ya, y ahora es cuando me vas a decir que me he vuelto paranoica ¿no?

-          No, no se me ha pasado por la cabeza.


Nuevo silencio. Ahora la que se revuelve incómoda soy yo, así que opto por levantarme para alejarme de su mirada escrutiñadora. Para hacer algo, dejo el periódico sobre la mesa y comienzo a ordenar el montón de papeles que hemos ido acumulando a lo largo  de la mesa. Él retoma la canción donde la dejó.

-          Mis secretos que son pocos, serán tuyos también -se interrumpe-. ¿Qué es lo que quieres saber?

Yo sigo haciendo ver que ordeno papeles y no respondo. Noto que su mirada penetrante se clava en mi espalda. Levanto la mirada y busco el punto más alejado del salón. Me dirijo con decisión a la librería y apoyo las manos sobre un estante, como si fuera una tabla de salvación. Y vuelve a cantar, ahora ya con más potencia. Siempre ha tenido una voz bonita y en las fiestas familiares a menudo se anima a regalarnos una de sus divertidas imitaciones.

Está tarareando la música. La noto cada vez más cercana. Se ha debido de poner en pie. Nerviosa, voy pasando el dedo índice por los lomos de los libros.

-          ¿No sabrás dónde está el de Bécquer? No sé, me apetece releer una leyenda.

De repente sus labios rozan mi cuello. «Si tú me dices ven, todo cambiará». Coge con suavidad mi cintura por detrás y apoya la cabeza sobre mi hombro. «Si tú me dices ven, habrá felicidad». Cierro los ojos y me dejo mecer por la melodía. «Si tú me dices ven».

-          ¿Sabes? –digo en un susurro-. Creo que no me vas a tener que pedir perdón otras 990 veces.

-          ….llorar contigo será mi salvación…

-          Pero no te vuelvas a olvidar de comprar el café… por favor.


Me giro y mis brazos envuelven su cuello. Él sigue cantando mientras damos vueltas y más vueltas por el salón al compás de Los Panchos.



Septiembre 2018

viernes, 31 de agosto de 2018

LA NIEBLA, UN CIGARRILLO Y MIS TIRABUZONES



Era la mañana de Reyes. Como todos los años, habíamos ido temprano a misa para no faltar a lo que se había convertido en una tradición desde hacía ya un tiempo. Una niebla  cubría los campos escarchados y no se veía a más de un metro, pero mi padre conocía el camino de memoria. Siempre era capaz de orientarse a través de la niebla –la boira plorona, como la llamamos en Lérida-, por muy espesa que fuera. Este año no era de los peores. Parecía que por fin el efecto invernadero -consecuencia de las bombas caídas sobre la ciudad- empezaba a disiparse. Agarré fuerte la mano de mi padre. Con él a mi lado habría sido capaz de desafiar todas las boiras del mundo. El frío era muy intenso y notaba cómo penetraba en mis huesos.

Antes de salir de casa, mi madre me había atado las botas, mientras yo me abrochaba el abrigo y me ponía los guantes, y me había envuelto en una gruesa bufanda. Ella y mi hermana no venían nunca a la comida de Reyes. No encontraban sentido a desafiar ese frío que todo lo envolvía. En cambio, a mí me encantaba. Era un día especial. Mi padre y yo, cogidos de la mano, atravesando la ciudad a paso ligero hasta llegar a sus límites y adentrándonos en los campos que la rodeaban. Y así, cantando villancicos llegábamos hasta la torre del Manel, su amigo de la infancia.

Aquel año fue cuando lo vi por primera vez. El último edificio de la ciudad era un cuartel militar. Al pasar junto a la entrada, un joven nos saludó afablemente. El humo del cigarrillo se mezclaba con el vaho de su respiración. Había debido de salir sólo un momento porque llevaba el abrigo desabrochado. Y por eso pude entrever su camisa azul. Mi padre movió levemente la cabeza a modo de saludo. Los recuerdos de la guerra estaban todavía demasiado recientes. Sólo habían pasado doce años, exactamente los que yo tenía. Y mi padre sobrellevaba como podía sus heridas, las de la metralla y las del alma. Aligeró el paso.

Yo me di la vuelta, a la vez que intentaba acompasar mis pasos a los suyos, y el joven de la camisa azul saludó con la mano y me sonrió. Yo también le sonreí, pero poco porque mi padre no había sonreído, así que a lo mejor no tocaba sonreír. Di un traspié y los brazos fuertes de mi padre impidieron que cayera.

-          Nena, cuidado. Que el suelo resbala, ya sabes.

-          Sí, papá. No te preocupes –dije sin volver a darme la vuelta.

Continuamos nuestro camino a través del manto blanco en que se había convertido el campo.

-          ¡Ya estamos! –exclamó ilusionado señalando una casa que se adivinaba a través de la niebla.

Esbocé una gran sonrisa imaginando la humeante y deliciosa escudella que nos estaría  esperando junto a la chimenea. El portón se abrió y de súbito me vi envuelta por el calor y los abrazos de oso del Manel y su mujer.

No lo volví a ver hasta más de un año después. Al principio del verano mi padre y yo volvimos a recorrer la distancia que separaba nuestra casa de la torre, pero esta vez nos rodeaban todos los colores de la naturaleza. Atrás quedaba el blanco monótono que parecía envolverlo todo en invierno. Acababa de cumplir catorce años y nuestros amigos deseaban obsequiarme con una comida de esas que sólo Rosa era capaz de hacer. Cuando nos acercábamos al cuartel no pude evitar dirigir mi mirada hacia la entrada. También lo había hecho unos meses antes, el día de Reyes, pero en aquella ocasión no lo vi. De repente el corazón me empezó a latir con fuerza. Un joven se apoyaba contra el muro encendiendo un cigarrillo, igual que aquella vez. Pasamos junto a él y alzó la cabeza. Volvió a saludarnos con una sonrisa.

-          Buenos días.

-          Buenos días –respondió mi padre. Esta vez no se limitó a mover la cabeza. La alegría del verano, supongo, y además sus heridas habían cicatrizado.

Sí, era él. Más moreno y no llevaba una camisa azul, pero era él. No me podía reconocer, claro. El año pasado yo iba envuelta en una bufanda que aprisionaba mis tirabuzones, de los que me sentía tan orgullosa. Mi hermana y mis amigas tenían que ponerse bigudíes para lograr que los mechones de cabello se enroscaran. Yo en cambio apenas tenía que hacer nada. Mi cabello se ondulaba naturalmente y sin ningún esfuerzo conseguía el peinado de moda. De manera inconsciente agité con suavidad la cabeza y mis tirabuzones se movieron graciosamente. O al menos esa debió de ser mi intención. Y creo que lo conseguí. El chico del cigarrillo me miró y volvió a sonreír.

Noté que mis mejillas se acaloraban y bajé la mirada. Seguro que me había puesto roja y en esta ocasión no tenía una bufanda tras la que esconderme. Instintivamente me acerqué más a mi padre y seguí caminando un poco más rápido.

-          Tienes prisa por llegar ¿verdad? ¡A ver qué sorpresa te ha preparado Rosa!

Asentí sin atreverme a bajar la marcha. A nuestras espaldas sonó su voz recia.

-          ¡Que pasen un buen día!

-          Igualmente, soldado –contestó mi padre girándose sin llegar a detenerse -. Qué joven tan agradable.

Me atreví a volver la cabeza y él saludó con la mano. Nuestras miradas se cruzaron un instante hasta que volví a tropezar. Y mi padre volvió a agarrarme del brazo.

-          Nena, siempre te pasa lo mismo aquí –me dijo extrañado.

-          Sí, no sé… -conseguí balbucear.

Y sin más emociones llegamos a la torre, rodeada de árboles frutales, ya a punto de la cosecha.

De vez en cuando, en mis sueños adolescentes, se aparecía el rostro del soldado. Y fantaseaba imaginando que nos cruzábamos en la calle Mayor, que yo recorría arriba y abajo con mis amigas. Y en lo que hablaríamos. A veces imaginaba que me reconocía, otras que no, y así me iba inventando historias. Pero nunca me lo crucé. No sé si lo habría reconocido sin uniforme… Sí, seguro que sí. Habría reconocido sus ojos oscuros.

Mi padre y yo nos mantuvimos fieles a la cita con Rosa y Manel. Y todos los años miraba con emoción la puerta del cuartel. Pero no lo volví a ver. Su rostro se fue volviendo difuso y otros ojos se convirtieron en los protagonistas de mis historias. Hasta el día que cumplí dieciocho años. Me reuní con mis amigas en una chocolatería próxima a la calle Mayor. Había abierto hacía unos pocos meses. Era muy elegante, con sus mesas de mármol blanco y unas sillas de hierro con el respaldo labrado. La camarera, una joven guapa con un delantal también blanco inmaculado y lleno de puntillas, acababa de tomar nota y esperábamos impacientes los melindros y el chocolate. Nos habían asegurado que era el mejor de la ciudad. Estábamos charlando animadamente y riéndonos de la última ocurrencia de mi amiga Meli. La miré con cariño, a ella y a las otras siete caras sonrientes. Llevábamos juntas toda una vida, desde que comenzamos a compartir pupitre en el colegio. Las nueve éramos inseparables. Pero ese grupo compacto estaba a punto de separarse. En unos pocos meses tres de nosotras nos trasladaríamos a Barcelona para estudiar en la universidad, Meli se iba a casar y Carmen se marchaba a vivir a Madrid. Pero yo estaba segura de que seguiríamos siendo amigas. Y hasta que llegara el momento de la separación nos habíamos propuesto disfrutar al máximo de nuestra compañía. Por delante teníamos un verano repleto de planes y de fiestas.

Y en el momento de mayor alboroto se abrió la puerta de la chocolatería. Entraron dos parejas. Uno de los hombres me llamó la atención porque me resultaba vagamente familiar. Entonces se me paró el corazón. Nos miramos y nos reconocimos. Yo ya no llevaba mis tirabuzones. Con ocasión de mi cumpleaños me había recogido el pelo en un elegante moño italiano. Pero aun así me reconoció. Los cuatro recién llegados se acomodaron en una mesa pero él, sin llegar a sentarse, se dirigió hacia nosotras. Mi corazón volvió a la vida con más fuerza que nunca. Se detuvo junto a nuestra mesa y el alboroto cesó.

-          Buenas tardes, señoritas –saludó con su voz recia y bien modulada.

Nueve pares de ojos sorprendidos se clavaron en el joven apuesto.

-          Volvemos a encontrarnos –dijo mirándome.

Sólo fui capaz de esbozar una tímida sonrisa.

-          ¿Cómo sigue su padre?

-          Muy bien, muchas gracias –acerté a decir en un hilo de voz.

-          Me alegro mucho. Salúdele de mi parte, por favor.

En ese momento llegaron dos camareras sosteniendo unas bandejas con las jícaras de chocolate y unas tazas de loza blanca.

-          Les dejo que disfruten del chocolate. Me han dicho que es excelente –y se llevó la mano al sombrero.

La cara de mis amigas era un poema. Casi a la vez me asaltaron con sus preguntas: «¿Quién es?» «Qué chico tan apuesto». «Qué calladito te lo tenías ¿no?» «¡Cuenta, cuenta!». Ya repuesta de la sorpresa, conseguí contarles la historia. Lo poco que había que contar. El resto de la merienda discurrió entre risas y miradas disimuladas de las nueve hacia la mesa de los cuatro.

-          ¿Será su novia? –preguntó Carmen.

-          Seguro que sí. Pero a mí no me gusta nada, tú vales mucho más –dijo Meli.

-          A ver, chicas, que no es nada mío. Que lo que os he contado es una tontería.

-          ¡Pero te ha reconocido! Tantos años después. Eso es una señal, te lo digo yo –sentenció Cristina.

De repente, para mi horror, que nunca me ha gustado nada llamar la atención, mis ocho amigas se miraron, se hicieron una señal y comenzaron a cantar el cumpleaños feliz. Cantaban en un tono bajo, pero suficiente para que los comensales de las mesas de alrededor me miraran y me desearan mucha felicidad. Cuando volví a mirar hacia la mesa de los cuatro, el joven apuesto no estaba. Me invadió el desánimo. ¡Se había ido sin que yo me diera cuenta y sin despedirse! Intenté disimular mi decepción prestando atención a la conversación. Hasta que volvió a abrirse la puerta de la chocolatería. Y allí estaba él. Con paso decidido se dirigió otra vez hacia nuestra mesa. Se detuvo junto a mí.

-          Para usted, señorita. Muchas felicidades –dijo mostrando una rosa blanca.

Aturdida, miré la rosa y le miré a él.

-          Blanca –dijo Meli pegándome un codazo-. ¿No vas a cogerla?

-          Sí, claro –alargué la mano y la cogí-. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. Es preciosa.

-          Por cierto, me llamo Miguel Blanch.

-          Soy Blanca Mayo.

-          Señorita Blanca Mayo, ¿dónde podría tener el placer de volver a saludar a su padre?


Fue Meli la que habló.


-          El padre de Blanca es el dueño del establecimiento de tejidos que está al final de la calle Mayor, junto al río. Seguro que lo conoce.

-          Sí, sé dónde es. Dígale por favor a su padre que pasaré a saludarle esta semana. Señoritas, ha sido un placer conocerlas y espero que nos volvamos a ver pronto.

Y con estas palabras regresó a su mesa y a los pocos minutos los cuatro abandonaron el local. Ni qué decir tiene que el tema de conversación del resto de la merienda giró en torno a este episodio inaudito. Risas, cuchicheos, abrazos, planes… No tuvo que pasar una semana. Ni siquiera un día. Esa misma tarde, Miguel se presentó en la tienda de mi padre.



Agosto 2018