domingo, 1 de noviembre de 2020

ESTUPENDO, ¿ALGO MÁS? (II)

 


-          ¿Que le has dicho qué? –exclamó, deteniéndose en seco en la puerta de la iglesia.

-          Lara, no te pares aquí que estás atascando la salida -dijo su amigo, tirando de su brazo con suavidad.  

Avanzaron unos pocos pasos, los suficientes para que la gente que iba detrás pudiera salir del templo. Lara se volvió a detener y se giró hecha una furia a Javier. Estaba claro que la celebración no había conseguido serenarla. Había pensado que sí, pero evidentemente no era así.

-          ¿Me lo puedes repetir, por favor, que a lo mejor no te he entendido ben?

-          He invitado a Ignacio a que se una a nosotros a cenar ahora. Me has oído perfectamente. ¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó extrañado.

-          Pues… pues… que no me apetece que venga y ya está.

-          Yo pensaba que Ignacio te caía bien.

-          Me cae fatal –replicó con sequedad.

-          Pues lo siento, ya me lo contarás otro día porque me he debido de perder algún capítulo y por ahí viene, con Luis. Ya no se puede arreglar.

Miró hacia donde le señalaba y, efectivamente, ambos se acercaban charlando en voz baja. Lara les miró, sintió un nudo en el estómago y tomó una decisión.

-          Claro que tiene arreglo. Yo me voy. Despídeme de Luis.

Javier la agarró del brazo.

-          Pero ¿cómo que te vas?

No pudo continuar porque en ese momento llegaron junto a ellos.

-          Larita, ¿cómo estás? –preguntó Luis apretándole cariñosamente la mano.

-          Pues fíjate que no me encuentro muy bien. Serán los nervios, el disgusto… Me voy a ir a casa. Nos vemos otro día ¿de acuerdo? –respondió con voz lastimera.

-          Pero si hace tiempo que no nos vemos y habíamos quedado en que después del funeral nos íbamos a cenar. Además, Ignacio se viene también. La de años que han pasado, tío –exclamó golpeándole amistosamente el hombro-. Venga, Larita, una cerveza y se te pasa. Ahora no te puedes ir sola a casa.

-          Te lo agradezco, pero no insistas.

-          Que te va a entrar una pena horrible. Te vienes por lo menos a una caña y si no se te pasa, pues te vas. Vamos –dijo pasándole un brazo por los hombros y haciendo un gesto a los otros dos con la cabeza-. Además, Bego me ha dicho que hoy no tenga prisa en volver y que los niños estaban muy tranquilos. Así que hay que aprovechar.

Ignacio había observado la escena en silencio. Se había limitado a arquear una ceja, con ese gesto tan característico suyo, que había sido la causa de que a Lara se le hiciera otro nudo más en el estómago. Lara y Luis abrían la marcha, seguidos por Ignacio y Javier. Se sentía en desventaja, como observada desde atrás, pero decidió que lo mejor era no montar una escena ni dar a entender que volver a verle le había afectado tanto. A ver, que tampoco era para tanto. Sólo que no se lo esperaba y este tipo de sorpresas necesitan unos minutos para asimilarlas. Además, que ya eres mayorcita, una mujer de mundo y de mediana edad, chica. Como por arte de magia, el nudo desapareció y se sintió mucho más relajada, del todo. Bueno, casi.

Llegaron a un bar que tenía un par de mesas libres en la terraza y, aunque no lo conocían, tenía buena pinta y decidieron que no era necesario buscar más. Se sentaron y el camarero acudió enseguida con una libreta en la mano.

-          ¿Cañas? –preguntó Javier, a la vez que todos movían la cabeza asintiendo-. Y tráiganos la carta, por favor, que algo picaremos.

Los chicos comenzaron a hablar. Se lanzaban preguntas, respondían al mismo tiempo, interrumpiéndose, como queriendo ponerse al día cuanto antes. Como queriendo  recuperar el tiempo perdido y retomando una amistad interrumpida por la vida. No había pasado nada, simplemente la presencia de Ignacio se había ido reduciendo hasta desaparecer. Pero había vuelto y Javier y Luis retomaban una conversación interrumpida por los años con toda la naturalidad del mundo. Lara les observaba sin intervenir. Se había acomodado en su silla con la caña en una mano y un puñado de cacahuetes en la otra, como si estuviera en el cine. De vez en cuando sonreía y movía la cabeza al recordar alguna de las batallitas que aparecían en el curso de la conversación. En casi todas ellas estaba presente Enrique, el amigo al que acababan de despedir, el amigo que se había ido demasiado pronto para siempre. Hasta que el camarero llegó con un plato de bravas y otro de aceitunas y rompió la magia.

-          Estás muy callada –dijo Luis.

-          Os escucho. Me gusta escucharos. Y me gustan los cacahuetes –replicó llevándose un par a la boca-. Javier ¿y tus niños cómo están? Hace un montón que no los veo.

-          De niños nada. El mayor ya es más alto que yo. Están con el pavo, pero para ser adolescentes, son bastante llevaderos –sonrió llevándose el vaso a los labios-. Oye, qué bien tiran aquí la cerveza. Esto hay que repetirlo más a menudo.

-          Brindo por eso –exclamó Luis y los cuatro levantaron los vasos.

Ignacio tomó entonces la palabra, mirando directamente a Lara, y disparó en tono irónico.

-          Y tus dos ángeles ¿bien?

-          Era una broma… Bueno, perdí un bebé al principio del embarazo, así que un ángel sí que tengo, no te mentía del todo.

-          Vaya, lo siento –murmuró incómodo, recolocándose en la silla.

-          Es la vida. Fue hace mucho –replicó encogiéndose de hombros.

-          ¿Y tú? ¿Tienes hijos? –preguntó Javier, rompiendo el silencio, un tanto incómodo, que había seguido.

-          No –respondió tajante-. Me habría gustado, pero no.

-          No te pega ser padre –dijo ella. Sus palabras sonaron más secamente de lo que había pretendido.

Él la miró dolido. Volvió a hacerse el silencio. Entonces empezó a sonar la música. Los primeros compases de un bolero sonaron desde un altavoz que colgaba de una columna, cerca de su mesa.

-          Este es conocido ¿no? Hace mil años que no escuchaba esta canción –exclamó Luis.

-          Se llama Perfidia –dijo Ignacio, mirándola fijamente.


Nadie comprende lo que sufro yo.

Canto, pues no puedo sollozar.

 

-          Es una canción muy antigua, de la época de nuestros padres, creo. Sin embargo, es curioso, me hace recordar nuestra juventud. No sé… Un tiempo perdido, que ya no volverá.

-          Vaya, Javier. No te conocía yo esa vena poética.

-          A veces soy un poco bruto, pero esta canción tiene algo que te remueve.

 

Mujer, si puedes tú con Dios hablar,

Pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar…

 

-          Javier tiene razón. Si os fijáis es como si nuestro mundo se estuviera desmoronando. Hace veinte, treinta años, éramos inseparables. ¿Y ahora? Hacía una eternidad que no nos veíamos, Enrique ya no está y tú casi le tienes que pedir permiso a tu mujer para que te deje salir con unos viejos amigos –Ignacio calló unos instantes, como buscando las palabras exactas-. A unos la vida le ha tratado mejor que a otros, pero estoy seguro de que ninguno ha visto sus sueños cumplidos.

-          Es cierto –intervino Luis-. Nuestro mundo ya no existe. Todo aquello por lo que luchábamos, lo que daba sentido a nuestra vida, ya no está.

-          Lo siento. No pretendía ser borde, no sé por qué lo he dicho. No es  lo que pienso. Perdóname- se disculpó Lara, casi sin atreverse a mirarle.

 Por toda respuesta, Ignacio tarareó la siguiente frase del bolero: Qué lejos estás de mí… y ella volvió a bajar la mirada y a concentrarse en dibujar con un dedo sobre la sal y los restos de cacahuetes que habían quedado sobre la mesa.


 -          De acuerdo, nuestro mundo se fue. Aunque si lo pensáis bien mientras podamos vernos y hablar de esa vida que compartimos, conseguiremos retener un poco más de tiempo ese mundo maravilloso que se nos escapa.

-          Javier, eres un optimista, pero creo que lo que dices no es descabellado.

Y levantando su vaso, Ignacio brindó por los retales de ese mundo que todavía sobrevivían. Otros tres vasos chocaron con fuerza al unísono contra el suyo y, esta vez, hasta Lara sonrió.

 

Noviembre 2020

 

 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

ESTUPENDO... ¿ALGO MÁS?

 

-          Me dijiste que te esperara.

-          Sí –asintió él escuetamente.

-          Pero no te he esperado.

-          No, ya veo que no.

Ella se pasó la mano, retirándose el cabello que le caía sobre la frente. Repitió el movimiento, mientras él no dejaba de observarla.

-          Siempre que estás nerviosa haces eso.

-          ¿El qué? –preguntó a la defensiva.

Se quedó mirándolo, con la mano inmóvil sobre la cabeza, pero al momento sus ojos se apartaron, incapaz de aguantar su mirada. Sentía que el corazón comenzaba a latir con más prisa de lo normal. Y él se iba a dar cuenta. Siempre se daba cuenta.

-          Lo de pasarte la mano por el pelo. Te ha crecido mucho, por cierto –murmuró a la vez que sacaba una pitillera plateada de la chaqueta.

-          Es que ha pasado mucho tiempo –replicó. Se miró la mano, como no sabiendo qué hacer con ella, y optó por meterla en el bolsillo del pantalón.

-          Antes lo llevabas más corto –dijo con un cigarrillo entre los labios-. Te queda bien.

-          Las cosas cambian. Las personas cambian –contestó sin mirarlo-. O no. Veo que sigues usando pitillera. Ya nadie la usa.

-          Yo sí. Yo no he cambiado.

-          Pues me alegro por ti.

Lara levantó la cabeza y miró alrededor, buscando al resto del grupo. Buscando un salvavidas.

-          Ya deberían estar aquí –dijo, después de un silencio incómodo.

-          ¿Quién?

-          Quién va a ser. Luis y Javier dijeron que vendrían, seguro. Me voy a buscarlos.

-          Ya vendrán. Tienen que pasar por aquí por fuerza. ¿O es que vuelves a huir?

Se giró bruscamente, con el corazón, ahora sí, completamente acelerado.

-          ¿Perdona? ¿Ahora vamos de víctima? –le soltó con rabia.

 Ya no estaba nerviosa, sólo sentía rabia. Sus ojos verdes se entornaron y esta vez no dudó en sostenerle la mirada. Allí lo tenía, delante de ella, erguido, como siempre impecable, con ese aire un tanto retro, como de película en blanco negro. Una mezcla de Cary Grant y de Humphrey Bogart. Los años le habían tratado bien. Conservaba su pelo oscuro y tupido, con algunas canas. Pero ella no se quedaba atrás. Había ganado en seguridad y la genética estaba de su parte. Instintivamente, echó los hombros hacia atrás y sacudió la cabeza, de modo que su melena castaña se movió suavemente, enmarcando un rostro en el que destacaban sus ojos grandes. Un rostro que, sin llegar a ser de una belleza arrebatadora, hacía girar más cabezas ahora que veinte años atrás.

 -          Lo que me faltaba. ¿El señor se siente abandonado? No me fastidies.

-          Antes eras más dulce –dijo sorprendido.

-          Antes era tonta. Gracias a Dios he madurado. ¿Algo más que quieras decir? Porque voy a entrar en la iglesia y preferiría llegar a un lugar sagrado con el alma en paz.

Por un instante, él no encontró las palabras. Y no le gustó experimentar esa sensación tan ajena. Pero enseguida se recompuso y disparó.

-          Cuando me enteré de que te casaste, seguí con mi vida. ¿Qué iba a hacer?

-          Estupendo. ¿Algo más?

-          ¿Tienes niños?

-          Sí, dos ángeles –respondió con una sonrisa sarcástica-. Bueno, pues ya que nos hemos puesto al día voy a entrar, porque la misa va a empezar y no es cuestión de llegar tarde al funeral de Enrique.

Siguió con la mirada cómo se perdía entre los grupos que se dirigían con prisa hacia el interior del templo.

-          Hombre, Ignacio. No sabía que ibas a venir –exclamó una voz a sus espaldas.

Se giró y automáticamente estrechó una mano tendida hacia él.

-          ¿Qué te pasa? Estás muy serio. Bueno ya, claro. Pobre Enrique… pero me alegro de verte. Ha pasado demasiado tiempo.

-          Yo también me alegro, a pesar de las circunstancias… Acabo de ver a Lara.

-          ¿Ya ha llegado? Pues entremos para sentarnos con ella. Javier ya debe de estar dentro.

-          Me preguntaba… ¿Cómo es que no la acompaña su marido? Enrique y Lara eran muy amigos.

Luis le miró extrañado.

-          ¿Su marido? Pues sí que ha pasado tiempo. Se separó hace años.

Volvió a quedarse sin palabras. Otra vez. Dio una última calada al cigarrillo y exhaló con fuerza, como si le acabaran de quitar una losa de encima. Aplastó la colilla a conciencia.

-          Después vamos a cenar algo, con Lara y Javier, y si se apunta algún conocido más. Para recordar batallitas de tiempos más felices. Así que si te apetece… –le dijo, cogiéndole del brazo para entrar en la iglesia.

-          Sí, por supuesto que me apetece –dijo sonriendo por primera vez.

-          Tiene dos niños ¿no?

-          ¿Quién?

-          Lara.

-          Desde luego, tienes que ponerte al día urgentemente –exclamó moviendo la cabeza.

 

Septiembre 2020

 

 


domingo, 13 de septiembre de 2020

EL PRINCIPIO DE UNA HISTORIA

 


- Pues no lo entiendo. Debería estar aquí –afirmó mientras seguía sacando papeles del cajón.

- ¿Estás segura?

Asintió con la cabeza, como queriendo dar así más contundencia a sus palabras.

- Sí, segura. A ver… La vi hace unos meses, un año como mucho. Estaba aquí, me acuerdo perfectamente.

Se detuvo un momento para girarse y mirar a su hermana a los ojos.

- Estaba en un sobre grueso, cuadrado, algo amarillento pero bien conservado.

Cruzó las piernas, apoyó sobre ellas los codos y metió la cabeza entre las manos. Resopló para retirarse de la cara un mechón de pelo. Al momento volvió a caerle sobre los ojos y se lo retiró con el dorso de la mano, para no llenarse la cara del polvo que tenía en las manos. Se notó el pelo húmedo por el sudor.

- ¿Cuándo vas a arreglar el aire acondicionado?

- No sé ni a dónde tengo que llamar. Esta instalación es de hace mil años, como todo lo de esta casa es antiguo. Seguro que ya no existe la empresa.

- Aquí hay una etiqueta –dijo María acercándose al aparato de aire-. Y espera… Sí, hay un teléfono. Voy a mirar en el móvil si existe… A ver… No te lo vas a creer –exclamó sonriente-. ¡Existe!

- ¿De verdad?

- Bueno, te lleva automáticamente a otra página, pero aquí sale una empresa de aire acondicionado, con un nombre parecido al de la etiqueta. Voy a llamar.

Tecleó el número y salió del salón con el teléfono pegado a la oreja. Blanca aprovechó para seguir vaciando lo poco que quedaba todavía dentro del cajón, mirando con detenimiento papel por papel, aunque sabía que con un simple vistazo reconocería lo que estaba buscando, una carta que un amigo de su abuelo le había escrito hacía setenta años, para agradecerle lo que había hecho por él. Y lo que, por lo visto, su abuelo había hecho en los años cuarenta había sido salvarle la vida. Ni más ni menos. En la familia desconocían por completo esa historia, pero Blanca la había descubierto y ahora necesitaba encontrar la prueba para demostrar su veracidad y que el episodio no era producto de su imaginación, a veces un poco desbocada. Quería leer la carta con más detenimiento y, ahora que por fin había decidido poner en orden los papeles y fotos familiares, le parecía que esa carta merecía ocupar un lugar de honor en la memoria. Además, tenía la intención de reproducir con detalle los hechos. Quizás en el archivo de la ciudad podría encontrar más información, pero con lo poco que recordaba no tenía pistas suficientes para comenzar ninguna búsqueda. Se lo debía su abuelo, a ese abuelo bueno y cariñoso que alegró su infancia como nadie. A ese abuelo que se marchó demasiado pronto, aunque a lo largo de su vida, en innumerables ocasiones, había sentido su presencia y su protección. ¿Por qué no le había dado la importancia que merecía cuando por casualidad, en una ojeada superficial al cajón, la encontró el año pasado?

- Da igual, no es cuestión de auto flagelarse. No era el momento y ahora lo es. Ya está. Pero la carta estaba aquí. La leí y la volví a guardar. Seguro –exclamó exasperada.

A lo lejos le llegaba el murmullo de la conversación de su hermana. Con un poco de suerte conseguiría que alguien viniera a arreglar el aire. Los casi cuarenta grados se estaban haciendo realmente insoportables. «Siempre postponiéndolo todo», se reprochó. «Nunca encuentro el momento para tantas cosas pendientes». 

El cajón estaba lleno de polvo acumulado durante años, así que agarró un trapo que había dejado sobre el mueble, precisamente con la intención de limpiarlo cuando estuviera vacío. Cogió con las dos manos los lados del cajón y tiró. Aquello no se movía, así que tiró con más fuerza.

- ¿Quieres salir de una vez?

- Blanca ¿qué haces? –preguntó su hermana desde la puerta-. Por cierto, ¡buenas noticias! Mañana imposible, pero pasado estarán aquí a las once para arreglar el aire.

- ¿De verdad? Qué maravilla. Ahora me cuentas cómo les has localizado pero anda, primero ayúdame por favor que tú eres la manitas de la familia y no consigo sacar el cajón.

- Tampoco hace falta que lo saques ¿no?

- Sí, sí, que ya que me pongo a limpiar, lo hago bien.

- A ver, déjame –pidió, sentándose a su lado.

María sacudió el cajón con destreza. Se resistía pero con un golpe seco lo consiguió.

- Venga, ya puedes limpiar.

Blanca se agachó, metió el trapo hasta el fondo y al pasarlo sobre la superficie polvorienta, chocó con algo.

- ¡Un bicho! –gritó retirando la mano a toda prisa.

María se inclinó, miró dentro del hueco y sonriendo sacó un papel amarillento.

- Aquí está tu bicho.

- ¡Es la carta! Dame, dame –exclamó excitada.

Efectivamente, era la carta desaparecida. Un poco más arrugada, pero sin lugar a dudas era la carta que llevaba buscando toda la tarde. Muy despacio sacó la cuartilla del sobre. Recordó la letra y la tinta violeta, ya desvaída. Las dos hermanas se sentaron en el sofá sin necesidad de palabras y, con las cabezas pegadas, comenzaron a leer con emoción.


                                                            Septiembre 2020


sábado, 8 de agosto de 2020

TEQUILA Y ESTATUAS



Allí estaba. Podía haber estado en cualquier otro sitio, pero el caso es que estaba allí. Sentada en la terraza del hotel, dejó vagar su mirada por la plaza que se entreveía a través de los arbustos del jardín. Una plaza colonial, con la torre blanca de la iglesia destacando sobre el azul brillante del cielo mexicano. No había sido su deseo regresar. De hecho, pensó que nunca regresaría. Tampoco había pasado tanto tiempo. ¿Cuatro? ¿Cinco años? Apenas cinco años y estaba otra vez allí. Miró alrededor. El hotel no había cambiado. Estaba tal y como lo recordaba. Ya que no había habido modo de negarse a volver –el trabajo es el trabajo, es lo que hay- al menos pidió a la agencia que le reservara en el hotel de la última vez. Un lugar encantador donde había sido feliz.

Dio un sorbo al cóctel –cortesía de bienvenida- y paladeó con gusto el líquido frío.

-          Esto lleva algo de tequila, seguro -pensó-. Y el tequila se me sube.

Se recostó en la silla, estiró las piernas y miró a su alrededor. Había una familia chapoteando en la alberca. Quizás mañana tuviera tiempo para un chapuzón, aunque no hacía demasiado calor. Había poca gente, tan sólo un par de mesas más estaban ocupadas. Tendría que salir a cenar, porque el hotel no tenía restaurante. Allí en la plaza había un par de restaurantes. Cualquiera de ellos serviría, aunque le daba pereza salir. ¿Pereza? Desde lo del virus no le gustaba andar sola por sitios desconocidos. Antes era como una aventura. Salir a explorar las callejuelas pintorescas de aquella ciudad lo había vivido con ilusión. Con un mapa en la mano había ido recorriendo las calles, deteniéndose entusiasmada en cada esquina, descubriendo con emoción las huellas del pasado. Una iglesia barroca, un convento con los muros encalados, una casa antigua cubierta de buganvilla, el azul añil intenso de una pared y la plaza de las estatuas. Abrió la boca al toparse con la imponente estatua del apóstol Santiago a caballo que la observaba desde lo alto. Y desde allí contempló las otras muchas estatuas que flanqueaban en hilera la plaza. Los fundadores de la ciudad, leyó en una placa. Siguió avanzando con respeto entre las estatuas y se detuvo frente a la de fray Junípero Serra. Un poco más allá se elevaba majestuosa la de un indio que adornaba su cabeza con un gran penacho de plumas. Empezaba a oscurecer así que regresó al hotel, feliz. Con la felicidad de haber contemplado tanta belleza y de haber vislumbrado, por unos minutos, la Historia. Al día siguiente se levantó temprano para regresar a la plaza de las estatuas antes del trabajo.

Aquellos días de verano fue feliz. Luego se estropeó, cuando las cosas no salieron como había esperado. Aunque realmente no había esperado nada. Quizás fue por eso que las cosas no salieron como debieron haber salido. No le entendió. Y él no le entendió a ella. Nada que hacer. Después de esos primeros momentos tan felices recorriendo las calles con sus estatuas, después de la felicidad del reencuentro, todo se volvió gris.

Y otra vez era verano. Y le había olvidado. O casi. Habían pasado cinco años y había desaparecido de su vida. Seguro que para él no existía, que no le quedaría ni el mínimo recuerdo. Y ella, como una boba, estaba allí, en el jardín del hotel encantador, más sola que la una, y de repente le había venido todo a la mente como si fuera ayer.

-          Y el tequila se me está subiendo. Lo sabía –murmuró al incorporarse.

Se agarró al borde de la silla y esperó unos instantes a que el mundo dejara de tambalearse.

-          Decididamente no voy a salir. No me veo sola cenando en la plaza, en medio de tantos desconocidos. Hoy no –murmuró.
-          Eres una cobardica –le acusó una voz dentro de su cabeza.
-          Sí, lo reconozco. Me he vuelto cobarde. Entre las cuatro paredes del hotel me siento segura... Los espacios abiertos me dan miedo. Y además, en ese restaurante cené con él. Paso de seguir despertando fantasmas.

La última frase la debió de decir en voz alta porque los de la mesa más próxima la estaban mirando. Allí seguía quieta, agarrada a la silla. Se soltó con suavidad, echó los hombros hacia atrás y, con aire digno y paso decidido, se dirigió a su habitación. Se pondría el traje de baño y se daría un chapuzón en la alberca para despejarse. Y luego se pediría otro de aquellos deliciosos cócteles. Sonrió, satisfecha consigo misma por el estupendo plan B que había trazado en apenas dos minutos.

Cuando una hora después, ya fresca y sintiéndose como nueva, se volvió a sentar en el mismo lugar, pidió el cóctel y, esta vez, consiguió que el camarero le trajera unos totopos y algo de queso. Además, llevaba una bolsa de nueces en el bolso. Encima de la mesa le esperaba un libro que había tomado prestado de la biblioteca del hotel. Sí, el hotel tenía una maravillosa biblioteca, con el suelo y las paredes de cristal. Ya más conforme con el mundo, volvió a sonreír. Y fue capaz, incluso, de trazar otro plan. Al día siguiente se levantaría pronto para ir a la plaza de los fundadores. Toda una temeridad.

Agosto 2020


sábado, 1 de agosto de 2020

¿Y SI NOS EQUIVOCAMOS?



Una tarde agosto, calurosa, incapaz de pensar ni de moverme, así que lo mejor que puedo hacer es tirarme en el sofá a disfrutar de alguna película. Empiezo a ver con miedo la última versión de Mujercitas. Siempre ha sido uno de mis libros preferidos y hay un par de adaptaciones que me han gustado. Esta versión de 2019 se anuncia como feminista, de ahí mi temor. Sin embargo, supera mis expectativas y me he vuelto a emocionar con la vida de las cuatro hermanas March. Lo de feminista me imagino que es una etiqueta que vende.

Quienes piensen que se trata de una novela menor es porque no la han leído o porque habiéndola leído, los prejuicios no les han permitido entenderla. De mediocres está el mundo lleno. Esta versión no es feminista, al menos en el sentido que le dan hoy los progres. Simplemente, quizás resalte más algunos de los rasgos que su autora quiso destacar al escribirla, como el espíritu valiente y luchador de sus protagonistas y sus ansias de mantener la libertad y desarrollar su talento en una época dominada por los hombres. Visto así, incluso la versión de 1949 –mi preferida- se podría considerar feminista. Porque Jo, siempre es Jo, apasionada y negándose a cumplir algunas reglas. Y Marmee es la misma madre fuerte que permite que sus hijas sean libres y aprendan de sus propios errores. Porque Beth es la misma hermana dulce, Meg es la misma hermana mayor, es decir, la responsable, y Amy es siempre la hermana caprichosa y aparentemente frívola.

Louisa May Alcott dio voz a mujeres valientes muy diferentes entre sí y quiso defender sus derechos y sus ilusiones. ¿Es necesario poner etiquetas?

El final me ha gustado. Según esta versión, la autora quería que Jo se quedara soltera, quizás como la situación más coherente con sus creencias, o quizás porque la protagonista era su alter ego. Sin embargo, el editor se negó y dijo que un final así no vendería. ¿Jo dejando marchar al profesor Bhaer? ¿Después de haberle dado calabazas a Laurie?  Probablemente el editor tuviera razón. El final que se publicó es bonito y emociona su encuentro bajo una cortina de lluvia. Es verdad que ese final implica que Jo debe luchar contra sí misma y sus prejuicios. Porque a pesar de toda su independencia, inteligencia y rebeldía, a pesar de su libertad, la protagonista se siente sola. Cuando su mundo perfecto cambia –Beth ha muerto y sus otras dos hermanas han seguido su camino- entonces llega la soledad. Y para ser feliz del todo, a pesar de todo, necesita al profesor Bhaer. Y en esa escena final, emocionante, bajo la lluvia, deseamos que el profesor encuentre el valor para declararse de una vez por todas a Jo.

Sin embargo, me pregunto qué habría pasado si Jo finalmente se hubiera quedado con Laurie. De hecho, cuando empieza a sentirse sola, se lo plantea seriamente y le habría dicho que sí, si él hubiera esperado un poco más y no se hubiera casado con su hermana pequeña.  

¿Cuántos Lauries hemos dejado pasar? ¿Cuántas veces no nos atrevimos a hablar? ¿En qué momento nos equivocamos?

No luchaste por mí.

«Quizás fuiste tú la que no luchaste por mí», me dijiste una vez, cuando ya era demasiado tarde.

Touchée.

Agosto 2020

sábado, 25 de julio de 2020

CERVEZAS Y MASCARILLAS



Por un extraño sentimentalismo, he decidido quedarme en mi ciudad. Me he dejado llevar y ahora estoy encerrada en el perímetro de una comarca aislada, de la que no se puede entrar ni salir. Puedo bajar a la calle, sólo a lo imprescindible han dicho, o sea, a comprar comida y el periódico. Porque los bares están cerrados, las piscinas están cerradas, las iglesias creo que algunas siguen abiertas pero me temo que volveré a las misas televisadas. Además, hace un calor terrible y no hay nadie por la calle. Sólo unos cuantos sin techo que deambulan sin rumbo fijo.
-          Es que eres idiota.
Las cuatro palabras han retumbado entre las cuatro paredes de la habitación. Las he dicho yo, me las he dicho a mí, y en un tono elevado, el que se usa cuando uno está molesto.
-          Pues ya no hay remedio, cielo. Hay policía en los accesos a la ciudad, así que ahora te aguantas y apechugas con tus decisiones, aunque sean idiotas.
Mi yo sigue de conversación con mi otro yo. Es lo que tiene el confinamiento, que acabas hablando con las paredes. Literal.
-          Pero tengo terraza –digo esbozando una sonrisa victoriosa.
Así que abro la puerta de la terraza y vuelvo a sacar la mesa y las dos sillas que apenas una hora antes había metido en el salón. Cuando estaba haciendo la maleta a toda prisa y preparando la casa para dejarla cerrada por un tiempo indefinido, desenchufando todo lo enchufable y sacando la comida perecedera de la nevera. Y de repente, me ha venido la idea peregrina de que era un capitán cobarde que estaba abandonando su barco. ¡Un capitán cobarde! Ni más ni menos. En fin, el apego a la tierra, un amor mal entendido, qué sé yo. El caso es que me he quedado, total, puedo teletrabajar desde aquí y tengo la despensa llena. Y tengo terraza. No muy grande, pero es una terraza. Fundamental. A mi alrededor los contagios crecen de manera descontrolada, pero soy una capitana valiente.
Arrastro la mesa blanca de plástico y las dos sillas a juego. Las coloco en el centro, me siento en una de ellas y pongo las piernas sobre la otra. Miro al horizonte. Sí, sí, puedo incluso ver un trozo de horizonte entre dos bloques de pisos.
-          Ya empieza a bajar el calor –me digo como para animarme.

Entonces se levanta de improviso una brisa fresca y el cielo se tiñe de una luz dorada y rojiza, esos tonos maravillosos que ningún pintor ha conseguido reproducir. Poco a poco voy sintiéndome un poco menos molesta con mi otro yo, con la capitana. Sigo mirando al horizonte, relajada. Las golondrinas empiezan a hacer sus giros imposibles de cada tarde. Algunas pasan muy cerca de mí, a toda velocidad, pero de aquí no me muevo. La terraza es mía.

-          ¿Vecina? Hola, ¿estás ahí?
Me giro sobresaltada hacia donde procede la voz, detrás del tabique metálico que me separa de la terraza de al lado. Se oye el ruido de una silla que es arrastrada.
-          Hola –respondo, mirando al tabique, sin saber muy bien qué decir.
Entonces una cabeza sonriente asoma por encima.
-          Me había parecido oír algo. Qué alegría saber que estás aquí.
Me pongo en pie y miro hacia arriba.
-          Hola Elena. Sí, me he quedado –le digo a mi vecina. Debe de tener más o menos mi edad. Habré cruzado con ella veinte palabras desde que vivo aquí. No por antipatía ni nada por el estilo, sólo que no coincidimos, vivimos en escaleras diferentes  -así que no nos encontramos en el ascensor- y tenemos un tabique metálico que nos separa.
-          Pues no te puedes imaginar la alegría y la tranquilidad que me da saber que estás aquí. Así me siento un poco menos sola.
-          Tienes toda la razón. A mí también me alegra mucho saber que estás ahí… Bueno, si necesitas algo, ya sabes dónde estoy –añado tras un silencio.
-          A lo mejor te parece una tontería… bueno, no sé… o no te parece bien.
-          ¿El qué? –le pregunto con curiosidad.
-          No, no es nada –responde sin mucho convencimiento.
-          Venga, dime. ¿Necesitas algo? Tengo la nevera llena.
Mi vecina mira al horizonte, contempla por unos instantes la puesta de sol, coge aire y empieza a hablar a toda velocidad
-          ¿Te apetecería pasar a mi terraza y nos tomamos una cerveza juntas? Y así podemos charlar un rato. Con la mascarilla puesta, por supuesto, y con distancia. ¿Tú crees que es una temeridad? Yo de verdad que estoy teniendo muchísimo cuidado, no creo que esté contagiada. Pero es que otro confinamiento, tan seguido después del primero... Es para volverse loca.
Sólo lo pienso unos segundos.
-          ¿Sabes que te digo? Que me parece una idea estupenda, vecina.
-          ¿De verdad? –exclama-. Pues cuando quieras. ¿Ahora o dentro de un rato?
-          ¿Para qué vamos a esperar? Voy para allá. Escalera tres ¿verdad?
Asiente con la cabeza. Me dice que no lleve nada, mientras baja de la silla, y desde el otro lado del tabique añade que tiene un montón de botellines y latas de aperitivos. Echo un último vistazo a la maravillosa puesta de sol y me pregunto si desde la terraza de mi vecina se verá igual de bien. Entro en el salón, cierro la puerta de la terraza y me digo en voz bajita: «Pues no ha sido tan mala idea quedarme. Por lo menos una persona se ha alegrado de mi decisión». Mi estado de ánimo ha cambiado y mis dos yo se han reconciliado.
Cojo el bolso que había dejado encima del sofá, la mascarilla, el bote de gel y mi mirada se detiene en el mueble que está en una esquina del salón. Es un viejo escritorio lacado en negro, con motivos chinos. Había pensado dedicarle hoy mi atención, sobre todo al último cajón. Allí esperan amontonadas cartas, papeles y fotos antiguas, el legado familiar. Tendrán que seguir esperando un poco más. Parece que nunca encuentro el tiempo para ordenar y clasificar todos esos recuerdos, o quizás no quiera encontrarlo. No sé bien qué me espera entre esa montaña de sobres, cajas y álbumes. Tan sólo he entreabierto ese cajón un par de veces, lentamente, como si fuera parte de una ceremonia. Quizás todavía no esté preparada para zambullirme en el pasado. De momento, voy a disfrutar de una cerveza fría y voy a charlar con Elena, que creo que me va a caer bien. Presiento que esta va a ser la primera de muchas cervezas compartidas en los próximos días.

Julio 2020