sábado, 23 de noviembre de 2019

LA CARTA DE JOSÉ ANTONIO




-          Quiero bailar, bailar y bailar –exclamó dando vueltas por el salón. La joven movía los brazos arriba y abajo, dejándose acariciar por la luz brillante de aquella fría mañana de diciembre que se filtraba a través de las ventanas.

-          Marta, para ya –protestó Victoria entre risas-. Pareces una peonza.

-          Es que me siento una peonza.

Marta se acercó a su hermana que estaba sentada en el suelo junto a un mueble del que asomaban varias cajas entreabiertas. Estaba rodeada de fotos y de muchos papeles. Algunos estaban apilados en pequeños montones y otros estaban desparramados por el suelo sin ningún orden. Además sujetaba otros entre las manos.

-          ¿Se puede saber qué haces? –preguntó sentándose junto a ella, después de apartar con un pie un montón de sobres.

-          Estoy buscando la carta de José Antonio, una que escribió a Fernando. Tiene que estar por aquí –exclamó dejando las cartas que tenía en las manos en otro montoncito.

-          ¿Qué carta? –preguntó cogiendo en un acto reflejo un puñado de papeles.

Victoria detuvo un momento su búsqueda, se retiró un mechón de cabello castaño que le caía sobre la cara y se giró hacia ella.

-          Fue hace unos meses, un año quizás. José le escribió algunas de sus ideas. Ahora que ha muerto y que Fernando ha desaparecido, tengo miedo de que vengan a buscar cualquier cosa que tenga relación con él. Y esa carta era importante. Es parte de su legado –suspiró volviéndose a llevar una mano a la cara esta vez para detener una lágrima que había comenzado a surcar su rostro.

-          José Antonio muerto… Pero ¿tú crees que es verdad?

Victoria dejó escapar un suspiro hondo.

-          Las noticias que llegan de Alicante son confusas pero eso parece. Fernando y los demás que intentaron rescatarle han desaparecido y a José lo han fusilado. Y nosotras estamos aquí sin saber qué va a pasar. Y esta incertidumbre va a acabar conmigo –exclamó arrugando con fuerza el papel que tenía entre sus manos.

Marta soltó los papeles y abrazó a su hermana. Durante unos instantes quedaron las dos en silencio, abrazadas.

-          Tu marido y los otros han desaparecido y yo diciendo que quiero bailar… Pensarás que soy la persona más frívola del universo. Lo siento… -murmuró apesadumbrada, deshaciendo el abrazo.

Victoria contempló el rostro de su hermana pequeña, cabizbaja ahora, con sus ojos azules humedecidos.

-          Gracias a Dios, tienes ganas de bailar. Aportas cordura a esta pesadilla. Me encanta verte bailar y cómo tus preciosos tirabuzones rojizos se mueven al compás. Cuando todo esto acabe, te prometo que yo también bailaré.

-          He quedado esta tarde en el Hispania, con la pandilla, o lo que queda de ella. Pero no voy a ir. Me quedo aquí contigo buscando esa carta –dijo cogiendo un puñado de sobres de una de las cajas.

-          Pues claro que vas a ir. Hasta la tarde tenemos tiempo. Te agradezco que me ayudes, entre las dos iremos más rápido. –Una sonrisa iluminó su rostro-. ¿Sabes? He estado leyendo algunas de las cartas que me escribió Fernando cuando éramos novios.

-          Quién iba a decirlo ¿verdad? Que Fernando y tú acabaríais juntos. La descarada de Araceli no se separaba de él ni a sol ni a sombra. Como una lapa se le pegaba cada vez que se presentaba en alguna de las reuniones ¿te acuerdas? Y al principio él no parecía hacerle ascos. Y cuando lo destinaron a África ¿a quién le escribió? No a ella, no, sino a  ti, a mi hermanita, la más guapa, inteligente y encantadora –exclamó triunfante.

-          Jajaja…. Pobre Araceli. Yo creo que sí estaba enamorada de él.

-          Qué va –exclamó a la vez que dejaba los sobres en el montón de papeles descartados y volvía a meter la mano en una de las cajas-. Lo que pasa es que quería quedarse con el guapo de la pandilla. Y ni todos sus apellidos sirvieron para hacerle cambiar de opinión.

-          Al principio no le respondí… -murmuró.

-          Hiciste bien. No te había dicho ni mú. Mucha miradita y tal pero nada de nada. Siempre con Araceli al lado. Y de repente recibes esa primera carta. Me acuerdo que me la leíste y nos reímos juntas.

Victoria comenzó a guardar todos los papeles descartados en la caja que había quedado vacía. Marta sacó la segunda caja del mueble y la vació sobre el suelo. Una cascada de papeles y sobres volvió a cubrir el suelo. Siguieron trabajando un rato en silencio.

-          ¿De verdad crees que podrían venir a registrar la casa? Sólo de pensarlo me dan escalofríos…

-          No lo sé –dijo encogiendo los hombros-. Obviamente, nunca ocultamos nuestra amistad con José. Pueden pensar que estoy en contacto con Fernando, yo qué sé…

-          Pero no sabes nada de él.

-          No, no sé nada. Nadie sabe nada. Pero… te diré que después de releer sus cartas, algo me dice que está vivo. No sabría explicarte pero lo siento aquí –dijo llevándose la mano al corazón.

Marta volvió a abrazar a su hermana. Por unos instantes pasó por su mente el día que su marido le había contado retazos de su descabellado plan. Y cómo ella, llorando, había golpeado su pecho llamándole loco. «Volveré, nena –le había susurrado al oído-. Cuando desesperes piensa en mí, intensamente, y sabrás que yo sigo en este mundo y que volveré junto a ti. No lo olvides».

-          Si tú lo sientes así, es que está vivo. Y Fernando volverá. Después de todo lo que tuvo que luchar para estar a tu lado, ni todas las Aracelis del mundo podrían apartarle de tu lado. Sólo tienes que tener paciencia y rezar.

Sonrieron cómplices, se secaron las lágrimas y siguieron revisando las cartas una tras otra. Una hora más tarde, Victoria se dio por vencida. Se levantó despacio y sacudió las piernas entumecidas. Tiró del brazo de su hermana.

-          ¡Arriba! Aquí no está. Vamos a comer.

-          ¿Y no hay más sitios de la casa donde pueda estar? Me gustaría mucho leer esa carta. Yo no tenía tanta amistad como tú pero le echo de menos –susurró con tristeza.

-          He revisado todos los sitios posibles –respondió moviendo la cabeza.

-          Mejor así. Si no la hemos encontrado nosotras, nadie la encontrará… Oye… -se detuvo unos instantes arrugando la frente-. Estoy pensando… Quizás se la llevó Fernando. Y por eso no la encontramos. ¿Podría ser?

-          Sí, claro, tienes razón –asintió Victoria-. Sí que podría ser…

Pasaron los meses y los años. Victoria tuvo que abandonar su casa. La carta nunca apareció. Muchas cosas quedaron atrás para no volver pero el final de la contienda le devolvió a Fernando.



Noviembre 2019






sábado, 9 de noviembre de 2019

REFLEXIONANDO




Camino por Wilhemstrasse. Por una de esas casualidades de la vida, esta vez el trabajo me ha llevado a Berlín, por primera vez, justo cuatro días antes de que se cumplan treinta años de la caída del muro. He terminado el trabajo por hoy, son las dos de la tarde y me quedan tres horas para coger un tren a Colonia. Así que me calo un gorro de lana, subo la cremallera del abrigo y, mapa en mano, comienzo a recorrer los treinta minutos que me separan de la puerta de Brandemburgo. Es línea recta, así que no debería perderme. No me he preparado la visita. Como tengo poco tiempo, sólo quiero ver la Puerta y algunos edificios próximos que he señalado en el mapa. Y de repente me cruzo con unos restos del muro que no aparecen en mi mapa esquemático. Me paro de golpe. Contemplo los hierros retorcidos que asoman entre los restos de un muro esperpéntico. Es fino. Me sorprende. Un muro tan fino separaba la barbarie de la libertad.


Sigo caminando y a los pocos pasos veo un cartel junto a un edificio lúgubre, enorme, de hormigón gris. Me detengo a leerlo. Indica que allí había un ministerio nazi. Unas fotos antiguas reproducen la imagen de algún gerifalte. Continúo mi camino hasta que paso junto a otro cartel y edificio similares. Y así uno tras otro. Moles tristes y amenazadoras. Entonces descubro que Wilhemstrasse albergaba varios ministerios y oficinas de la época de Hitler. Paso junto a un memorial judío. Un escalofrío recorre mi cuerpo y decido no detenerme hasta llegar a mi meta. 


La Puerta de Brandemburgo está rodeada de andamios y máquinas que trabajan en los  preparativos de la celebración. El ambiente es festivo, hay mucha gente y atrás queda la avenida con sus recuerdos escalofriantes. Empieza a llover con fuerza. Es la excusa perfecta para parar un taxi. No me apetece volver a recorrer a pie esa avenida triste. A esta parte de Berlín luego llegó el comunismo, con los mismos horrores.


A través de las gotas que resbalan por el cristal distingo a lo lejos ese muro fino, con alambres retorcidos. Y me pregunto cómo todavía hoy en día puede haber quien defienda el comunismo. Flipo. No se me ocurre una palabra que defina mejor lo que quiero decir. Y mañana volvemos a votar. Y van dos elecciones en un año. En fin, reflexionando…



Noviembre 2019

miércoles, 23 de octubre de 2019

LA CRUZ





Camino despacio entre la niebla. Al fondo se adivina la cruz, una cruz enorme, la más grande del mundo. Se eleva majestuosa, desafiando las tinieblas y la lluvia, que poco a poco va calando mi gabardina. Me envuelve una sensación de tristeza y decepción. Es como si mi alma se dejara arrastrar por los colores grises de esta tarde que ya acaba. Saco el móvil y hago una foto a toda velocidad. Miro alrededor con precaución, pero no pasa nada. Suspiro aliviada. Nadie viene a decirme que guarde el móvil. 


Sigo deambulando entre los soportales llenos de goteras y de hierbas que asoman entre las rendijas. En el estanque todavía se mueven los peces, aunque dentro de nada se helará. No sé qué pasa con los peces pero en primavera vuelven a nadar por allí. ¿Hibernarán como los osos? ¿O como mi alma helada en esta tarde gris de un otoño casi invernal?


Llego hasta el pie de la cruz y miro hacia arriba. Echo atrás la cabeza, todo lo que puedo, para tener una visión completa de la cruz. Me da la sensación de que se mueve. Cierro los ojos por unos segundos y la tristeza de esta tarde fría y oscura me envuelve con más fuerza. Los vuelvo a abrir. Allí sigue la cruz, el símbolo de la libertad, quién sabe por cuánto tiempo. 


Cuánto odio contra ti, contra la cruz, contra nuestras raíces. Cuánto tiempo puede sobrevivir una sociedad que reniega de sus orígenes. A mis oídos llegan los gritos de jaurías de odio. Oigo silencios cobardes, como un gran estruendo. Ni siquiera los monjes pueden entrar en su casa. Europa, Occidente, siglo XXI… Espero que hayan podido preservar al Santísimo. Mis labios se mueven en una plegaria. Sigue lloviendo, ahora con fuerza, y regreso lentamente al cobijo de los soportales desconchados. Me apoyo vencida contra la pared y la humedad penetra en mis huesos. Mi cuerpo tiembla. Ansío la libertad, la libertad de poder acceder a una iglesia y arrodillarme en una capilla sin que nadie me recrimine por no pensar igual que los que más gritan. Y aunque ahora las tinieblas lo envuelven todo, la cruz sigue allí. No tengo miedo.



Octubre 2019

sábado, 12 de octubre de 2019

TÚ Y MAÑANA



El local resultaba acogedor a pesar de su escasa iluminación, o quizás precisamente por eso. La luz tenue y cálida creaba una atmósfera especial que atraía a una clientela habitual, hombres en su mayoría, aunque también algunos de ellos llegaban acompañados por mujeres elegantes. Había hombres solos, parejas y algún grupo de amigos. El humo difuminaba las mesas y los pequeños jarros de cristal con flores que había sobre cada una de ellas. Se adivinaba que alguien las colocaba allí cada noche con esmero y cariño. Charlie ocupó la mesa que había reservado, su mesa. La mesa que desde hacía una semana reservaba día tras día. En primera fila, a un lado del escenario, desde donde podía tener una visión completa de todo el local. La orquesta había comenzado a entonar una melodía suave. Se quitó el sombrero, lo dejó con cuidado sobre la silla vacía y con un movimiento automático se pasó la mano por el cabello todavía húmedo de brillantina. Sacó la pitillera del bolsillo interior de la chaqueta y encendió un cigarrillo. Por un instante, la llama de la cerilla iluminó su rostro bronceado y sus ojos grandes y despiertos. Un camarero se acercó con rapidez a la mesa.

-          Buenas noches. ¿Lo de siempre, señor?

Charlie asintió levemente con la cabeza. Lo de siempre, pensó dibujando una leve sonrisa. Lo de siempre desde hacía tan sólo una semana. Un whisky con mucho hielo. Habían bastado dos días para convertirse en un cliente habitual del Café París. El tercer día el camarero ya le había recibido con esas palabras que se habían convertido en rutina. Tan sólo había pasado una semana desde que aterrizara en aquel local una noche cualquiera, por casualidad. Exhaló el humo, se apoyó contra el respaldo mullido de la silla y miró a su alrededor. Algunos rostros le resultaban familiares. Otros solitarios como él que acudían al Café París, donde habían encontrado un refugio o simplemente el lugar perfecto para clausurar un largo día. A través del humo se detuvo en observar alguno de aquellos rostros, analizando posibles competidores. Las arrugas que se habían formado alrededor de sus ojos se relajaron inmediatamente. Ninguno de ellos parecía peligroso. Saboreó el whisky y se dejó envolver por la melodía, sin perder de vista el escenario.

Por un instante la música cesó, sonaron aplausos, los cuatro componentes saludaron y dirigieron la mirada hacia el fondo del escenario. Entonces apareció ella, enfundada en un elegante vestido negro. Una onda del cabello le cubría  parte del rostro. Caminando lentamente se dirigió al centro del escenario donde reposaba un micrófono. Los aplausos aumentaron. Y comenzó a cantar, con su voz suave y envolvente, balanceando su cuerpo sutil al ritmo de las notas de la orquesta. El motivo que desde hacía una semana le había llevado hasta aquel café. No conseguía apartar su mirada de aquella silueta. Cuando ella cantaba y se movía el mundo desaparecía. Podrían haber caído cuatro bombas que ni se habría inmutado, estaba seguro.

Sintió un nudo en el estómago cuando ella se giró levemente hacia él. Había elegido aquella mesa lateral porque no quería intimidarla. Había algo frágil y triste en su mirada que le había llevado a tomar aquella decisión y desechar la idea de reservar alguna de las mesas centrales, que quedaban justo frente a la cantante. Pero ahora se había girado y le estaba mirando. Parecía que cantara para él. ¿Le habría reconocido? Se quedó paralizado, el whisky olvidado sobre la mesa, y supo entonces que la había encontrado. Lo imaginó la primera noche pero ahora tenía la certeza. La actuación terminó con una gran ovación y la orquesta acometió con entusiasmo las primeras notas de otra melodía.

Se llamaba Victoria, o al menos así se anunciaba en el tablón junto a la entrada del café. Victoria y Los Rayos. Volvió a sonreír para sí, imaginando la reacción de sus padres. Desde luego, no era el tipo de chica que querrían que entrara en la familia. Pero le daba exactamente igual. Se había enamorado y ya está. Era ella la mujer que había estado buscando y por fin la había encontrado. El único problema era que todavía no había conseguido hablar con ella. No le habían permitido acercarse a los camerinos al finalizar la actuación. Ayer se había armado de valor pero recibió un tajante: «La cantante no recibe». No había querido insistir para no despertar ninguna alarma ni que pensaran que era un tipo raro. Tenía que pensar en alguna estrategia. Anteayer, se había quedado hasta el momento del cierre del local y había estado merodeando cerca de la entrada por si la veía salir, sin éxito.

Cinco canciones y Victoria y Los Rayos saludaron agradeciendo los aplausos. Charlie se puso en pie aplaudiendo con entusiasmo, intentando llamar su atención. Ella le miró por unos instantes y él sonrió. Victoria apartó la mirada y desapareció tras las cortinas del fondo del escenario. Se dejó caer apesadumbrado sobre la silla y agarró el vaso de whisky aguado. Podría seguirla, pero le echarían a patadas y no le permitirían volver. Había que hacer algo porque de lo contrario, se veía noche tras noche acudiendo al Café París con la ilusión de verla durante los minutos que duraba su actuación. Sin conseguir dirigirle una sola palabra. Tomó una decisión. Sacó la libreta que llevaba siempre en el bolsillo junto a la pitillera, arrancó una hoja y escribió unas líneas. Llamó al camarero.

-          ¿Podría entregarle, por favor, esta nota a la señorita?

-          Lo siento mucho, caballero, pero no nos está permitido…

Charlie sacó de la cartera un billete y lo unió a la nota.

-          Se lo ruego… Le estaría muy agradecido.

El hombre tardó unos instantes en tomar una decisión.

-          Lo intentaré pero no le prometo nada – murmuró mientras cogía el billete con disimulo.

La espera se hizo eterna. El camarero regresó, se inclinó sobre la mesa haciendo ver que limpiaba unas gotas invisibles. Charlie le miraba expectante.

-          Dice que se lo agradece, pero no.

Al día siguiente decidió faltar a su cita al París. ¿Para qué? Se sentía un poco idiota. Si Victoria no quería aceptar su invitación a comer, no podía obligarla. Se sentía el ser más desdichado del mundo. ¿Por qué seguir alargando la agonía? Sin embargo, sus buenos propósitos sólo duraron cuarenta y ocho horas. No dejaba de pensar en ella, su imagen le perseguía allá donde fuera. Intentaba dormir, cerraba los ojos, y escuchaba su voz dulce que le envolvía con su magia. Le había hechizado. Así que agachó la cabeza y regresó al París. Esa noche diluviaba, pero sus pasos, con vida propia, le habían llevado hasta allí.

El camarero habitual le vio nada más entrar y se dirigió solícito hacia él.

-          Caballero, su mesa está ocupada. Lo lamento mucho, no sabía que vendría hoy.

-          No se preocupe, yo tampoco lo sabía –mascullé entre dientes, sin atreverme a mirarle directamente.

-          Puedo ofrecerle otra mesa, igualmente agradable, desde donde podrá seguir la actuación –dijo señalando una mesa central, en segunda fila.

Asintió mirando hacia donde indicaba. La única mesa libre, justo en el centro, frente al micrófono. Tomó asiento en una de las dos sillas y sobre la otra dejó la gabardina y el sombrero empapados.

-          ¿Lo de siempre?

Ni me molesté en contestar. Me quedé mirando fijamente las gotas que se deslizaban desde el sombrero al suelo, lentamente. Un par de minutos después, depositó el whisky sobre la mesa. Entonces levanté la cabeza, agarrando el vaso como si fuera un escudo, justo en el momento en que avanzaba con su elegante balanceo hacia el micrófono. La tenía justo enfrente. Tan sólo nos separaba una mesa. Estaba tan cerca… Con una mano cogió el micrófono y con la otra se retiró suavemente la onda que le caía sobre la cara. Empezó a cantar, con esa voz que me había hechizado. Dirigió su mirada hacia la que había sido mi mesa aquellos días anteriores y arrugó levemente la nariz, quizá contrariada, o eso me pareció. «Qué tontería, tengo que aprender a controlar mi maldita imaginación». Entonces me vio. Abrió los ojos sorprendida e inmediatamente los bajó. Siguió cantando, con la mirada perdida en el fondo local, hasta que volvió a fijar sus ojos en mí. Le mantuve la mirada, casi desafiante. Siguió cantando, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando los aplausos llenaron el local, me llevé el whisky a los labios. No pensaba aplaudir. Habría sido… ¿vulgar? No quería repetir lo que hacía el resto del público. Y así, canción tras canción, el tiempo pasó volando.

Cuando Victoria terminó la actuación, me clavó su mirada. Yo seguía allí en mi silla, sin moverme, aferrado a los restos de mi whisky. Entonces sonrió y asintió con la cabeza. De un golpe me sacudí la tontería y con mis labios dibujé una palabra. Volvió a sonreír, esta vez con un punto de timidez, y sus labios perfectos dibujaron la misma palabra. «Mañana».



Octubre 2019

viernes, 13 de septiembre de 2019

DEJA YA DE PERSEGUIRME



Doy vueltas en la cama. Me abrazo a la almohada. Tengo calor. Aparto la sábana con una patada. Estiro el brazo. Miro la pantalla del móvil. Las cuatro de la mañana. Otra vuelta. Veo tu cara. No quiero verla pero allí está.

Vuelvo a mirar el móvil. Son las cinco. He debido de quedarme dormida. Ahora tengo frío. Me vuelvo a tapar. Más vueltas. Tu rostro sigue allí. Resoplo. Meto el brazo debajo de la almohada. Sigo dando vueltas y más vueltas. Tu imagen me persigue. Me coloco boca arriba. Abro los ojos en medio de la oscuridad. Lo último que veo antes de volver a coger un sueño inquieto es tu imagen.

Suena el despertador. Lo primero que viene a mi mente es tu imagen. Otra vez. La aparto de un manotazo, me estiro, bostezo después de otra noche intranquila. Me levanto y como sonámbula llego hasta la cocina. Enciendo la máquina de café y meto una rebanada de pan en la tostadora.

En medio del atasco diario me sorprendo con una sonrisa en los labios. Recuerdo aquel día en que nos pilló la lluvia en medio del campo. Cogidos de la mano echamos a correr buscando algún lugar donde guarecernos. Ningún refugio a la vista. Seguimos corriendo hasta llegar al coche. Completamente empapados, riendo sin que hubiera motivo de risa. O quizás sí. Estábamos felices sólo por estar juntos. ¿Sólo? Es un  mundo. Encontrar a alguien con quien puedes correr bajo la lluvia entre carcajadas es como buscar una aguja en un pajar. Y encontrarla. Nos besamos mientras las gotas golpean con fuerza los cristales y acaricias mi cabello empapado.

Pero desapareciste de mi vida. Y yo de la tuya. El ruido estridente de un claxon borra la sonrisa de mis labios y meto primera, lanzando una mirada fulminante por el retrovisor al conductor impaciente. ¿Habrá tenido él la fortuna de encontrar su aguja? Enciendo la radio. Me concentro en la tertulia política de la mañana, intentando borrar por unos instantes tu imagen que me persigue. ¿Me habré vuelto idiota?

Me pregunto qué estarás haciendo ahora. Seguro que mi imagen no te persigue incansable. Siempre fuiste un hombre muy práctico. Quizás en algún momento mi recuerdo te alcance, incluso te torture. Ojalá, pienso sacando lo peor de mí. Claro que nunca fuiste un sentimental. Yo lo sigo siguiendo. Aparco y bajo con prisas. Me zambullo en el trabajo y por unas horas, dos o tres, desapareces de mi vida entre números, emails, teléfonos y reuniones. Me voy a comer. Miro el móvil. Sigues sin estar, por supuesto.

Respiro hondo y recupero la concentración en mis tareas, todas urgentes, todas para ayer. Ayer… cuando estabas conmigo. Es como un mal sueño. Mi vida sigue sin ti. Y quiero creer que algún día sentirás pequeños alfileres hiriendo tu corazón de piedra. Pero no lo sé, no tengo modo de leer tu mente. Probablemente me hayas olvidado del todo. Podría mandarte un conjuro, pero he olvidado cómo hacerlo.

Creo que te borraré del todo. Llevará su tiempo. Ya hemos pasado antes por esto y sí, este mal se cura. Pero de momento tu imagen me sigue persiguiendo implacable. Un momento... Esperanzada, me doy cuenta de que llevo varias horas sin pensar en ti. Estupendo, vamos mejorando. Me siento con fuerzas y tomo una decisión arriesgada. Voy a aceptar la invitación del jefe de contabilidad. Le acompañaré al cumpleaños de no sé qué amigo. Es simpático. Incluso parece interesante. No sé si llegaré a correr con él bajo la lluvia entre carcajadas, pero es un primer paso. Tu imagen se empieza a difuminar.



Septiembre 2019

viernes, 30 de agosto de 2019

DOS BODAS Y CUATRO PROPOSICIONES




Me paseo entre las mesas, lentamente, haciendo tiempo. Con una mano sujeto una copa y con la otra levanto el vestido largo que me arrastra un poco. He decidido desterrar los tacones altísimos que antes tanto me gustaban y he cometido un error de cálculo, claro. No he tenido en cuenta que existe una relación proporcional entre menos tacones, vestido que roza el suelo. Sin embargo, creo que me da un cierto aire chic y elegante, ese movimiento lento, al ritmo de la música suave de la orquesta de jazz del fondo.

Me detengo ante una de las mesas altas, decoradas con un mantel largo granate y un jarrón estilizado que contiene una azalea blanca. Diría que es una azalea. ¿O es un nardo? Qué más da. El caso es que es blanca y es bonita. Dejo allí la copa vacía y se me acerca una camarera solícita con una bandeja llena de cosas ricas. Pero la contemplo con desconfianza.

-          ¿Lleva queso?

-          Sí, son bolitas crujientes –responde sonriente.

-          No, gracias. Soy intolerante a la lactosa.

Es la cuarta bandeja que me ponen delante que no puedo probar porque lleva queso, o bechamel, o una salsa sospechosamente blanca que seguro que contiene leche. Una vez más he olvidado avisar de que me pidan un menú sin lactosa. Otra boda en la que no como. Miro a mi alrededor y contemplo los grupos elegantes en torno a las mesas altas distribuidas por el jardín, charlando, riendo, felices de compartir ese momento con amigos y familiares. Escaneo con la mirada y no reconozco a nadie. Ya sabía antes de ir que no conocía a nadie -salvo a los novios, claro- pero siempre existe la posibilidad de encontrar algún conocido. No es el caso. De acuerdo, no pasa nada. Me encanta observar a la gente. Además, no podía no ir a la boda de Ana. Imposible siquiera planteárselo. Me habría retirado el saludo, y con razón. Una boda es una boda y si te invita una buena amiga, pues vas y punto. Aunque no conozcas a nadie.  

-          ¿Le apetece beber algo? –me pregunta un camarero acercándome una bandeja repleta de copas.

-          Sí, gracias –respondo, decidiéndome por una cerveza fría-. Oiga, le quería preguntar. No tendrán unas aceitunas, o unas patatas, o jamón, o cualquier cosa que no lleve leche. Es la segunda cerveza y con el estómago vacío, se me va a subir.

-          Ahora van a sacar unas croquetas –me responde con amabilidad.

-          Las croquetas llevan bechamel. Y la bechamel lleva leche.

-          Sí, claro… ¡Los daditos de salmón! –exclama-. Eso sí lo puede tomar ¿verdad?

Levanta un mano para llamar la atención de otro camarero y unos instantes después me encuentro felizmente instalada en mi mesa alta con una cerveza helada y una bandeja repleta de deliciosos daditos de salmón, que me apresuro a defender de las garras voraces de algunos que pretenden apoderarse de mi comida.

-          Disculpa –sonrío encantadora-. Es que son especiales sin lactosa. Es lo único que puedo comer.

Y pienso para mí, y tú puedes comer de las otras veinte bandejas que los camareros te están ofreciendo, no sé por qué carajo tienes que venir justo a por la mía. Y allí sigo apaciblemente engullendo uno a uno todos los daditos hasta que de repente la música eleva su tono y la orquesta interpreta una melodía más alegre. Todos los asistentes aplauden con entusiasmo la llegada de los novios. Y allí está Ana, radiante en su vestido blanco, cogida del brazo de su flamante esposo. Por un momento dejo de defender mi bandeja y me uno a los aplausos. El jardín, la música, los novios y el sol desapareciendo justo en ese momento en el horizonte, lanzando sus últimos rayos. Como una postal preciosa. La alegría de Ana es contagiosa y no puedo evitar sonreír. Una multitud les rodea, abrazándoles y deseándoles lo mejor. Por unos instantes nuestras miradas se cruzan y mi amiga me lanza un beso con la mano.

Contemplando la escena, no puedo evitar pensar en el rito de paso que supone ese momento en que un hombre y una mujer deciden unir sus vidas y emprender juntos un camino. Y deciden sellar esa alianza ante el resto de la tribu. O del grupo, o de la sociedad. Siempre ha sido así. En todas las culturas los ritos de paso marcan esos hitos fundamentales: el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Y la tribu se alegra de esa unión y se une a la fiesta porque esa opción supone la supervivencia del grupo. Luego están los que no se deciden y se saltan ese rito de paso. El único que te puedes saltar, porque los otros tres, te pongas como te pongas, no se eligen.

Siempre me han encantado las bodas, desde pequeña. Y siempre me ha gustado observar las costumbres y las cosas que hace y dice la gente que con su presencia ratifica esa unión. Hace poco volví a ver una de las mejores películas de la historia del cine, Centauros del desierto. Incluso en medio de la inhóspita y polvorienta Texas, una treintena de personas se reúnen felices a celebrar una boda, entre cantos, bailes y ponche. Aunque al final no llega a celebrarse porque en el último momento irrumpe el verdadero amor de la chica, después de cinco años de ausencia y una única carta en todo ese tiempo. Y la chica interrumpe la fiesta cuando le ve aparecer. Y no lo mata. Eso sólo pasa en el cine, claro, pero esa es la grandeza del cine.

Hay otras bodas que no llegan a celebrarse, a causa de novias a la fuga… Lo que me hace pensar en las proposiciones de matrimonio que rechacé… Tres, bueno… cuatro. Sí, cuatro. Aquello también se puede considerar proposición, recuerdo con una media sonrisa nostálgica. Me sacudo la nostalgia de golpe cuando la orquesta empieza a interpretar con fuerza la melodía When the saints go marching in. Creo que es la señal para entrar en el comedor. Así que me sujeto el vestido y con la mano libre voy marcando el compás, mientras me uno al grupo que, obediente, se dirige al interior de la finca. Me detengo un momento frente al panel con la distribución de mesas. Leo que mis compañeros acumulan varios apellidos compuestos. Yo no tengo apellido compuesto. Mesa número siete. El número sagrado en muchas culturas. ¿Será una señal? En fin, allá vamos… Todo sea por Ana. Me debe una. 


Agosto 2019


sábado, 3 de agosto de 2019

DE CAPULLOS Y OTROS SERES DEL FIRMAMENTO



Estoy con mi amiga Elena en una terraza del centro de Madrid. No sé cómo lo hace pero siempre descubre lugares con encanto. Porque nadie diría que estamos en el centro de la capital. Apenas llega el ruido de los coches y nos envuelve un jardín cuidado que es un desahogo al calor tórrido de estos días de agosto. Me llevo a los labios la pajita que sobresale de una enorme copa de balón llena de hielos y un agradable brebaje de color naranja. Cero alcohol. Hemos decidido pasarnos a la vida saludable y desterrar el alcohol de nuestras vidas. De momento.

-          ¿A que está bueno? –afirma más que pregunta y yo asiento con la cabeza-. Lleva melocotón, melón y zanahoria. Lo descubrí el otro día y pensé que era el lugar perfecto para ponernos al día.

Y en eso estamos. Poniéndonos al día antes de las vacaciones, después de varias semanas sin vernos. Mi amiga es una superwoman del siglo XXI. Tiene un trabajo de responsabilidad en una multinacional, un marido estupendo y tres hijos de catálogo. Y ella va siempre perfecta. Con esa melena impecable con unas mechas que nunca se ponen amarillas pollo. Después de tantos años, sigo sin saber dónde está su secreto. A su lado a veces me siento un poco intimidada. Bueno, no eso exactamente. Me siento… cómo diría… poquita cosa. Y no porque ella vaya de sobrada, sino por ese rollo mío de la autoestima. Así que esta vez he decidido esmerarme para no sentirme menos. He elegido con cuidado el modelito de hoy e incluso he estado un buen rato con el alisador, domando mis rizos. Las mechas rubias las desterré hace años, ya no son más que un recuerdo ochentero, de cuando era una jovencita con éxito dispuesta a comerme el mundo. Al final el mundo me comió a mí. Pero a veces consigo escabullirme de sus fauces un rato y vuelvo a disfrutar de la vida, como cuando era una jovencita de mechas rubias y sonrisa perfecta, siempre rodeada de admiradores. Bueno, o de algún admirador, aunque fuera solo uno. Porque tenía a mis fijos.

-          Rebeca… vuelve…

-          Perdón. Discúlpame –digo abandonando de golpe mis recuerdos y regresando al 2019.

-          Estabas muy lejos.

-          Sí, pero ya he vuelto. ¿Entonces Gonzalo bien en el campamento? Habrá ganado todas las medallas del mundo ¿no? –Ufff… Creo que Elena llevaba un rato hablando de sus hijos y no me he enterado de nada. Doy vueltas a los hielos con la pajita, disimulando.

-          Jajaja… algunas, sí. Pero bueno, ya está bien de hablar de mí y de mi familia. ¿Tú cómo estás? –pregunta con interés.

Me lo temía. La verdad es que preferiría seguir hablando de sus niños y no de mí. No me apetece recordar mi último fracaso. Vale, quizás fracaso sea un término demasiado fuerte. No, tampoco ha sido eso pero… digamos que me decidí a asomar la cabeza fuera de las fauces de la vida, y me lancé al ruedo. Sin pensar. Yo que siempre lo planifico todo y voy y me lanzo sin paracaídas y sin colchoneta ni plan b.

-          ¿Qué tal con tu último admirador misterioso?–pregunta cruzando los brazos sobre la mesa y fijando plenamente su atención en mí.

-          Elena, no me mires así. No te quiero decepcionar. No hay mucho que contar.

-          El que no me quieres presentar, por cierto.

-          No es que no te lo quiera presentar, es que ya sabes que no vive en Madrid. Y tiene niños. Y está separado. Y en fin, que es todo complicado.

-          Bueno, que esté separado y tenga niños, a nuestra edad es lo más normal del mundo, hija. Tampoco me parece un problemón.

-          Si es que no hay quien lo entienda. De repente un día parece que me quiere, incluso que está enamorado de mí. Un poco, por lo menos. Y luego desaparece una semana. Y luego vuelve a aparecer…

-          ¿A qué le llamas aparecer?

-          Al wasap, a llamadas de teléfono. Si yo sé que esto no va a ningún lado. En fin, que es un capullo y se acabó. No quiero saber nada más de él.

-          ¿Lo has pensado bien? Hombre, por lo que me has contado de él no parece tan capullo.

-          Un gilipollas –aclaro taxativa. Y para reafirmarme, doy otro sorbo a mi bebida anaranjada.

-          A ver, Rebeca. Que el mundo está lleno de capullos, es un hecho científicamente demostrable. Seguro que hay alguna universidad de Estados Unidos que ha hecho un estudio sobre eso.

Estallamos a la vez en una carcajada. Ya echaba de menos mis conversaciones con mi querida Elena. Tiene la maravillosa habilidad de levantarme el ánimo y ayudarme a sortear las tormentas. Siempre que ha habido una tormenta, recuerdo a Elena a mi lado, como un piloto experimentado, lanzando nuestra nave contra olas gigantes.

-          ¿Y no sería hora de que dierais un paso? Tanta llamadita, tanto mensajito… chica, que ya somos mujeres de mediana edad. De muy buen ver, por cierto, pero de mediana edad.

-          ¿Qué quieres decir? –pregunto entornando los ojos.

-          Pues que le digas que a partir de ahora, os organizáis para veros mínimo un fin de semana al mes. Llámame antigua pero estas relaciones virtuales no me convencen. Además, que no lo has conocido en internet, que os conocéis en carne y hueso y en ese primer encuentro surgió el flechazo ¿no? Ya, Rebeca, que parecéis adolescentes, hija. Y te lo digo con todo el cariño del mundo porque eres mi miga y te quiero. –Alarga la mano y me da un rápido apretón cariñoso en el brazo.  

Suspiro. Me quedo unos instantes mirándola. Debo reconocer que tiene razón, pero si él es tan ambiguo y no da un primer paso claro…

-          Pues lo das tú, que pareces una señorita de la era victoriana.

-          Que no, Elena, que se acabó. Que es un capullo. Paso de él. Se acabó. Paso de estar todo el día pendiente del móvil y de si se ha levantado con el Sol en Júpiter o la Luna en Urano o Saturno, o qué se yo. Paso -sentencio. Y me siento fenomenal, como si me hubiera quitado una losa de encima. Otro sorbo al brebaje naranja para celebrar mi coraje.


Mi amiga resopla y mueve la cabeza de un lado a otro, y su melena impecable acompaña el movimiento acompasado. De repente, el bolso que descansa sobre mi pierna empieza a vibrar con insistencia. Lo abro, rebusco y finalmente lo encuentro aprisionado entre una libreta, un paquete de pañuelos de papel y una barra de labios. Me acerco la pantalla a los ojos. Una llamada perdida del capullo y siete wasaps seguidos, interesándose por mí, deseándome una feliz noche y diciendo que me echa de menos. La expresión de mi cara ha debido de cambiar porque Elena se echa a reír.


-          No me lo digas… ¡Es el capullo! Pobre, le debían de estar pitando los oídos.

-          Bueno, quizás tengas razón y no sea tan capullo… -concedo comiéndome con patatas mis palabras-. Si en el fondo es majo… más mono…

Elena alarga su brazo y le paso el móvil. Lee la ristra de mensajes. Que no es algo que haga habitualmente, dejar que lea los wasap, pero la ocasión lo merecía.

-          De acuerdo. Esto merece dos cervezas. Volvamos a las malas costumbres –dice levantando el brazo para llamar la atención del camarero.

-          O mejor dos gin-tonics ¿no? Total, ya que nos vamos a saltar los buenos propósitos, hagámoslo a lo grande.



Agosto 2019

miércoles, 24 de julio de 2019

YO VINO Y TÚ, CERVEZA



Se quedó observándolo sin que él se diera cuenta. Le daba la espalda, inclinándose levemente sobre el fuego, preparando la cena. Sus brazos fuertes cortaban en trozos pequeños tomates y cebollas que iba vertiendo en la sartén. De vez en cuando, interrumpía la acción para llevarse a los labios un botellín de cerveza. Era alto, era fuerte, y allí estaba ella observándolo desde el sofá, sin perder detalle de todos sus movimientos elegantes. Hubiera querido levantarse de un salto, rodearle la cintura con los brazos y apoyar la cabeza sobre su espalda. Pero no lo hizo. Había algo hosco en su actitud, algo que le obligaba a quedarse anclada en aquel sofá. Cómo explicarlo. Era como si él hubiera levantado una barrera.

Lo que debería haber sido un gesto natural, un abrazo cargado de amor, se quedó dentro de ella para siempre. Visto desde fuera podría parecer la típica escena doméstica de una pareja unida por el tiempo y el cariño. Él preparaba la cena, mientras ella charlaba con él desde el sofá. De qué había pasado desde la última vez que se habían visto, qué habían hecho ese día, qué iban a hacer mañana. Juntos. Sin embargo, cada vez que ella intentaba comenzar una conversación, recibía un monosílabo como respuesta. Al tercer intento, se dio por vencida y echó hacia atrás la cabeza, apoyándola contra el sofá, no contra su espalda. Pero le siguió observando. Eso no se lo podía quitar. Sus ojos recorrieron lentamente su cuerpo esbelto, su cabello moreno algo despeinado, sus hombros anchos, sus brazos fuertes, sus piernas largas enfundadas en unos vaqueros desgastados. De repente, él se giró y ella fingió seguir con atención la película. Dio un sorbo a la copa de vino que tenía entre las manos. Y otro sorbo, y otro, hasta que se acabó. Se levantó a rellenar la copa y tuvo que detenerse unos segundos porque el vino debía de ser más fuerte de lo que se había imaginado. O quizás es que había bebido demasiado rápido. Suspiró.

-          ¿Y ese suspiro? –preguntó él decidiéndose a despegar los labios.

-          Nada –respondió sonriente.

Se acercó a él porque la maldita botella estaba justo al lado de su botellín de cerveza. Sin mirarle, se sirvió otra copa. Hasta arriba. Ya que no se hablaba, bebería. Y vería la película. Y a lo mejor, hasta cenaba. Se armó de valor.

-          Estás muy serio.

-          No, qué va. Sólo un poco cansado.

-          Ya. Será eso.

Él se quedó mirándola, con esa mirada profunda tan suya, tan cargada de… de qué. ¿De misterio? No, eso sonaba a folletín barato. Pero esos ojos hablaban más que sus labios. A veces la miraba de una manera que le hacía estremecerse. Incluso a veces su sonrisa alcanzaba sus ojos y ella se sentía feliz, por un momento siquiera. Adivinando la felicidad que pugnaba por abrirse paso a través de esa barrera invisible y silenciosa.

Muchas veces ella recordaría esa escena y sus emociones. Las noches de insomnio eran cada vez más frecuentes. Las noches cálidas de verano invitaban a regodearse en el pasado, en lo que pudo haber sido y no fue. O a lo mejor nunca habría podido ser. Quizás todo fueron imaginaciones suyas. Había algo que se escapaba, que no había logrado entender. Entonces, suspirando profundamente, vuelve a ver sus ojos, vuelve a sentir su mirada profunda como si la tuviera delante. Y por un instante, sólo un instante, se atrevería a decir que no lo soñó.



Julio 2019