Hoy tengo el día tonto. Tumbada en la arena, contemplo el
mar. La tarde va cayendo hasta quedar cubierta por una preciosa puesta de sol
de un verano que se resiste a marchar. Y poco a poco tu sonrisa y el brillo de
tus ojos se han mezclado con las luces rojizas del atardecer. Echo de menos tus
caricias. Echo de menos tu compañía. De pronto he recordado cuando me giraba y
te encontraba a mi lado. Siempre estabas ahí y me mirabas y sonreías. Y yo te devolvía
feliz mi sonrisa.
Pero entonces me he acordado de aquella amiga a la que su
marido en castigo a su tremenda osadía de pasar un fin de semana conmigo, se
llevó a los niños un domingo de excursión y no regresaron a casa hasta la
medianoche, a pesar de que eran pequeños y a partir de las ocho de la tarde
ansiaban su casa y su cama porque al día siguiente había cole.
O aquella otra amiga que su novio le montó un numerito de
esos inolvidables en mitad de la calle, levantándole la voz y poniéndose
agresivo. Humillándola ante todo el que pasaba por allí.
O aquel otro que no paraba de llamarla a todas horas para
controlar lo que hacía en cualquier momento del día. Y no puedo evitar recordar
al marido de esa amiga que todos los días llega a casa a las nueve de la noche,
si no más tarde, cuando los niños ya están bañaditos y acostados y no dan
guerra. Te apañas tú solita con los cinco.
Y la que no para de llorar desde que se ha enterado de que su
encantador de serpientes, ese que le prometía la luna, se le había olvidado
contarle el pequeño detalle de la existencia de una esposa y dos hijos.
Y contemplando la belleza de los últimos rayos de sol,
intento ser positiva y me esfuerzo en identificar alguna pareja que envidie… Pienso…
Entorno los ojos… Me concentro, de verdad que lo hago…. No puede ser… alguien
tiene que haber.
¡Pero qué carajo les pasa a los hombres de hoy en día! Por
más que me esfuerzo, a mi mente sólo llegan imágenes de parejas del pasado.
Recuerdo a mi tía Marita, que enviudó demasiado pronto y sólo cuenta cosas
bonitas de su marido. A mi vecina del tercero, que todavía le da la mano con
cariño a su marido cuando salen a pasear cada tarde. Me vienen imágenes de esos
hombres ideales de las películas de los años cincuenta. Bueno, eso era cine,
así que no vale… o quizás sí, porque mostraban unos valores y unos modelos que,
supongo, reflejarían en cierto modo la sociedad de entonces.
Y pienso en lo bien que estoy. Nadie me controla, nadie me
presiona, nadie me humilla, nadie me trata sin respeto. Nadie me hace sufrir.
Suspiro mientras me voy incorporando con pereza de la arena y, sin apartar los
ojos del horizonte, donde se van mezclando el mar y los rayos del sol, empiezo
a recoger todos los objetos que han quedado desperdigados alrededor de la
toalla. Unas gafas, un libro, una botella, un bote de crema… Pienso en mis
pobres amigas y en lo bien que estoy yo, aunque no haya nadie que me ponga
crema en la espalda. Empiezo a notar una molestia, un picor molesto justo entre
los omoplatos. Me he vuelto a quemar. ¡Otra vez! Siempre ahí. Miro alrededor.
Nadie que me ponga el «aftersun». Sacudo con fuerza la toalla. Pues
nada, a aguantar la quemadura. Mañana se pasa. Y encantada de la vida, con mi
quemadura en la espalda, echo a caminar por la orilla. He avisado al principio, que tenía el día tonto. Demasiado sol quizás. Pues eso.
Septiembre 2018