domingo, 20 de diciembre de 2015

AQUELLOS TRENES



Siempre he pensado que los trenes tienen algo de romántico. Siempre que me subo a un tren –y tengo la suerte de que me toca una ventanilla completa y el viaje es de día- me envuelve una extraña sensación, como si estuviera expectante. Luego no pasa nada, claro, pero me asomo a la ventana, mientras me alejo feliz del asfalto gris, y contemplo el paisaje que pasa rápidamente ante mis ojos. Y observo con expectación. E imagino mil historias. Veo casas abandonadas en medio de la nada e imagino las vidas que se vivieron entre sus cuatro paredes. Pienso que esos montones de piedra una vez fueron un hogar y que esas paredes fueron importantes para las personas que las habitaban. ¿Dónde estarán ahora? ¿Cuándo se abandonó? ¿y por qué? Luego siguen campos extensos, un cielo azul, olivos, encinas, la tierra roja… Un castillo derruido, un pueblo a lo lejos, una pequeña carretera secundaria, un caminante con su perro… Y me imagino yo recorriendo esos caminos solitarios, respirando aire puro –y no ese aire contaminado que respiro cada día.

Y mientras el paisaje sigue su carrera veloz y me invade más y más esa mezcla contradictoria entre paz y anticipación, recuerdo tantas historias que he leído con un tren como escenario. Ante mis ojos un anuncio de los trenes de lujo que recrean el pasado. Agatha Christie era muy aficionada a ellos. Varias de sus novelas tienen como escenario los vagones de un tren. Y lo relata maravillosamente. Y me imagino la heroína de una de sus historias. Pura contradicción. Tengo muy inculcado eso de no hablar con desconocidos.

Poco más de dos horas después llego a mi lugar preferido en el mundo. A lo lejos se vislumbra el mar, que brilla bajo un sol radiante de otoño. He llegado. Desciendo del tren. No ha pasado nada, claro. No me he convertido en la heroína de ninguna novela misteriosa. Pero me gusta mi realidad. Ya me veo junto al mar con una cerveza en la mano rodeada de la gente que quiero. Oigo mi nombre, salgo de mi ensoñación. Mi nombre suena más alto y dos torbellinos se me lanzan al cuello entre risas. Y escondo tu recuerdo en el lugar más recóndito de mi mente. Encerrado y enterrado para que no pueda difuminar mi alegría. Ahí te quedas, porque me siento bendecida por tantas cosas que he recibido. ¿Quién necesita ser la heroína de la novela si los tengo a ellos? Mi ensoñación queda atrás. Prefiero disfrutar plenamente  del presente.

domingo, 29 de noviembre de 2015

GUERRA CONTRA LOS APACHES



Los indios apaches constituyen uno de los siete los grupos atapascanos: chiricaua, jicarilla, kiowa-apache, lipan, mescalero, navajo y apaches occidentales. Ocupaban un gran territorio: parte del este de Arizona, casi todo Nuevo México, sur de Colorado, oeste de Oklahoma y parte de Texas. Los siete grupos compartían muchos aspectos comunes, pero presentan también algunas particularidades propias. Existe poca información etnográfica fiable anterior a 1900, aunque a principios del siglo XX se llevaron a cabo estudios cuyos resultados han permitido reconstruir la cultura apache en torno a 1850 (G. Gordon en Basso 1983). Los datos referentes a la guerra e incursiones están tomados en su mayor parte de testimonios directos del siglo XVIII. En cualquier caso, es preciso señalar que apenas se conocen datos de los apaches anteriores a 1600 por la ausencia de contacto con los españoles hasta esa fecha.

            Los apaches occidentales ocupaban parte de Arizona y Nuevo México y se dividían a su vez en cinco grupos: Northern Tonto, Southern Tonto, Cibecue, White Mountain y San Carlos. Todos ellos hablaban la misma legua, de la familia atapascana, con ligeras variantes (Opler 1983: 368).

El aspecto bélico de los apaches condicionó la vida de la frontera septentrional de Nueva España desde el inicio del contacto. Varios factores contribuyeron al éxito de sus ataques: política militar española poco efectiva, práctica ausencia de presidios -y los que había poco guarnecidos-, retirada de la población española hacia el centro de Sonora y traslado de los indios sobaipuris en 1762 del valle de San Pedro a las misiones del valle de Santa Cruz para reforzar éstas, dejando abierta la entrada a los apaches por esta zona. Pero también hay que buscar la causa de sus victorias en su propia táctica y organización. Ya en la época, los españoles se preguntaron sobre el porqué de la dificultad de vencer a este pueblo. Un militar, buen conocedor de la zona y de los apaches, elaboró una interesante y completa relación en torno a 1762 en la que comienza hablando de su constitución física, de su alimentación a base de frutas y carne asada, y de su religión.

            El autor[1] considera que la dificultad de vencer a los apaches se basa en varios factores: se hallaban en su hábitat natural, eran valientes por naturaleza, destacaba su agilidad a caballo que superaba a la de los europeos -a pesar de ser un elemento nuevo para ellos-, y habían desarrollado una gran resistencia a la sed, el hambre y la intemperie. El autor realiza una interesante consideración en cuanto a su actitud ante la muerte, pues relata asombrado que, a diferencia de los europeos, los apaches morían sin expresar ningún temor e incluso entonaban cantos. Señala que el motivo que llevaba al apache a guerrear no era sólo el odio, sino también la utilidad porque «no siembran, ni cultivan la tierra, ni tienen crías de ganado (…). Desde que en los Españoles encuentran por medio del hurto, lo que necesitan». Parece que los ataques frecuentes a las misiones y poblaciones españolas no tenían como objeto ampliar su territorio o expulsar a los españoles, sino que era una forma de obtener durante todo el año alimentos, ganado y caballos. Constituían, por tanto, su modo de subsistencia. Probablemente por este motivo nunca cometieron asesinatos en masa (Basso 1986: 466). Aunque hay autores que opinan que otro de los motivos de los ataques apaches, especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII, habría que buscarlo en el hecho de que deseaban vengarse y a la vez defenderse de los españoles que les sometían a la esclavitud (Weber 2000: 272-273). En cualquier caso, la guerra constituía un elemento fundamental de la cultura apache.

          A pesar de que los ataques fueron en aumento a medida que avanzaba el siglo XVIII, ya se producían mucho antes del contacto, y no sólo como fuente de subsistencia, sino también como resultado de su posterior expansión hacia el oeste (Hernández 1957, 43 y 50; Jorgensen 1983, 695, 699 y 707). Ya desde los primeros contactos de europeos se hace referencia a los ataques permanentes de los apaches. Los primeros testimonios escritos corresponden al padre Kino[2] y al capitán Mange[3]. En su visita a las ruinas de Casa Grande junto al río Gila a finales de siglo XVII, los pimas les informaron de que este asentamiento había sido abandonado por sus antiguos pobladores –los hohokam- más de dos siglos antes, debido a los ataques apaches (Mange 1926, 253; Kino 1989, 29). Por otra parte, el movimiento hacia el oeste fue ocasionado por los comanches a principios del siglo XVIII, quienes a su vez retrocedían desde Nuevo México ante el avance de sus enemigos los pawnee, ocupando así territorio apache, obligando entonces a éstos a introducirse en Arizona.

            Los ataques eran más frecuentes en invierno, cuando escaseaba la comida, ya que la subsistencia de los apaches occidentales se basaba principalmente en la recolección, la caza y, en menor medida, en la agricultura, tanto producida directamente como resultado del robo a sus vecinos pimas, pápagos y maricopas. Cuando el objetivo era el robo iban en un grupo reducido, pero si querían destruir pueblos, entonces se unían varios grupos para llevar a cabo el ataque. En ambos casos un hombre tomaba el mando y siempre iban a caballo. Se movían en silencio para atacar por sorpresa, a menudo de noche, se arrastraban con destreza, eran capaces de imitar perfectamente el canto de aves nocturnas, el aullido de los lobos, coyotes y otros animales.

                 «No cabe en explicación decir la rapidez con que atacan, el ruido con que  pelean, el terror que derrama en nuestra gente, ni la prontitud con que dan fin a todo» (Noticias y reflexiones c. 1790, 250v).

            Es necesario distinguir entre dos tipos de ataques: incursiones y guerras. El objetivo de las primeras era obtener botín -especialmente alimentos, ganado y caballos- y se trataba de evitar el enfrentamiento y el derramamiento de sangre. Los apaches eran cazadores y recolectores, aunque la ganadería y agricultura se convirtió en una base importante para los navajos. Entre los apaches occidentales, las incursiones se organizaban cuando las  provisiones escaseaban. En estos casos el jefe de un grupo local hacía un llamamiento para que voluntarios se unieran a la expedición. Podían participar todos los hombres que hubieran superado el período de instrucción, que se llevaba a cabo como parte de un rito de paso entre los jóvenes. Estos grupos estaban formados normalmente por un número reducido, de cinco a quince hombres, puesto que gran parte del éxito dependía de que el grupo viajara sin ser visto. Las incursiones se realizaban generalmente de madrugada y dos o tres hombres sacaban el ganado de la forma más silenciosa posible y emprendían la huida velozmente hasta alcanzar la seguridad de su territorio. En cambio, el objetivo de la guerra era vengar la muerte de algún apache, lo que implicaba derramamiento de sangre. Mientras que los participantes en las incursiones eran sólo hombres de un único grupo local, las expediciones de guerra estaban compuestas por diferentes grupos relacionados entre sí. Una vez tomada la decisión de organizar una expedición, el jefe del grupo local de la víctima mandaba mensajeros a otros grupos locales invitando a los familiares a participar. Los hombres se reunían y tomaban parte en un ritual previo al ataque. Estos grupos estaban formados por unos doscientos hombres bajo el mando de un único jefe. Se prefería atacar la ranchería de los que habían matado a los suyos, pero si no se sabía con seguridad quién había sido el autor de la muerte bastaba atacar cualquiera. Por la noche, en silencio, se rodeaba el objetivo y se atacaba de madrugada, matando el mayor número posible de enemigos (Basso 1983, 476;  Anza 1729 en Polzer y Sheridan 1997, 303).

            Los apaches solían atacar los pueblos españoles durante la celebración de la misa y más en invierno que en verano, al ser en invierno las noches más largas y poderse así proteger por la oscuridad, además de ser la época en que más escaseaban los alimentos. La Pimería[4] era insegura por estos ataques a pueblos y también por los ataques en los caminos. Esta situación de inseguridad fue causa del perjuicio económico para la zona, pues los apaches robaban cada año cientos de cabezas de ganado y caballos.

                  «Antiguamente rica y poblada se halla oy en mucha decadencia, sea porque  se han agotado los planes de sus labores de minas o por las continuas hostilidades  de los indios enemigos» (Nentuig 1785, 10r)[5].

            Para los misioneros que trabajaron en la Pimería, los apaches siempre fueron motivo de preocupación y eran definidos como enemigos jurados de pimas y ópatas. Los informes de los jesuitas de mediados del siglo XVIII constituyen fuentes importantes sobre la situación de la frontera norte y sus habitantes. En ellos denuncian la inseguridad de la zona y manifiestan la intención de colaborar en la reconstrucción de la región y aportar soluciones para su defensa. Con el objetivo de intentar paliar la situación, la Corona decidió construir un presidio en la frontera, pero los apaches superaban a los soldados en número, por lo que no siempre era posible mantenerlos a raya. De hecho, la línea defensiva de presidios resultó siempre poco efectiva.

                       

Bibliografía
 

BASSO, Keith H. (1983). «Western Apache» en Handbook of North American Indians,  vol. 10, Southwest,  Alfonso  Ortiz,  ed., pp. 462-488. Washington: Smithsonian Institution.

BANNON, John F. (2001). The Spanish Borderlands Frontier, 1513-1821. Albuquerque: University of New Mexico Press.

BURRUS, Ernest J. (ed.) (1963). Misiones norteñas mexicanas de la Compañía de Jesús  (1751-1757), Biblioteca Histórica Mexicana de Obras Inéditas, 25. México: Antigua Librería Robredo de José Porrúa e Hijos, Sucs.

HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, Mario (1957). La última expansión de España en América. Madrid: Instituto de Estudios Políticos. 

JOHN, Elizabeth (1988). «Bernardo de Gálvez on the Apache frontier» en Journal of Arizona History  29, pp.427-430.

JORGENSEN, Joseph G. (1983).«Comparative Traditional Economics and Ecological  Adaptations» en Handbook of North American Indians, vol. 10, Southwest, Alfonso Ortiz, ed., pp.684-710. Washington: Smithsonian Institution.

KINO, Eusebio Francisco (1989). Las misiones de Sonora  y Arizona  (comprendiendo:  la crónica  titulada «Favores celestiales» y la «Relación diaria de la entrada al Noroeste»), Francisco Fernández del Castillo, versión paleográfica e índice; Emilio Bose, prólogo. México: Porrúa. (El documento original se conserva en el Archivo General y Público en México, Sección de Misiones, tomo 27).

MANGE, Juan Mateo (1926). Luz de Tierra Incógnita en la América Septentrional y  Diario de las Exploraciones en Sonora, versión, notas e índice alfabético por Francisco Fernández del Castillo. Publicaciones del Archivo General  de la Nación, tomo X.  México:  Talleres Gráficos de la Nación, «Diario  Oficial». (El documento original se conserva en el  Archivo General de la Nación en México, volumen 393, Historia, ff.47r-95v).

NAVAJAS JOSA, Belén (2011). Aculturación y rebeliones en las fronteras americanas. Las misiones jesuitas en la Pimería y el Paraguay. Cuadernos Americanos Francisco de Vitoria, vol. 13. Madrid: Universidad Francisco de Vitoria. 

NENTUIG, Juan de (1785). «Descripción geográfica, natural y curiosa de la Provincia de Sonora por un amigo de el servicio de Dios y deel Rey Nuestro Señor. Año de 1764». Madrid: Museo Naval. Ms. 567,Virreinato de Méjico, tomo I, doc.2, ff.6v-34v. (Es copia de los capítulos I y II de la Descripción de Nentuig).

NOTICIAS Y REFLEXIONES (c.1790). «Noticias y reflexiones sobre las guerras que se mantiene con los indios apaches en la N.E.». Madrid: Museo Naval. Ms. 567, Virreinato de Méjico, tomo I, doc.11, ff.246r-270r. (Fuente anónima. Podría tratarse de una copia del marino Antonio de Pineda de un documento original de Bernardo de Gálvez)[6].

OPLER, Morris E. (1983). «The Apachean Culture Pattern and Its Origins» en Handbook  of North American Indians, vol. 10, Southwest, Alfonso Ortiz, ed., pp. 368-392. Washington: Smithsonian Institution.

POLZER, Charles W. y Thomas E. SHERIDAN (1997). The Presidio  and  Militia  on the Northern Frontier of New Spain. The Californias and Sinaloa-Sonora, 1700-1765,  Volume  Two,  Part  One. Tucson: The University of Arizona Press.

ROBLES, Vito A. (notas) (1939). Relación del viaje que hizo a los Presidios Internos situados en la frontera de la América Septentrional perteneciente al rey de España. México D.F.: Pedro Robredo. (Se trata del diario de 1768 del ingeniero Lafora. Documento original en la biblioteca de D. Pedro Robredo).

SPICER, Edward H. (1962). Cycles of Conquest. The Impact of Spain, Mexico and the United States on the Indians of the Southwest, 1533-1960. Tucson: University of Arizona Press.

WEBER, David J. (2000). La frontera española en América del Norte. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

 





[1] Se trata del documento que hemos titulado Noticias y reflexiones. En la ficha del Museo Naval pone «parece letra de Pineda», aunque aparecen tres tipos de letra diferente a lo largo del documento, pero la mayor parte corresponde al tipo de escritura que correspondería a Pineda. Por otra parte, un pequeño fragmento de este texto, en inglés, aparece en Weber (2000: 297) quien a su vez dice que Elizabeth John señala como autor del documento a Bernardo de Gálvez en su artículo «Bernardo de Gálvez on the Apache frontier» (JAZH 29, 1988, pp.427-430). Sobrino de José de Gálvez, nació en la provincia de Málaga en 1746. Pasó a Nueva España en 1762 y destacó por su campaña contra los apaches. En 1776 fue nombrado gobernador de Luisiana, en 1781 fue el héroe de la victoria de Pensacola (Florida) contra los ingleses y en 1785 sucedió a su padre como virrey de Nueva España. Murió un año después en México. Por tanto, es posible que el documento del Museo Naval sea una copia de Pineda, en torno a 1790, del texto original de Bernardo de Gálvez que habría sido redactado alrededor de 1762. En cualquier caso, el texto sería obra de un militar activo en las campañas contra los apaches.


[2] Eusebio Francisco Kino nació en Segno (Trento, Italia) en 1645. Entró en la Compañía de Jesús en 1665. Tras tener que renunciar a su sueño de misionar en Oriente, pasó a México en 1681. Participó en la expedición del almirante Atondo a California, de cuyas primeras misiones permanentes es fundador. Allí hizo su profesión en 1684. En 1687 fundó la primera misión de la Pimería Alta, Nuestra Señora de los Dolores, donde permaneció hasta su muerte en la misión de Magdalena, el 15 de marzo de 1711. Gracias a sus mapas, a sus escritos y a sus expediciones descubrió que California era isla, la América Septentrional se dio a conocer al mundo y avanzó la frontera norte del Imperio español.


[3] El aragonés Juan Mateo Mange fue compañero de Kino en muchas de sus entradas por la Pimería, algunas de las cuales reflejó en sus relaciones Luz de tierra incógnita y Diario de las exploraciones en Sonora.


[4] La región de la Pimería se situaba en el extremo norte de la frontera española. Limitaba al sur con el río Magdalena, al norte con el río Gila, al este con el río San Pedro y al oeste con el Golfo de California y el río Colorado. Ocupaba parte de los actuales estados de Arizona y Sonora.


[5] La Descripción de Sonora del padre Nentuig de 1764 es el relato más completo que existe sobre la provincia de Sonora, todavía gran desconocida en esas fechas. Posterior a la expulsión de los jesuitas, de 1785, es esta anotación, que aparece en el margen del documento conservado en el Museo Naval, que recoge parte de la obra de Nentuig, y señala el estado de decadencia en que había entrado la provincia.

 


[6] Más información sobre la posible autoría en nota 1 y Navajas 2011: 116.

domingo, 22 de noviembre de 2015

AQUELLOS A LOS QUE AMAMOS NUNCA MUEREN



Las historias imposibles me persiguen. Y yo me pregunto: «¿Tendré un imán?».
Hace unos días fui a un musical, Mi princesa roja. Un título sugerente que relata el amor imposible entre José Antonio Primo de Rivera y Elizabeth Asquith, el hijo del dictador y la hija del primer ministro inglés. José y Elizabeth. Imposible porque la muerte les separó definitivamente en 1936. Imposible porque así la definió él en unos papeles encontrados tras su muerte –«A ti, la imposible (…)». Ella murió en 1945, casualmente el día de mi cumpleaños, casualmente a mi edad. Y yo me pregunto: « ¿Tendré un imán?».
También ella le dedicó unas palabras en su libro The Romantic: «Aquellos a los que amamos viven para siempre en nuestro corazón y sólo mueren cuando nosotros morimos», una dedicatoria preciosa, de esas que te detienes a leer varias veces para asimilar todo su sentido.
La primera vez que oí hablar de esta historia imposible y desconocida fue hace diez años. En un escenario romántico, claro, casualmente: un castillo majestuoso, de esos de verdad, con sus torreones y murallas, perfectamente reconstruido. El autor había plasmado la historia en El hombre al que Kipling dijo sí.  Mi ejemplar tiene también una bonita dedicatoria: «A Belén, de la noche dos veces castellana, tras un hombre que nos dijo la verdad». No porque yo sea castellana, que no lo soy, pero estábamos en Castilla y en un castillo.
Por un extraño mecanismo, mi mente me lleva a relacionar esa historia con otra que me contaron, hace ya muchos años. Y aunque he olvidado los detalles, recuerdo los sentimientos que me transmitió.
Corrían los años finales de la década de los ochenta, esos que tuve la suerte de vivir intensamente. Un acto cultural multitudinario en un escenario histórico de Madrid. Ella había acudido con unos amigos a una presentación de un libro, creo recordar. La sala estaba atestada. Afortunadamente, los techos altos evitaban la sensación de opresión. Termina el acto pero la multitud permanece en la sala comentando. De pronto ella se siente observada –esa sensación extraña que todos hemos experimentado alguna vez cuando alguien a nuestra espalda nos mira fijamente- y se gira. Y allí estaba él. Con una mirada nueva. Aquel por el que había derramado lágrimas adolescentes, sonreía con cierta timidez y la miraba como nunca antes lo había hecho. Había pasado el tiempo pero la sensación de que le faltaba el aire, esa mezcla de angustia y felicidad, era la de siempre. Ella se recuperó rápidamente y le saludó como quien saluda al tendero de la esquina. Tras unas primeras frases banales, el encuentro terminó con una invitación a cenar al día siguiente. Entonces entendió aquello que se escribe en las novelas,  cuando los dos protagonistas, aunque estén rodeados por la multitud, sienten que no hay nadie más que ellos dos.
Por supuesto, la historia no terminó bien y ella volvió a derramar lágrimas, ya no tan adolescentes. Y el tiempo pasó. Veinte años o más. Hace unos meses sus caminos se volvieron a cruzar. Un destino caprichoso así lo quiso. Y me cuenta que aquellos sentimientos olvidados, esa mezcla de angustia y felicidad, seguían allí. Los había olvidado pero allí seguían. Pero él ya no la miraba como antes. O quizás sí. Me confiesa que hubo momentos en que creyó percibir un atisbo de aquello que fue. No, no lo creyó. Fue real, pero por razones que sólo él sabe, luchaba contra eso. «Olvídate de él», le aconsejó un buen amigo. «Sácatelo de la cabeza». Y así intentó hacer. Intentó. Le pregunté: « ¿Lo has conseguido?». Movió la cabeza, sonriendo: «No, pero está dormido». Fue entonces cuando recordé las palabras de Elizabeth –aquellos a los que amamos nunca mueren-. Será por eso que mi cerebro hizo la extraña conexión entre las dos historias. Supongo.
Y la extraña conexión me ha hecho desviarme de mi idea original. Hablaba yo de un musical. Sobre Elizabeth y José. No me defraudó. Es más, lo recomiendo. Resulta tan sugerente como su título y, aunque narra una historia imposible, es una historia preciosa, bien narrada. Las palabras de ella, de la princesa roja, evitan el poso amargo.  También recomiendo el libro, el de Kipling en el castillo. Y regresa, otra vez, mi pregunta recurrente, en un susurro: « ¿Tendré un imán?». Y sonrío.
Iba a acabar esta entrada con los versos de Kipling:
 If you can dream –and not make dreams your master;
If you can think –and not make thoughts your aim;
If you can meet with Triumph and Disaster
And treat those two impostors just the same.
If you can bear to hear the truth you’ve spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools (…)
 Sin embargo, junto a la frase recurrente, hoy me he levantado con una canción que me persigue, una muy conocida y pegadiza de Paloma San Basilio, y voy cantando por mi casa. « ¿Y por qué me persigue?» –me pregunto-. ¿San Basilio y Kipling? Casi parece una herejía. ¡Ah, claro! El viernes fui al Centro Dramático Nacional a ver Nora, 1959. También recomendable. Y aunque es una historia amarga -imposible una vez más-, esta versión empieza y termina con esta melodía. Y sales del teatro cantándola. Y me imagino un maravilloso salón de baile, con caballeros elegantes de esmoquin y mujeres hermosas con trajes largos y vaporosos que giran por la sala al ritmo de un vals. Yo me quedo en los años cincuenta tarareando su letra: Nunca, nunca me olvides, dime, dime que sí. Dame, dame tu vida, quiéreme siempre, dame tu amor, uoooohh.
 

Noviembre 2015

domingo, 15 de noviembre de 2015

PARÍS, BEIRUT Y BATTIATO


 
Con el espíritu sobrecogido tras los atentados de París y Beirut –y tantos otros- me asomo a la noche que me rodea, intentando hallar algo de paz. Y me llegan sonidos y sensaciones que otras veces me molestaban: el ruido del tráfico, la contaminación extrema de Madrid, el autobús que ruge… y que, sorprendentemente, actúan como un bálsamo sobre mi alma herida. Porque son sonidos y sensaciones que pertenecen a mi civilización,  a ese Occidente libre –con sus defectos, sí- pero que me permite expresarme en libertad. Que me permite plasmar mis pensamientos sin temor ninguno. Y hago mías esas palabras que Marcello Pera escribió hace ya más de diez años en un pequeño libro –Sin Raíces-, un inteligente y profundo diálogo con Joseph Ratzinger:

“Afirmo los principios de la tolerancia, la convivencia y el respeto, hoy característicos de Occidente, pero sostengo al mismo tiempo que, si alguien rechaza la reciprocidad de estos principios y nos declara hostilidad, o la yihad, entonces debe quedar claro que se trata de nuestro adversario. En pocas palabras, rechazo la autocensura de Occidente".

Occidente debe decir basta ya, con voz clara y potente. Hacer caso omiso de esos demagogos que, a pesar de la gravedad de la situación, siguen haciendo ruido. Resulta incomprensible que haya quien siga pensando que la culpa de todos los males del mundo la tiene Occidente. Quizás las palabras de Pera escapen a su inteligencia. Así que a estos demagogos les digo que se fijen en algo tan evidente como que el éxodo se produce desde los países islamistas a Occidente, nunca al revés -¡oh, casualidad!-. Y creo que con eso está dicho todo.
Anhelando la paz, busco en los recovecos de mi alma esos instantes en que la he sentido de manera profunda. Y me vienen a la memoria momentos de recogimiento en una pequeña iglesia. Entonces resuenan en mi mente unas palabras: «porque la paz que he sentido en ciertos monasterios, soy sólo la sombra de la luz…», palabras que pertenecen a la canción L’ombra della luce, con las que  Battiato abrió un concierto al que asistí hace pocas semanas, y que sonaban casi como una plegaria.

«Defiéndeme de las fuerzas contrarias,

En el sueño nocturno cuando no soy consciente

Cuando mi sendero se hace incierto

Y no me dejes nunca más.

Devuélveme a las zonas más altas

A uno de tus reinos de calma

Es tiempo de escapar de este ciclo de vida

Recuérdame lo infeliz que me siento

Lejos de todas tus leyes».
 
Al principio me sorprendió que eligiera este tema como inicio de un concierto. Enseguida lo entendí. De inmediato se creó un ambiente especial, casi mágico, lleno de luz –a pesar de la oscuridad de la sala- donde no se oía nada –a pesar de las tres mil personas allí reunidas-, sólo la voz personalísima del autor. Una voz que te envuelve y te atrapa, unas melodías que emocionan y unas letras profundas que invitan a la reflexión. Y a la paz.

Una tras otra, las canciones siguen llegando. Y me recreo en ellas.

«Sulle strade al mattino il troppo traffico mi sfianca

Mi innervosiscono  i semafori e gli stop

E la sera ritorno con malesseseri speciali

Non servono tranquillanti o terapie

Ci vuole un’altra vita».
 
Siempre me he sentido identificada con estas palabras. Como si Battiato las hubiera escrito para mí. Siempre he deseado huir de esta gran ciudad que nunca he logrado sentir como mía. No le pertenezco. Como el autor, mi anhelo es cambiar de vida, rebajar la velocidad a la que me muevo día tras día. Poder disfrutar de los pequeños momentos en otro lugar, más humano, más a la medida del hombre.
Y aunque sé que en el fondo siempre lo sentiré así y aunque sé que nunca me atreveré a cambiar de vida, hoy me vuelvo a asomar a la noche, al rumor del tráfico, al rugido del autobús, a las miles de luces que me deslumbran, y soy capaz de encontrar la belleza que hasta ahora se me había escapado. Y quiero que siga siendo así y quiero poder seguir viviendo en un mundo libre, en mi Occidente libre, donde puedo seguir rezando a mi Dios en libertad. Donde puedo seguir escribiendo sobre amores imposibles. 
                                                                                                                                             Noviembre 2015

«Y te vengo a buscar
Aunque sólo para verte o hablar
Porque requiero tu presencia
Para entender mejor mi esencia
(…) Debería cambiar el objeto de mis deseos
Sin conformarme con las alegrías cotidianas
Hacer como un ermitaño que renuncia a sí
(…) E ti vengo a cercare

Con la escusa di doverti parlare
Perché mi piace ció che pensi e che dici
perché in te vedo le mie radici
(…) E ti vengo a cercare
Perché stó bene con te…». 

(Franco Battiato, E ti vengo a cercare del álbum Fisiognomica, 1988)

lunes, 9 de noviembre de 2015

UNA NOCHE DE NOVIEMBRE




Las luces y la lluvia deformaban la escena, daban otra forma a la realidad. La estación estaba débilmente iluminada en aquella fría y oscura noche de noviembre. Había estado lloviendo todo el día, una eternidad parecía. Los pasajeros que esperaban la llegada de los trenes se agolpaban en la pequeña sala de espera. De vez en cuando se oía a lo lejos el sonido de un tren que se acercaba.

Entonces, algunas personas se levantaban lentamente, como si les costara salir al frío de la noche. Cargaban sus bolsas, sus paraguas, se calaban los sombreros, se subían el cuello del abrigo y se asomaban al andén con cara de resignación. Durante unos minutos se podía respirar con más libertad en aquella sala, pero, poco a poco, volvía a llenarse con nuevos viajeros. El tren que Charlie esperaba llevaba ya más de una hora de retraso. Las últimas indicaciones aseguraban que en tan sólo unos minutos efectuaría su entrada en la estación. Durante todo este tiempo había podido entretenerse, a falta de algo mejor que hacer, en observar a los personajes que le rodeaban e inventarse las historias que había detrás de cada uno de ellos. Había despertado su interés, muy especialmente, una bella joven que había entrado en la sala pocos minutos después de que él lo hiciera. Quizás bella no fuera exactamente la palabra adecuada, no. Interesante, atractiva… Había algo en ella difícil de describir. Sí, Charlie la encontraba interesante y atractiva, a pesar de su cabello empapado y una gabardina demasiado grande que se había quitado al entrar en la sala. El rostro de la joven era dulce y expresivo, en contraste con la dureza que transmitía el suyo. 
Por fin, el altavoz anunció entre interferencias y pitidos la llegada del tren. Charlie se incorporó, sacudió las piernas, cogió su maleta y se dirigió hacia la puerta. La joven del cabello empapado también se puso en pie. 

- Perdone –dijo dirigiéndose a ella-. Creo que olvida su gabardina.

Ella se giró, miró hacia donde indicaba Charlie y sonrió mirándole a los ojos: 

- Sí, es mía. Muchas gracias. 

Él le cedió el paso y la siguió. Una expresión risueña alcanzó su mirada, suavizando la dureza de su rostro. Ella se dirigía hacia su mismo vagón. 

- Déjeme que la ayude a subir el equipaje. 
 
Ella volvió a sonreír, con una sonrisa que iluminaba la oscuridad de la noche. Y Charlie la siguió hacia el interior del vagón, agarrando fuertemente su equipaje, como deseando no desprenderse nunca de él…
 
 

Noviembre 2015
 
 
 



 

domingo, 1 de noviembre de 2015

RECUERDOS DE UN VIAJE A PALMIRA


Ayer soñé con Palmira… Ayer volví a soñar con Palmira… Otra vez… Saltando entre sus piedras sin ninguna preocupación en mi mundo de entonces. Esa imagen parece un símbolo de un tiempo pasado que creo mejor. Y quiero regresar a él, y se me escapa. Me despierto con desasosiego. El Mal estaba ahí, presente en mi sueño. Intentaba alcanzarme y yo corría y corría.

Lo mejor para combatir esta sensación, un buen café. Preparo el desayuno, saboreo ese pequeño gran placer de la mañana, mientras abro el periódico. Y están ahí otra vez esos titulares, como un mal sueño. Otro atentado yihadista, una nueva detención de islamistas a punto de provocar otra masacre, otra vez la religión mal entendida, como una excusa para aniquilar. Oriente contra Occidente. Mientras Occidente mira hacia otro lado, pensando “ya pasará”. Quizás ahora empieza a mirar de soslayo, porque ve que no pasa. El mal sigue ahí y se va extendiendo. Y Occidente envuelto en su capa de relativismo, como si fuera una coraza protectora. Esa terquedad incomprensible y buenista, que se niega a aceptar que el mal es real. Afortunadamente, poco a poco se van alzando voces que instan a Occidente a despertar de  su letargo.

Sigo leyendo. Una foto llama mi atención. Un refugiado sirio sostiene en sus brazos a un niño rubio. Es un padre que protege a su hijo, que se ha visto obligado a huir de su tierra con la esperanza de salvar su vida y ofrecerle un futuro. Como él, tantos otros han emprendido ese camino desesperado y peligroso como única salida. Los refugiados se amontonan en barcas a la deriva y en campamentos improvisados. Algunos políticos protestan ante lo que consideran una molestia. Yo no sé cuál es la solución pero es necesario hacer algo, además de rezar.

Cierro el periódico, intentando ahuyentar el mal, y sigo saboreando mi café. Y de improviso me vienen a la mente imágenes de un lejano viaje a Siria. A una Siria que conocí y ya no existe. Las imágenes van desfilando, desordenadas, fragmentos del pasado. Piedras doradas en Palmira, el club de médicos de Homs donde almorzamos –hoy destruido-, un caravanserai en medio del desierto –es fácil evocar las caravanas de camellos que por allí pasaron-, el imponente castillo Crack de los Caballeros –donde resuenan ecos de los Templarios-, las voces y olores de las calles de Damasco. Una ciudad por la que una joven, fácilmente reconocible por sus ropas occidentales, podía pasear sola.

“¿Siria?” – recuerdo que preguntamos sorprendidos a mis padres – “¿Un viaje a Siria? ¿Y ahí qué hay?”

Nos sentamos alrededor de la mesa del salón y allí, ilusionados, empezaron a sacar papeles, fotografías y todo tipo de folletos que habían recogido en la agencia de viajes. Lo que en un principio me pareció una extravagancia original de unos padres muy viajeros, se convirtió en una de las mejores experiencias que me han regalado.

Empecé a ojear la información. Siria, su historia comienza hace unos 4.000 años… En el siglo VII a. C. fue ocupada por Babilonia. Un siglo después pasó a pertenecer al imperio persa hasta que doscientos años más tarde fue anexionada al gran imperio fundado por Alejandro Magno. En el siglo I a.C. se convirtió en provincia romana para más adelante pasar a formar parte del Imperio Bizantino, hasta la irrupción del Islam. Los otomanos se instalaron en Siria en el siglo XVI y allí permanecieron hasta la desaparición de su imperio tras la Gran Guerra, esa guerra que remodeló las fronteras europeas. Consiguió la independencia definitiva tras la Segunda Guerra Mundial… ¡Vaya! Siglos cargados de Historia. Y de vestigios que permitían al viajero adivinar su esplendor.  

Paso las páginas de un viejo álbum de fotografías y me detengo en una de ellas. Una joven, que acababa de dejar atrás la adolescencia, con el cabello rizado suelto, con un pañuelo dorado y rojo en torno al cuello, se apoya contra una columna milenaria de Palmira. Y transmite paz. Porque hasta no hace tantos años, se respiraba paz entre las ruinas sublimes de Palmira. Y la joven se deja abrazar por el sol y por esa sensación de paz, en ese viaje a un Oriente que ya no existe, paladeando sin saberlo un momento único, detenido en el tiempo. Entonces, entre las brumas de la memoria, se asoma un rostro moreno, sonriente y lleno del idealismo de quien tiene todavía una vida por vivir. Una vez ese alguien le dijo que nuestros sueños eran la verdadera realidad, mientras ponía en sus manos ese pañuelo precioso. Observo la foto, cierro los ojos y recuerdo aquel rostro del pasado, y recuerdo Palmira y la gente que conocí, y los niños que se acercaban maravillados a rozar suavemente el cabello largo y brillante de mi hermana en una pequeña aldea, rodeada de viejos molinos de agua… Sigo pasando páginas. Otros niños, que nos regalan sonrisas y piedras de colores mientras deambulamos por las calles de Alepo. Y llegamos a otras ruinas, entre las que destaca, todavía en pie, la columna sobre la que, según la tradición, Simeón el Estilita permaneció subido más de treinta años. El atardecer en el desierto nos acoge al final del día.

Y aunque él ha olvidado la historia de ese pañuelo y su rostro moreno refleja hoy las brumas de la vida, cuando sonríe regresa aquel joven que fue. Un momento de ensoñación que pasa cuando vuelvo a abrir los ojos y sólo veo un ejército del mal y piedras doradas ahora manchadas de sangre. Dorado y rojo, como aquel trozo de tela que todavía conservo en el fondo de un cajón, como un presagio.


Agosto 2015

HISTORIAS DE IMPOSIBLES. Sobre valores, historia, literatura y cine


Dido y Eneas, Dante y Beatriz, Romeo y Julieta… ¿Qué tienen en común? Ni más ni menos simbolizan en la historia de la literatura los amores imposibles. Relatos que beben de fuentes reales de la vida, de la Historia… ¿Qué tienen estas historias que atraen la atención del público, ya desde tiempos tan lejanos y brillantes como el clasicismo griego?

Allá por el siglo V antes de Cristo, Sófocles, el máximo representante de la tragedia griega, relató la vida desgraciada de Edipo, que llegaría a ser rey de Tebas y, en su ignorancia, casarse con su verdadera madre, Yocasta. Caprichos del destino o, lo que es lo mismo, deseos de dioses caprichosos que, en la concepción griega del mundo, manejaban a los hombres a su antojo, como si fueran  marionetas. Asesinatos, incestos, suicidios…  Un cóctel explosivo que el gran autor agitó, mezcló y vio la luz en forma de la aplaudida Edipo Rey.

Cuatro siglos más tarde, Virgilio en su Eneida relató los amores trágicos entre el héroe Eneas y la reina Dido. Aunque parece ser que en su lecho de muerte el autor pidió la destrucción del manuscrito, afortunadamente su deseo no se cumplió, y hasta hoy muchos lectores han podido disfrutar del sufrimiento supremo que lleva a la desgraciada reina al suicidio, como única salida al abandono del amado, que se había debatido entre el amor y el deber. Y venció el deber, porque para eso era un héroe. Un héroe que, ni más ni menos, procedía de la mítica Troya, donde siglos antes se había desencadenado una guerra relatada en la que se considera primera obra literaria plenamente occidental. Hablamos, claro, de la Ilíada de Homero, de aqueos y troyanos, de Aquiles y Héctor, de Paris y Helena.

Regresamos a Roma, a esos años previos al imperio. Podemos recordar los amores complicados entre Cleopatra y César. La misma reina protagonizó también otra historia, digamos, turbulenta con Marco Antonio. Pero estas fueron reales, no se trataba en esta ocasión de relatos salidos de la mente de un autor y tuvieron consecuencias en la historia de Roma y, por tanto, de Occidente, justo antes de los inicios del Imperio Romano. Por supuesto, estas historias despertaron el interés de los mortales y, en tiempos tan recientes como el siglo pasado, su historia se divulgó a través de la gran pantalla e, incluso, en forma de cómic con  Astérix y Obélix robando el protagonismo a los personajes históricos.   

Siguiendo con los episodios que mezclan historia y ficción, es obligado recordar a Dante y Beatriz. Otro gran autor, de fama universal a través de los tiempos, protagonista real de un amor platónico hacia su musa Beatriz -a la que parece ser tan sólo vio en dos ocasiones en su vida-, a quien inmortalizó como su guía a través del Paraíso en La Divina Comedia. Esta obra bebe directamente de la Eneida, pues Virgilio se convierte en el salvador y guía de Dante en su descenso al Infierno –casualmente poblado de protagonistas de historias imposibles-. Y previamente, Virgilio se había inspirado para su obra en la Ilíada. Así quedan ligados para la eternidad Homero, Virgilio y Dante.

Shakespeare, en el siglo XVI, inmortalizó a los máximos exponentes del amor imposible, Romeo y Julieta. Ya en el siglo XIX, Jane Austen escribió Sentido y Sensibilidad, pero en esta ocasión sus particulares Romeos y Julietas protagonizaron –¡por una vez!- un final feliz. El que parecía amor imposible entre Elinor Dashwood y Edward Ferrars, después de muchos malentendidos y sinsabores, está destinado al encuentro. Del mismo modo, su hermana Marianne, que representa la pasión frente a la razón, tras verse obligada a renunciar a su amor apasionado por el interesado Willoughby, encuentra la felicidad, basada en la razón esta vez, en brazos del entregado Coronel Brandon. Encuentra la felicidad, y eso que había estado a punto de dejarse morir. Con moraleja y realismo, el juicio sale victorioso sobre el sentimentalismo. Porque morir de amor no vale la pena, te pierdes todo lo bueno que viene después. Demasiado trágico. Eso queda para los griegos, los de antes.

Con la llegada del siglo XX, ya anclada la razón y la ciencia en nuestras vidas, el cine se hace eco de otras historias imposibles, que siguen siendo reclamadas por una sociedad teóricamente racional… a pesar de todo. ¿Quién no se ha emocionado con esa bella historia imposible entre Rick e Ilsa en Casablanca? Otra vez vence la razón y también el deber, como ya le sucedió a Eneas. Pero esta vez no hay suicidio. No sólo el héroe asume su deber, también ella, la musa de esta historia. Y así quedan para la posteridad frases como “siempre nos quedará París” y esa escena memorable en blanco y negro, en un pequeño aeropuerto del norte de África. Entre la bruma se aleja el avión que se lleva para siempre a la heroína, mientras el héroe dice aquello de: “Presiento que este es el inicio de una gran amistad”, refiriéndose no a ella, claro, sino al amigo, al poli. 

¿Y qué decir de esa escena final de Los puentes de Madison?  El semáforo en rojo, la mano de ella agarrada al tirador de la puerta del coche, dudando entre el deber y la pasión.  Segundos que se convierten en larguísimos minutos… El semáforo cambia a verde, el coche inicia lento su marcha, alejándolos para siempre… o no tanto, pues ambos guardarán sus recuerdos que años después descubrirán, atónitos, sus hijos. Los de ella, porque él nunca los tuvo.   

Y hasta la ciencia ficción representada por la saga de La Guerra de las Galaxias nos deja otra historia imposible, la de Padmé Amidala -¡otra reina!- y el caballero jedi Anakin Skywalker, que pasará a la historia del cine como uno de los mayores villanos, el tenebroso Darth Vader. Un malo, malísimo que se dejará seducir por el lado oscuro, o sea, por el poder. Pero al final será redimido y en el último momento, justo antes de morir, recuperará la razón que había perdido de joven. Y velará por su hijo desde el Olimpo de los viejos caballeros jedi, guardianes del honor. Ese honor casi medieval inserto en un mundo de supernaves interestelares.

La literatura y el cine son reflejos de las sociedades y sus valores. La historia de Occidente comienza hace cuarenta siglos y la recoge el Génesis empezando desde el principio, cuando Dios crea al hombre, y lo crea a su imagen y semejanza. La revolución teológica judía que dignifica al ser humano cuando ese Dios único crea al hombre a su imagen y semejanza. Y todo lo que creó era bueno, relata el Génesis. Y surge, en medio del mundo oriental, el concepto de libertad que se aleja de esos dioses sanguinarios que predominaban hasta entonces. El judaísmo antiguo nos habla de las alianzas entre Yahvé y el hombre y asienta el concepto occidental de la divinidad, la mentalidad histórica y la trascendencia humana.

Los autores griegos también hablan de libertad, de honor, de belleza. Occidente se va conformando, partiendo del Mediterráneo oriental. Y Grecia se va apartando de las supersticiones y aporta la filosofía y la democracia. Y llegamos a Roma, donde predominan valores como la patria, la familia, el honor y la valentía. Y a través de las vías romanas se extenderán el Derecho y la cultura. Coincidiendo con los primeros años del imperio, nace Jesús en Belén de Judá y con él una religión con vocación universal que, partiendo de los valores judíos, centrará su mensaje en el perdón y el amor. Con la caída del Imperio Romano, tras una fuerte crisis de valores, Occidente renacerá en torno a los monasterios. La sociedad medieval, teocéntrica, ensalzará el honor, la fidelidad y el amor que cantan los juglares de plaza en plaza, de castillo en castillo.

1492 es el año del descubrimiento de un nuevo mundo, del fin de la Reconquista, de la publicación de la gramática de Nebrija y de la expulsión de los judíos de España. De esa Sefarad que los expulsos recordarán con nostalgia a través de los siglos y que mucho más tarde, en la década de los años 40 del siglo XX, servirá para que muchos de ellos logren salvar la vida. En medio de lo que parecía el fracaso de la civilización occidental, en medio de los horrores del nazismo, prevalecieron los valores universales gracias a la actuación de algunos diplomáticos españoles que, en pos de la libertad y de la dignidad humana, fabricaron salvoconductos para los sefarditas –y los no sefarditas-. Ángel Sanz Briz, el ángel de Budapest, fue uno de ellos, o Eduardo Propper de Callejón, o José de Rojas, o Sebastián Romero y el italiano Perlasca, entre otros muchos.

Pero regresemos a nuestro repaso cronológico. 1492 marca el inicio de la Edad Moderna. Es la era del antropocentrismo, donde Maquiavelo y Erasmo de Rotterdam representan dos mundos enfrentados. Y qué decir de los descubrimientos geográficos, de esos hombres a los que algo empujaba hacia lo desconocido. Es también la era de la razón y la ciencia que desembocará en el siglo XVIII en la declaración de los derechos del hombre, en las ideas ilustradas de la independencia americana y, una vez más, en la libertad. El siglo XIX, con el Romanticismo, ensalzará los nacionalismos y el amor, con grandes ejemplos en la literatura europea. Los poemas de Bécquer y la novela histórica reflejan estos sentimientos, a veces  sentimentalismo. ¿Quién no se ha sentido en su juventud un mosquetero de D’Artagnan o se ha emocionado imaginándose en la proa de un barco con cien cañones por banda? El viento agita las velas, el agua salpica nuestro rostro, el sol guía el camino hacia la libertad.

Y llegamos a la sociedad moderna, a la crisis del liberalismo, a la crisis y recuperación de una Europa asolada por las dos guerras mundiales. Y una nueva crisis de pensamiento marcada por la bomba atómica y la Shoá. Es un momento de traición a nuestro humanismo, al que Occidente  es capaz de sobreponerse. ¿Y hoy? El relativismo invade el pensamiento occidental, el buenismo se hace presente y Occidente es vulnerable, por la negación de sus raíces judeocristianas, al terrorismo internacional, al fundamentalismo y a la Yihad.

Así hemos hecho un repaso de Occidente desde sus orígenes. Todo empezó en el Mediterráneo oriental y se fue trasladando al Mediterráneo occidental. Con la irrupción del Islam en la Historia se estableció una línea que dividió el Mediterráneo entre norte y sur. Luego Occidente saltó el Atlántico, de Europa a América… y al mundo.

Y enlazando con el inicio de este artículo, volvemos a esas historias imposibles, reflejo de nuestros valores a lo largo de la Historia. Así, hay historias imposibles que dejan una puerta abierta en su última escena. Entre la niebla, otra vez, Escarlata pierde a Rhett. Se aleja, se ha ido, ya no lo puede ver… pero después de todo, mañana será otro día. Y sonríe. Y a esto nos agarramos, en la vida real. Hagan un repaso a sus historias imposibles, o al menos, a una historia imposible. Que siempre la hay. Yo recuerdo al menos un par de ellas. Aquí siempre ha sido determinante el factor tiempo… o sea, el destiempo. Hay quien siempre llega tarde, así que cuando por fin llega, ya no puede ser… Pero quizás haya un Coronel Brandon esperando, y no le importará que lleguemos tarde. Por una vez. Después de todo, “¡mañana será otro día!”. Y sonreímos. Pues eso.
 

Agosto 2014