viernes, 29 de julio de 2016

MATAR DRAGONES


Nada más verla supo que algo no iba bien. Ella le observaba con la cabeza ladeada y cuando sus miradas se cruzaban, entornaba los ojos y ladeaba todavía más la cabeza. Cuando hacía eso, era la señal inequívoca de que algo no marchaba bien, de que estaba enfadada. «Pero ¿qué he hecho mal?» pensó. Revisó mentalmente la cena de hacía un par de días, cuando se habían visto por última vez. No recordaba nada raro, ningún momento de tensión. Sin embargo, ahora sí había tensión. Cuando ella le miraba así, era imposible no ponerse nervioso.
Se armó de valor.
-          ¿Qué tal el día?
Ella le clavó la mirada.
-          Bien.- Silencio.- ¿Y tú?

-           Pues mira, no muy bien la verdad. ¿Te acuerdas del tipo ese que me tenía que mandar hoy la grabación para ver si la incluíamos en el nuevo disco? Pues todo el día esperando y no ha dado señales de vida…- y continuó hablando sin parar, casi sin coger aire, como hacía siempre que ella le intimidaba con su mirada. Hasta que le interrumpió bruscamente.

-          Pero ¿tú te estás oyendo? –Él se apresuró a cerrar la boca en mitad de una frase-. Hace un día precioso,  tienes un trabajo interesante, disfrutas de buena salud… y todo lo que se te ocurre contarme es una batallita que parece que se acaba el mundo por una chorrada. Pues si el pianista no te ha mandado hoy la grabación, te la mandará el lunes, hombre. ¡Es que eres un negativo! ¿Pero tú qué quieres de la vida?

Ella se levantó de un salto y se fue a la mesa, donde estaba apoyado su bolso. Empezó a rebuscar hasta que, con un gesto nervioso, le dio la vuelta y lo vació. Por fin encontró el paquete de cigarrillos. Sacó uno, se lo llevó a los labios y siguió revolviendo hasta dar con el mechero. Abrió la ventana y se asomó para evitar que el humo entrara en el salón de un no fumador. Su cuerpo esbelto y su melena clara le daban la espalda. Él la observaba atónito. No era habitual que explotara de aquella manera.  Pero le había hecho una pregunta que esperaba respuesta.
-          ¿Qué quiero de la vida? Vaya, así que hoy tenemos el día profundo –pero cortó rápidamente el intento de broma bajo su mirada fulminante.- No entiendo nada… ¿qué te pasa, cielo?

-          ¡No me llames cielo!

-          Es cariñoso

-          ¡Es empalagoso!

Él respiró profundamente.
-          A ver, Carmen… ¿Qué te pasa?

-          No me pasa nada. Sólo quiero saber qué esperas de la vida- dijo ya más tranquilamente, a la vez que exhalaba el humo por la ventana abierta.

-          ¿Y a qué viene esa pregunta? Hace tiempo que nos conocemos, deberías saberlo ¿no? Quiero decir, tú me conoces bien.

-          Hace tiempo… ya… A ver ¿cuánto tiempo llevamos juntos? –preguntó entornando los ojos y ladeando la cabeza otra vez.

-          Pues…. Dos años, más o menos.-Rápidamente empezó a repasar hacia atrás el tiempo que llevaban juntos.- Sí… dos años.
Ella le miró desafiante, como si no hubiera dado la respuesta correcta.
-          Dos años y cinco meses, más bien – respondió triunfante, con cara de decir, ¿ves? Si es que no te enteras.

-          Bueno, sí, eso quería decir, dos años y pico.

-          ¿Y qué hemos construido en este tiempo? ¿Eh? ¿Qué?

-          ¿Se supone que esperas una respuesta?

-          Mira, cielo –dijo como restregándole la palabra- si no eres capaz de mantener una conversación de adulto me voy. Apagó la colilla, la lanzó por la ventana y recogió el bolso.
Él se puso en pie, cortándole el paso.
-          ¿A dónde vas?

-          Me voy a mi casa

-          Pero ¿por qué? ¿Me puedes explicar qué bicho te ha picado?
Ella tardó unos segundos en contestar.
-          Quizás no esté siendo justa, quizás esté descargando en ti quién sabe qué frustraciones ocultas, no lo sé… pero creo que deberíamos dejar de vernos… un tiempo al menos. ¡Y no me mires así, por favor!

-          No sé mirarte de otra manera –respondió él con tristeza.- ¿Qué quiero de la vida? Pues…. Seguir disfrutando de buena salud y seguir con mi maravilloso trabajo en la música, a pesar de que haya pianistas idiotas que me estresen de vez en cuando. Que mis padres vivan todavía muchos años, que mis amigos lo sigan siendo dentro de mucho tiempo…

-          ¿Eso es todo? –preguntó con voz débil.

-          Tú me conoces, sabes que no soy un hombre excesivamente ambicioso, no quiero ser un superhéroe… ¿Sabes lo que más quiero de todo? Seguir a tu lado, que tú sigas a mi lado.
Ella se sentó. Permaneció un par de minutos en silencio hasta que volvió a hablar, lentamente, como pensando cada una de sus palabras.
-          El mundo está mal. Miro alrededor y el mundo se desmorona. No quiero que haya tanto sufrimiento, no quiero que los sirios tengan que abandonar sus hogares, que persigan  con saña a los pocos cristianos que quedan en Irak, que los niños se ahoguen intentando huir de la barbarie, que unos fanáticos degüellen a un sacerdote anciano porque sí, que vivamos con miedo, que esos malnacidos intenten destruir nuestro mundo. Un Occidente con sus defectos, sí, pero en el que se vive con libertad. La libertad es el bien más precioso. Ya los judíos antiguos huyeron de Egipto y se alejaron de las costumbres sangrientas orientales, ya los griegos lucharon por defender su libertad frente a Persia, los romanos se unieron a los bárbaros para derrotar a Atila, Europa se alzó frente al abuso y la muerte sembradas por Napoleón y luego se rebeló ante el exterminio nazi… El mundo se desmorona… No quiero que el mal destruya al bien. ¿Qué estamos haciendo nosotros para evitarlo? –Apoyó la cabeza en las manos, mostrando su fragilidad.

Él se sentó entonces a su lado y le cogió las manos con cariño.

-          Carmen, te lo he dicho, no soy un superhéroe. No puedo frenar a los malos con mis manos. Pero recuerda… Los judíos lograron huir de Egipto y crearon la primera religión monoteísta, dando una nueva dignidad al hombre y a la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios. Grecia, con un pequeño ejército de hombres libres consiguió derrotar a un gran ejército de esclavos persas. Roma y los bárbaros vencieron a Atila y la hierba volvió a crecer. Napoleón, el que se había creído el dueño del mundo, murió solo en la isla de Santa Elena. Y Hitler se suicidó cuando sus seguidores abrieron los ojos y le abandonaron. Sí, de acuerdo, todos ellos causaron mucho mal y se llevaron muchas vidas por delante. La victoria se consiguió después de mucho sufrimiento pero ¿te das cuenta? Al final, el bien vence al mal. Y siempre será así.
Ella le miró con una mirada nueva y se dejó abrazar, apoyando confiada su cabeza.
-          No te puedo prometer que consiga matar a todos los dragones que se crucen a nuestro paso, pero lo intentaré.

-          Y yo te ayudaré –respondió sonriente.- Sí, tienes razón. Al final los buenos siempre ganan y los malos se van al carajo.
Julio 2016

domingo, 10 de julio de 2016

EN UN LUGAR LEJANO LLAMADO RESISTENCIA



La llegada a Resistencia fue un tanto desoladora. Después de trece horas de avión, más otras siete de escala en el aeropuerto de Buenos Aires, más una hora y media adicional de vuelo, a través de los cristales empañados del taxi desvencijado que nos conducía al hotel, sólo veía calles inundadas -muchas sin asfaltar- y paredes llenas de pintadas a favor de presos políticos.

El hotel de una ciudad así no es el colmo de la limpieza. Con el ánimo cada vez más bajo, observé las manchas de humedad de la habitación, con televisor plano de plasma, eso sí. Me asomé a la ventana que daba a la plaza de Mayo, la principal de la ciudad. A través de una cortina de agua sólo veía charcos gigantes y calles enlodadas. Mandé mi primer whataspp al grupo de primos: «He llegado. Todo bien. Esto es horrible». Quizás no estaba siendo del todo justa, quizás no me estaba poniendo en el lugar del otro como debe intentar hacer un antropólogo. Quizás me pesaran las veinticuatro horas de viaje para llegar al fin del mundo. Quizás no contribuyera a levantar mi ánimo el diluvio que caía sobre Resistencia y había convertido la tarde en casi noche cerrada. Inmediatamente empezaron a entrar los comentarios solidarios de mis hermanos y primas. Porque wifi sí había, claro.

Yo sabía que venía al fin del mundo, pero lo cierto es que el ritmo frenético de las últimas semanas no me había permitido preparar bien el viaje. Bastante había sido encontrar el tiempo para preparar la ponencia que iba a presentar en el congreso. Así que desconocía que llegaba a una ciudad sin aceras, de calles embarradas y charcos enormes que cortaban calles enteras al tráfico. Y encima llovía y hacía un frío húmedo de ese que se te mete en los huesos. Aunque en esta zona no suele llover, casualmente habíamos llegado con la ola de frío.

Salimos del hotel buscando un lugar en el que comer, pasadas las cuatro de la tarde. Después de caminar un rato en zigzag buscando donde apoyar los pies sin peligro, lo encontramos, justo a la vuelta del hotel. Angelo. Un gran descubrimiento que se convirtió en nuestro lugar de referencia. Una modesta casa de comidas, mal iluminada, con manteles verdes, que servía una carne a la brasa estupenda. Después de un bife de lomo y un par de vasos de vino, volvía a ser persona.

Al día siguiente comenzaba el congreso sobre misiones jesuíticas en América. Aunque la sede había conocido tiempos mejores y la calefacción no funcionaba, allí se habían dado cita algunos de los mejores estudiosos del tema, esos que nombras en la bibliografía de la tesis y no se te ocurre que alguna vez puedas conocer personalmente. Mientras bebía un delicioso café dulce, muy caliente, observaba a los congresistas, la mayoría argentinos y brasileños, pero también cuatro o cinco españoles más, un polaco, varios mexicanos, uruguayos, salvadoreños… Y me hacía gracia descubrir los estereotipos: un gurú, uno con pose de intelectual, otro pijo-progre, otro progre del todo… En ese momento se abrió la puerta principal y entró el tipo Indiana Jones. Sin sombrero, pero con inconfundible aspecto de Indiana Jones. Javier, el profesor con el que yo viajaba, se acercó y se saludaron efusivamente. Me lo presentó y charlamos unos minutos. La jornada, productiva e interesante, acabó con cena en Angelo.

Al día siguiente, a primera hora, me tocaba hablar a mí. Para colmo, la sala estaba llena. Dejé los nervios a un lado y me zambullí en mis historias de misioneros e indios en la Arizona del siglo XVII. Quedé satisfecha. La moderadora se dirigió al público por si había preguntas. Desde el fondo de la sala, vibró la voz potente de Indiana. Hizo un par de observaciones interesantes, luego intervino otro congresista y, cuando parecía que ya el debate había llegado a su fin,  Indiana me miró fijamente y empezó a «atacar». Es verdad que yo había sido un tanto provocadora, porque así me lo había pedido la coordinadora de mi simposio, pero no esperaba que mis palabras inspiraran ataque. Yo contrarrepliqué tranquila, Indiana volvió a la carga y así pasamos unos minutos, como si de un partido de tenis se tratase. Incuso un caballero andante mexicano salió en mi auxilio y, aunque se lo agradecí con una sonrisa cómplice, no era necesario. Pasados los primeros momentos de sorpresa, estaba disfrutando de la situación. Hasta que la moderadora interrumpió el debate para dar paso al siguiente ponente. Desde el estrado, dirigí una sonrisa un tanto impertinente a Indiana, con levantamiento de cejas incluido, como haciéndome la interesante. Diría que el resultado fue dos a uno, con victoria para la antropóloga seminovata.

Luego supe que el arqueólogo intrépido arrastraba una historia trágica. Su prometida había muerto en un accidente hacía unos meses, en algún rincón oscuro de América. Quizá de ahí su pose de Indiana, quizá por eso su pose un tanto dura y arrogante. El congreso siguió y llegó a  su fin, con visita incluida a la vecina Corrientes, una bonita ciudad colonial a orillas del gigante e impresionante río Paraná. Y tengo que decir que valió la pena. Aprendí mucho, conocí gente muy interesante, la organización fue perfecta y la mayoría de las ponencias de nivel. El último día salió el sol y la temperatura subió cinco o seis grados.

Y debo decir que me despedí con pena de Resistencia, así que espero que los amigos que dejé allá no se hayan ofendido por mis primeras impresiones. Con Indiana no volví a hablar. Tan sólo nos mirábamos y sonreíamos. Soy especialista en mirar y sonreír, siempre se me ha dado muy bien, sobre todo si la mirada es de esas de hago como que no te miro pero sabemos que nos miramos. Pues por tierras americanas se quedó Indiana y yo volví a casa. Y ya se sabe…  ¡como en casa, en ningún sitio! Aunque tenga un nombre tan bonito como Resistencia.


Julio 2016