Segunda semana. Debo confesar que se me ha pasado rápido.
Quizá se deba a que he perdido la realidad del tiempo, no lo sé. O que siempre
me ha gustado estar en casa y no me aburro. La verdad es que mis días están muy
llenos, en parte debido al teletrabajo. Me estoy ganando mi nómina. Y que dure.
Pero por supuesto, no puedo decir que encuentre nada positivo en la situación.
A pesar de que estos días viva en mi burbuja y el virus todavía no me haya
golpeado con gravedad, aunque por supuesto ha golpeado. Al menos, así es hoy,
mientras escribo estas líneas. Pero ¿mañana? Lo siento, no soy de esos optimistas
natos que son capaces de encontrar el decálogo de la felicidad en medio de
tanta miseria.
Echo muchas cosas de menos. Quién no. Intento no pensar mucho
en ellas, pero al ponerme a escribir no tengo más remedio que hacerlo. Espero
poder resistirlo. Vamos allá. Lo que más echo de menos es vivir sin ansiedad
permanente. Es cierto que desde hace dos semanas no he tenido que volver a
tomarme un lexatín. Poco a poco, voy consiguiendo mantener a raya la ansiedad,
supongo que gracias al poder de la oración. Nunca había rezado tanto. Sin
embargo, está ahí, como una espada de Damocles. Cada vez que alzo la vista, la
veo apuntando sobre mi cabeza, irremisiblemente. Ansiedad y angustia ante el
dolor y la situación que no hace falta explicar. Pero también provocadas por el
hecho de sabernos en manos de gobernantes ineptos. Las personas medianamente
inteligentes se rodean de un equipo de gente válida. Los mediocres tienen miedo
a la excelencia porque su mediocridad les lleva a percibir esa excelencia como
una amenaza. Y así nos va. La angustia de la incertidumbre y la improvisación. Quizás
gracias a la iniciativa privada salgamos de este oscuro túnel.
Echo de menos cosas tan importantes como el simple hecho de
salir a pasear, de ver y abrazar a las personas que quiero, de poder ir a una
iglesia o comer lo que quiera sin temor a que se acabe. También hay cosas menos
importantes como sentarme en una terraza al sol con mis amigos, ir al gimnasio
y recorrer kilómetros, libremente, visitando esos rincones maravillosos de la
España vacía. Echo de menos mi capacidad de concentración que no se atreve a
salir, amenazada por esa espada. Mi creatividad también ha desaparecido. Se
encuentra agazapada en algún rincón de mi alma, esperando tiempos mejores,
supongo.
Es verdad que sigo teniendo mucho. De eso no me olvido y soy
consciente y agradecida. El Papa nos hace el regalo de una bendición al mundo,
que podemos seguir en directo. Siento un poco de paz… El Pingüino ofrece un
mini concierto por las redes y consigue arrancarme una sonrisa. Vale, sí, ya
sé. No pega nada que el Papa y el cantante aparezcan en el mismo párrafo, pero
tenemos tiempo para lo trascendental y lo mundano.
Se acercan las ocho. Puntualmente, acudiré a la cita diaria
que ya forma parte de nuestra rutina. Agradezco profundamente a un vecino
anónimo que ha conseguido unos mega altavoces que hacen que las palmas se
alarguen durante casi quince minutos. Cada día, después de los dos minutos de
bravos y aplausos, enciende la música que resuena por todo el barrio. Se oye a
lo lejos, pero se oye, y veo a mis vecinos asomados a las ventanas esos minutos
que dura la música y entonces pensamos que podremos resistir.
Marzo 2020