viernes, 15 de diciembre de 2017

EL REGALO DE NAVIDAD


Le miro. Me mira. Nuestras miradas se cruzan un instante. Inmediatamente bajamos los ojos, a la vez. Los dos lo sabemos, aunque ninguno se atreve a hablar. Ninguno quiere ser el primero en reconocerlo. Los dos lo sabemos… Se ha acabado. Duele y, sin embargo, es a la vez liberador. Dolor y libertad unidos, como una gran contradicción.

No sé en qué momento empezó el final, cuál fue el instante en que comenzó la cuenta atrás, el punto de no retorno. No lo sé…. Miro hacia atrás buscando entre mis recuerdos. Quizás fue aquella tarde lluviosa en que no diste señales de vida. Quizás fue aquel domingo melancólico en que no supe de ti. O ese momento doloroso que no supiste entender. A lo mejor todo empezó aquel día en que no compartí contigo mi momento de felicidad porque pensé que para qué. O aquella vez que te recriminé que desaparecieras durante cuarenta y ocho horas. Quizás en aquella fiesta en que me sentí desprotegida y quise darte celos. O fue cuando yo no entendí tu necesidad de libertad y tú no fuiste capaz de entender que necesitaba tu confianza ciega y total.

Fue entonces cuando tu armadura perdió brillo y mi pedestal de barro se desmoronó. Fue entonces cuando cada uno, a los ojos del otro, se convirtió en humano. Y no supimos ver más allá. Me caí de bruces y perdí mi halo de misterio. Tu brazo, aquel que yo creía invencible, dejó de despertar mi admiración. Perdimos nuestras corazas divinas y nos convertimos en simples mortales.

Levanto levemente mis ojos hacia ti, esperando que nuestras miradas no vuelvan a cruzarse, y te veo observando atentamente tu copa de vino, como si quisieras diseccionar al milímetro su contenido. Han pasado cinco minutos eternos. Miro el reloj con disimulo. Mi movimiento no pasa desapercibido. Te llevas la copa a la boca, intentando rellenar el tiempo.

Me aclaro la garganta y junto mucho los labios. Te echas hacia atrás en la silla y cruzas los brazos, dispuesto a que sea yo quien empiece a hablar. Pero tus ojos siguen clavados en la copa.

-          Bueno… -comienzo sin saber por dónde empezar.

Entonces descruzas los brazos y te agarras a la copa, como si fuera un escudo. Elevas una ceja, ahora mirándome. Vale, me ha tocado. Así que me dejas a mí la papeleta. Tu armadura pierde por momentos el poco brillo que le quedaba.

-          Que digo yo… -acierto a decir y me callo. Tomo aire y disparo-. Decía que digo yo que, en fin, que tendremos que hablar ¿no? ¿O vamos a estar toda la tarde mirando el color del vino?

Y él sigue aferrado a su copa, sin ponérmelo fácil.

-          A ver ¿qué te pasa? –le pregunto ya un poco alterada.

-          ¿Qué me pasa de qué?

-          ¿Qué clase de pregunta es esa? Creo que mi pregunta está clara.

-          ¿Has tenido un mal día?

-          ¿Perdona? –digo marcando mucho cada sílaba. Sólo me falta ponerme en jarras pero me contengo.

-          A mí no me pasa nada.

-          Pues a mí tampoco. Y mi día ha sido perfecto hasta que has llegado tú y te pones ahí delante, agarrado a tu copa como si no hubiera un mañana, y no me miras, y no me dices nada, como si yo no estuviera, y…. y….  –empiezo a balbucear- ¡Y me estás poniendo nerviosa, hombre! Que si quieres dejarlo, que me lo digas de una vez y se acabó.

Ya está, lo he dicho. Ya lo he soltado, así, de golpe. He cogido carrerilla y lo he dicho. Ahora me callo. Le toca a él. Y cuanto antes acabemos, mejor. Sin embargo, no habla. Muy despacio, deja la copa sobre la mesa de cristal. Vuelva a echarse hacia atrás y mete las manos en la cazadora. ¡Que no habla!  Que se  ha quedado mudo. ¿O es que me está tomando el pelo? Aunque eso no es propio de él, pero a saber. Pues hasta aquí hemos llegado. Me giro para coger el pañuelo que había dejado en el respaldo de mi silla y me lo ato al cuello. Estiro el brazo al bolso que reposa en el suelo y empiezo a rebuscar las llaves del coche que, por supuesto, nunca encuentro a la primera.

De repente veo que se mueve. No está muerto, no… ¡se mueve! Saca las manos de los bolsillos, deja algo encima de la mesa y se vuelve a acomodar en la silla. Ahora soy yo la que cruza los brazos, abandonando momentáneamente la búsqueda de las malditas llaves. Hay una cajita encima de la mesa que antes no estaba.

-          ¿Eso qué es? –pregunto señalando con un movimiento de cabeza.

-          Ábrelo.

-          ¿Qué lo abra? –pregunto con recelo-. No explotará ¿no?

Resopla con una media sonrisa. ¿Se ha puesto rojo? Si nunca se pone rojo. Pues sí. Y empieza a mover compulsivamente las piernas.

-          ¿Te encuentras bien?

-          ¿Quieres abrir la caja, por favor?

-          ¿Ahora?

-          Sí, ahora.

-          Es que tienes unas cosas… Estoy intentando mantener una conversación madura contigo y en vez de contestarme me pides que abra una caja –le digo a la vez que la cojo. Es bonita. Pequeña, azul marino, con los bordes plateados-. ¿El regalo de Navidad? Pues yo no te he traído nada porque la verdad, no se me ha ocurrido, no me ha parecido lo más oportuno… -me detengo en seco cuando levanto la tapa-.

Es un anillo. Un anillo precioso. La garganta se me seca y soy incapaz de emitir ningún sonido. Me quedo paralizada. Él deja de mover las piernas y se inclina hacia adelante.

-          ¿Cuál es tu respuesta? ¿Sí o no?  

Ahora soy yo la que se queda aferrada a la cajita, como queriendo escrutar hasta el último brillo de las piedrecitas.

-          ¿Sabes? Me alegro de que te hayas bajado del pedestal, de que nos hayamos convertido en humanos.

-          ¿Desde cuándo sabes leer mis pensamientos?

-          ¿Eso es un sí?



Diciembre 2017


sábado, 2 de diciembre de 2017

UNA BÓVEDA AZUL ESTRELLADA


-          Ve despacio que el desvío ya debe de estar cerca.

-    ¿Cómo de cerca?

-   Exactamente no lo sé –respondió ella sin apartar la vista del mapa arrugado-. Pero cerca. Hemos pasado la indicación a la carretera comarcal hace un par de kilómetros, así que enseguida.

-          Enseguida, ya.

-          No te pongas irónico que no te queda nada bien. Ve despacio.

-          Tengo un coche detrás –dijo él mirando por el retrovisor.

-          Pues que se aguante… A ver… -levantó el dedo índice de la mano derecha, mientras con la izquierda se aceraba el mapa a los ojos-. ¡Ahí! ¡Era ahí! ¡Te lo has pasado!

-          ¿Qué me lo he pasado? –dijo girando la cabeza hacia atrás.

-          Sí, te he dicho que fueras despacio. Es que vas como un loco.

-          Hombre, como un loco…. ¡Voy a setenta! –exclamó levantando un tanto el tono de voz.

-          ¡Para! No sigas.

-          ¿Cómo que pare? Que llevo un coche detrás.

El vehículo les adelantó a toda velocidad, haciendo sonar el claxon.

-          Será capullo. ¿Es que no sabes leer un mapa? –preguntó nervioso.

-          Oye, guapo. Sé leer un mapa perfectamente, pero éste es una porquería y es muy esquemático. E igual que tú, no conozco esta carretera. Mira, pon el intermitente, ahí puedes parar.

Obedeció entre resoplidos y aminoró la marcha hasta detenerse. Ella abrió la puerta y comenzó a descender.

-          ¿Se puede saber qué haces?

Sin contestarle, bajó del coche y dio la vuelta hasta colocarse junto a la puerta del conductor.

-          Sal.

-          ¿Cómo que sal? –preguntó extrañado bajando la ventanilla.

-          Ahora conduzco yo y tú te encargas de dirigir la operación –dijo extendiéndole el mapa arrugado-. ¿No eres tan listo? Pues venga, sal por favor.

-          Así no llegaremos nunca.

-          Ahórrate el discurso machista que estamos en el siglo XXI.

Refunfuñando salió con el mapa en la mano y le sostuvo la puerta, mientras se miraban con una sonrisa forzada.

-          ¿Y esto? ¿Te parece machista que aguante la puerta?

-          No, cariño. Me parece educación, porque a veces tienes mal humor pero eres una persona muy educada –sonrió ella acomodándose frente al volante y poniéndose el cinturón-. Y ahora, sube por favor o no llegaremos nunca.

Cerró la puerta con cuidado y suspiró. Sólo a él se le ocurría secundarla en sus ideas extravagantes. Ahora se le había ocurrido hacer un estudio que implicaba encontrar unas iglesias románicas ocultas en lugares perdidos y alejados de la civilización. Había que encontrar tres y esta era sólo la primera. Puso el coche en marcha, metió la primera y, mirando con cuidado que no viniera nadie –que quién iba a venir por esa carretera remota, aparte del capullo que les había adelantado hacía unos minutos- se incorporó y se dispuso a retroceder hasta el desvío que habían dejado atrás. Como hacía siempre que conducía con especial atención, se inclinó ligeramente hacia delante y entornó los ojos. Esos ojos verdes, medio ocultos por el flequillo, que no se cansaba de mirar. A pesar de todo. A pesar de que fuera una historiadora embrujada por las historias que reconstruía. Sintiéndose observada, giró un segundo la cabeza hacia él. Y se rió.

-          ¿Qué haces mirándome? El mapa es lo que tienes que mirar. ¡Es ahí! –puso el intermitente y giró a la izquierda para tomar un camino de tierra.

-          ¿Estás segura?

-          No lo sé. Mira el mapa e ilumíname con tu sabiduría. Ahora en serio, no conozco este sitio pero yo diría que sí. ¿A ti qué te parece?

Miró por primera vez el mapa con detenimiento. Efectivamente, era un tanto esquemático.

-          Podría ser, sí –admitió él.

-          Y si no, pues damos la vuelta y en paz. Tenemos todo el día por delante. Y además el paisaje es precioso ¿verdad?

El camino no estaba en buen estado, así que decidieron detenerse en una parte donde se ensanchaba ligeramente y continuar a pie. El sol lucía radiante en aquella mañana de otoño. Aun así, se pusieron los abrigos porque apenas eran las diez de la mañana. Habían pasado la noche en un pueblecito a una hora de aquella carretera perdida, para poder aprovechar bien el día. Había que localizar tres iglesias alejadas de todo. Ella sacó una pequeña mochila del maletero.

-          ¿Quieres que te la lleve?

-          No te preocupes, no pesa nada.

-          ¿Qué llevas ahí?

-          Nada. –Se giró hacia él con una sonrisa que iluminaba su cara-. Es un día precioso ¿verdad? ¿Has visto qué luz? Y los colores del otoño. Impresionante.

Comenzaron a andar a buen ritmo. El camino avanzaba entre curvas con una leve pendiente hasta adentrarse en una zona más boscosa. Al cabo de media hora, ella se detuvo y miró hacia atrás.

-          Nos lo hemos pasado.

-          ¿Tú crees? –preguntó mirando alrededor-. No hemos visto ningún otro camino.

-          En el pueblo nos dijeron que desde que empezaba el camino de tierra sólo había que caminar unos quince o veinte minutos y ya llevamos media hora a buen paso.

-          Ya sabes que eso del tiempo es relativo –empezó él, pero ella le interrumpió.

-          No, lo presiento. Media vuelta.

-          A la orden, jefa. Es tu iglesia.

-          Sabes que te agradezco mucho que vengas conmigo. Lo sabes ¿verdad? –dijo clavándole aquellos ojos verdes.

-          Pues claro que vengo contigo. No pretenderás que te deje sola por estos andurriales.

Ella le besó suavemente en los labios y tiró de él. Diez minutos más tarde, ralentizó el paso y empezó como a husmear, acercándose al borde del camino a tocar los árboles y las piedras. Volvió a extender el mapa. Adelantó unos pasos, retrocedió otra vez, se detuvo observándolo todo hasta que lanzó un grito de euforia.

-          ¿Qué pasa? –preguntó sobresaltado.

-          ¡Es por aquí! –dijo señalando victoriosa unos matorrales-. Ayúdame, por favor.  

Él la miró incrédulo, mientras ella empezaba a apartar la maleza. Junto a aquel árbol inmenso sólo veía matorrales. Pero sabía que tenía un sexto sentido y que la tarde anterior había mantenido una larga conversación con el viejo párroco, mientras él se había quedado tomando un café en el bar del pueblo.  

-          Don Fernando dijo que era un árbol más grande que los demás. Que hacía mucho que no se recuperaba el camino pero que con un poco de atención y de fe lo encontraría. ¡Mira! Aquí está la montañita de piedras que han dejado los caminantes que nos han precedido.

Contempló su figura esbelta, el cabello despeinado que enmarcaba su rostro iluminado por la emoción del descubrimiento y el brazo que señalaba con respeto aquel montón de piedras. Se agachó y añadió dos piedras. A través de los matorrales se adivinaba un sendero. Pocos minutos más tarde se encontraban frente a una pequeña iglesia de piedra que se mantenía en pie, desafiando el paso del tiempo. Ella se giró y le abrazó entusiasmada a la vez que le susurraba: «¡Hombre de poca fe!». Se desprendió de la mochila, abrió la cremallera y sacó un termo. Lo destapó y sirvió el café, todavía humeante, en dos vasos de plástico. Le extendió uno.

-          Vaya, qué lujo. ¿Cómo se te ha ocurrido? –dijo llevándose el vaso a los labios.

-          ¿Un trozo de bizcocho? –preguntó sonriendo.

-          ¿Bizcocho también? Un café caliente, bizcocho casero, una preciosa iglesia románica y una mujer guapa ¿Qué más puedo pedir?

Contemplando en silencio la iglesia, acabaron el frugal desayuno que les pareció un festín. Volvieron a guardar el termo y los vasos en la mochila. Se acercaron a la puerta, enmarcado por un sencillo pórtico de piedra tallada. La empujaron pero no cedió. Estaba cerrada por un candado. Entonces ella comenzó a rebuscar en una cremallera lateral de la mochila y sacó una llave que agitó ante sus ojos.

-          ¿Y esa llave?

-          Me la dejó ayer don Fernando. Debería encajar… Sí, a ver, cuesta un poco pero… ¡sí! –exclamó con emoción a la vez que el candado emitía un chasquido.

Con cuidado empujó la puerta. Ante sus ojos la pequeña iglesia desveló su contenido. Una sola nave cubierta por una bóveda que conservaba restos de pintura azul oscura sobre la que se extendían cientos de estrellas. Recorrieron la nave observando atónitos aquellas pinturas. Ella se dejó caer sobre el suelo para observar mejor aquel cielo estrellado y se echó a reír a la vez que exclamaba: «¡Lo sabía! ¡Lo sabía!».

Entonces él lo supo. La observó allí echada sobre el suelo frío de aquella iglesia olvidada, los ojos verdes fijos en la bóveda estrellada, con las mejillas arreboladas por la emoción, irradiando felicidad. Fue como si un rayo le hubiera sacudido. Fue entonces cuando vio con total claridad que su destino estaba escrito junto al de ella y que la acompañaría siempre a descubrir todas las piedras que ella buscara.



Noviembre 2017