sábado, 28 de abril de 2018

ROSAS EN ABRIL




Llego a casa, un poco acalorada después de subir a pie los tres pisos. Nunca me he fiado del ascensor. Emite sonidos poco tranquilizadores. Y además es más lento que yo. Fernando se ríe cuando me ve con la lengua fuera, esperándole frente a la puerta de nuestra casa. Él coge el ascensor y yo subo a todo correr los tres pisos. Y suelo llegar la primera. Hace sólo unos meses que vivimos aquí, o sea, hace sólo unos meses que nos casamos. A pesar de que el ambiente en las calles de Madrid se hace cada vez más irrespirable y a veces me sorprendo, a plena luz del día, mirando con desconfianza y miedo a mi alrededor, yo intento seguir haciendo mi vida normal.

Me detengo a tomar aire, mientras busco en el bolso las llaves. «Qué raro», pienso al abrir la puerta. El sombrero de Fernando está en el perchero de la entrada. Demasiado pronto para que haya llegado a casa. Pero si está el sombrero, está él.

-          ¿Fernando? –pregunto al aire recorriendo el pasillo que desemboca en el salón-. ¿Fernando? –repito intentando elevar un poco la voz.

Sin embargo, por algún motivo que desconozco, mi voz es poco más que un susurro. Hay un ambiente opresor, algo sorprendente en mi queridísima casa, esa que he ido decorando con tanta ilusión estos meses. Mi santuario, mi remanso de paz, mi hogar feliz contigo. De repente hay algo que no debería estar aquí. Llego al salón y te veo. Estás asomado a la ventana, fumando, y no te das la vuelta. Un escalofrío me recorre el cuerpo.


-          ¿Fernando? –digo por tercera vez desde la puerta. Y me quedo allí clavada, sin poder dar un paso más, como si las piernas no me quisieran obedecer.

Te giras lentamente. Mi estómago se sigue encogiendo lleno de mariposas cada vez que te veo. A pesar de no ser más alto de la media, tu porte siempre ha hecho que parezcas más alto. Tu pelo negro habitualmente peinado hacia atrás, impecable, fijado con un montón de gomina, está hoy diferente, casi despeinado. De hecho todo tú pareces diferente. Me dedicas una sonrisa, débil, pero que aun así es capaz de alcanzar tus ojos e iluminar tu rostro. Tú tampoco te mueves. Te quedas allí, apoyado contra la ventana.

-          ¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces con esa camisa azul? –exclamo agitando mis manos hacia él-. Si te ven los del Frente…

-          No voy a salir de casa con ella –dices interrumpiéndome-. Sólo me la quería probar.

-          ¿Por qué? ¿Qué razón hay para que la quieras probar?

-          ¿Tiene que haber una razón? –pregunta nervioso mirando al suelo.

-          ¡Por supuesto! Ni siquiera sabía que la tenías –me detengo unos segundos observándole con atención-. La verdad es que estás guapo, te queda bien.

Da un paso y aplasta la colilla contra un cenicero. Y se queda observando el humo que lentamente se cuela por la ventana. Hasta que por fin levanta la cabeza y me mira fijamente, con intensidad.

-          Nena, tenemos que hablar.

No me ha gustado nada ese tono. Es de tenemos que hablar no presagia nada bueno. ¿Hay otra? No, qué tontería. Ese pensamiento cruza mi mente sólo unas décimas de segundo y desaparece con la misma velocidad.

-          ¿Qué ha pasado? –acierto a preguntar, sintiendo que la garganta se me seca.

-          A ti no te puedo engañar. Eras demasiado lista, lo averiguarías todo. Además, eres mi mujer y no quiero ocultarte nada. Pero tampoco te lo puedo contar todo.

-          ¿De qué estás hablando?

-          Vamos a sentarnos ¿sí?

Y sentados en el sofá, el uno junto al otro, con mis manos entre las tuyas, me van llegando  palabras que no quiero oír. Como si de un sueño se tratara, me llegan retazos de tu discurso. Plan. Liberación. José Antonio. Alicante. Prisión. Hasta que de repente, ese torrente de palabras encajan como en un rompecabezas y el sol se abre paso entre la niebla que por unos minutos ha bloqueado mi cerebro.

-          ¿Pero te has vuelto totalmente loco? –acierto a balbucear.

Grito, lloro, suelto mis manos de entre tus manos, te alejo de mí, golpeo tu pecho con rabia.

-          ¡Entiéndelo, por favor! Es mi amigo. Tenemos que hacer algo, si no lo matarán. Si no supiera que hay muchas posibilidades de éxito no lo haría.

Seco mis lágrimas y miro hacia la ventana. Sigue luciendo el sol en esta mañana de julio.

-          Así que tú y tus amigos os ponéis la camisa azul, os vais a Alicante, os infiltráis en la cárcel, liberáis a José Antonio y a no sé quién más y os volvéis a Madrid, así, tan ricamente, como quien va de excursión –suelto de carrerilla.

Le miro sin entender. Pero parece que lo he entendido. Sólo me he equivocado en lo de volver a Madrid. A dónde se marchan después de la excursión a Alicante es algo que, por lo visto, no me puede decir. Por lo visto, cuanto menos sepa mejor, por mi seguridad. ¿Por mi seguridad? ¿Pero has pensado en mí en algún momento de toda la película esta?

-          Si las cosas se ponen feas, vete a casa de tu hermano. Él está bien relacionado con todo el mundo que cuenta. Con él estarás segura.

Me atrajo hacia él y yo le golpeé el pecho con rabia hasta que no tuve más fuerzas. A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol empezaban a entrar por la ventana, acompañé a Fernando hasta la puerta. Me abracé a él, con desesperación al principio. Luego me abandoné entre sus brazos, sus besos y sus caricias. Y ese abrazo, nuestro abrazo, fue el abrazo más bonito de la historia de los abrazos.

-          Volveré, nena –me susurró al oído-. Cuando desesperes piensa en mí, intensamente, y sabrás que yo sigo en este mundo y que volveré junto a ti. No lo olvides.

No lo consiguieron. A José Antonio lo mataron unos meses después. Y de Fernando no supe nada. Pasaba el tiempo sin saber si estaba vivo o muerto.

Durante mucho tiempo le odié. Y ese odio me ayudó a mantenerme viva. En abril del 37, el día de mi cumpleaños, recibí un ramo de rosas rojas. Sin tarjeta. Yo sabía que era de él. Entonces mi odio dejó paso a la esperanza. Otro año pasó. En abril del 38 volví a recibir el ramo anónimo. Y eso me ayudó a soportar el vacío y el más duro de los inviernos. En abril del 39 el ramo de rosas rojas me lo trajo él. Volvía junto a mí, esta vez para siempre.



Abril 2018

sábado, 7 de abril de 2018

EL CHICO SIN NOMBRE


Todo empezó en ese momento. Te miré, me miraste y el mundo se detuvo. Unos segundos. Es increíble cómo unos pocos segundos bastan para cambiarte la vida entera. Empecé a mirar nerviosa a mi alrededor. Me giré. Quizás había alguna mujer estupenda detrás y yo me estaba equivocando. No había nadie detrás, sólo un camarero gordo con bigote y no creo que le miraras a él, no. Respiré hondo y me volví a girar. Seguías allí, no eras un espejismo. Entonces sonreíste y sentí un nudo en el estómago. Esas molestas maripositas que de repente no te dejan respirar. Hacía mucho que no me visitaban, pero era capaz de reconocerlas perfectamente. Es como montar en bicicleta. Por mucho tiempo que pase, no se olvida. Las maripositas tampoco. Llevaban años reposando en el fondo de mi estómago y de pronto habían vuelto a la vida. Me las imaginaba de todos los colores, revoloteando alegremente. Se me secó la boca y no pude contestar a tu sonrisa. Claro síntoma de falta de entrenamiento.

-          Marta… ¡Marta! ¿Me quieres hacer caso? 

Mi amiga me tiró de la manga para captar mi atención. Y la captó, claro. Había debido de estar contándome algo y no me había enterado. Aterricé y la miré.

-          Si, perdóname. ¿Decías?

-          ¿Cómo que decías? ¿Se puede saber dónde estabas?

Di un trago a mi refresco. En ese momento se nos unió Patricia, que llegaba casi sin respiración.

-          Chicas, disculpad el retraso. Me ha llamado mi madre justo cuando estaba saliendo y se ha alargado la conversación –dijo mientras nos daba un par de besos-. ¿Me he perdido algo? Voy a pedir una cerveza.

Le cedí mi sitio y me quedé de espaldas al chico de la sonrisa. Llamó al camarero y, unos instantes después, ya con la cerveza en la mano, se giró y se apoyó contra la barra. De repente sonrió y levantó el brazo como saludando a alguien. Me di la vuelta y vi que el amigo del chico de la sonrisa también levantaba el brazo. Los dos comenzaron a acercarse.

-          ¿Quién es? –pregunté nerviosa en voz baja.

-          Es Paco, un compañero del trabajo. Muy simpático y soltero, por cierto. El otro ni idea –le dio tiempo a decir.

Después de exclamaciones, fíjate qué casualidad y presentaciones, se decidió que pediríamos al camarero una mesa para picar algo.

-          Mientras se vacía una mesa ¿queréis algo? Voy a pedir –preguntó el tal Paco.

Miré a mi refresco. Necesitaba algo más fuertecito que una Coca-Cola.

-          Una copa de rosado, por favor –acerté a decir.


La voz me había salido normal. Gracias a Dios. Pero seguía sin poder dominar mi cabeza que se había quedado inclinada mirando fijamente el fondo del vaso del refresco, mientras mis amigas charlaban con el chico de la sonrisa. Además no había logrado entender su nombre. Genial.

Ya con la copa en la mano, sentí que recuperaba la serenidad, aunque todavía no le había dado ni un trago, y logré levantar la cabeza y mirar al chico sin nombre. Parecía cómodo hablando con mis amigas.

-          Marta ¿estás aquí o en la luna? –preguntó Patricia-. ¿Te pasa algo?

-          Hoy está en la luna –respondió encantadora mi otra amiga por mí.

Las miré y respondí con una media sonrisa que no se preocuparan por mí, que ya estaba en fase de aterrizaje. El chico de la sonrisa salió en mi auxilio.

-          Pues a mí me gustan las chicas que están en la luna. Seguro que has encontrado algo interesante por allí ¿verdad?

Paco y Patricia no paraban de contar batallitas del trabajo que, con el desparpajo de ella, resultaban amenas. Unos minutos después, el camarero del bigote señalaba una mesa. Los cinco nos dirigimos hacia allí y él retiró una silla para mí. Había topado con un caballero andante. Mis mariposas seguían revoloteando. Azules, rosas, blancas… hasta había algunas de un color verde brillante. Me acomodé en la silla que me ofrecía y se sentó a mi lado. Y ahora sí que le devolví una sonrisa. Con un retraso de una media hora, de acuerdo, pero se la devolví. Y el chico sin nombre seguía sonriéndome.



Abril 2018