Llego a casa, un poco acalorada después de subir a pie los tres pisos. Nunca me he fiado del ascensor. Emite sonidos poco tranquilizadores. Y además es más lento que yo. Fernando se ríe cuando me ve con la lengua fuera, esperándole frente a la puerta de nuestra casa. Él coge el ascensor y yo subo a todo correr los tres pisos. Y suelo llegar la primera. Hace sólo unos meses que vivimos aquí, o sea, hace sólo unos meses que nos casamos. A pesar de que el ambiente en las calles de Madrid se hace cada vez más irrespirable y a veces me sorprendo, a plena luz del día, mirando con desconfianza y miedo a mi alrededor, yo intento seguir haciendo mi vida normal.
Me detengo a tomar aire, mientras busco en el bolso las
llaves. «Qué raro», pienso al abrir la puerta. El sombrero
de Fernando está en el perchero de la entrada. Demasiado pronto para que haya
llegado a casa. Pero si está el sombrero, está él.
-
¿Fernando?
–pregunto al aire recorriendo el pasillo que desemboca en el salón-. ¿Fernando?
–repito intentando elevar un poco la voz.
Sin
embargo, por algún motivo que desconozco, mi voz es poco más que un susurro.
Hay un ambiente opresor, algo sorprendente en mi queridísima casa, esa que he
ido decorando con tanta ilusión estos meses. Mi santuario, mi remanso de paz,
mi hogar feliz contigo. De repente hay algo que no debería estar aquí. Llego al
salón y te veo. Estás asomado a la ventana, fumando, y no te das la vuelta. Un
escalofrío me recorre el cuerpo.
-
¿Fernando?
–digo por tercera vez desde la puerta. Y me quedo allí clavada, sin poder dar
un paso más, como si las piernas no me quisieran obedecer.
Te giras lentamente. Mi estómago se sigue encogiendo lleno de
mariposas cada vez que te veo. A pesar de no ser más alto de la media, tu porte
siempre ha hecho que parezcas más alto. Tu pelo negro habitualmente peinado
hacia atrás, impecable, fijado con un montón de gomina, está hoy diferente,
casi despeinado. De hecho todo tú pareces diferente. Me dedicas una sonrisa,
débil, pero que aun así es capaz de alcanzar tus ojos e iluminar tu rostro. Tú
tampoco te mueves. Te quedas allí, apoyado contra la ventana.
-
¿Te
has vuelto loco? ¿Qué haces con esa camisa azul? –exclamo agitando mis manos
hacia él-. Si te ven los del Frente…
-
No
voy a salir de casa con ella –dices interrumpiéndome-. Sólo me la quería
probar.
-
¿Por
qué? ¿Qué razón hay para que la quieras probar?
-
¿Tiene
que haber una razón? –pregunta nervioso mirando al suelo.
-
¡Por
supuesto! Ni siquiera sabía que la tenías –me detengo unos segundos observándole
con atención-. La verdad es que estás guapo, te queda bien.
Da un paso y aplasta la colilla contra un cenicero. Y se
queda observando el humo que lentamente se cuela por la ventana. Hasta que por
fin levanta la cabeza y me mira fijamente, con intensidad.
-
Nena,
tenemos que hablar.
No me ha gustado nada ese tono. Es de tenemos que hablar no
presagia nada bueno. ¿Hay otra? No, qué tontería. Ese pensamiento cruza mi
mente sólo unas décimas de segundo y desaparece con la misma velocidad.
-
¿Qué
ha pasado? –acierto a preguntar, sintiendo que la garganta se me seca.
-
A
ti no te puedo engañar. Eras demasiado lista, lo averiguarías todo. Además,
eres mi mujer y no quiero ocultarte nada. Pero tampoco te lo puedo contar todo.
-
¿De
qué estás hablando?
-
Vamos
a sentarnos ¿sí?
Y sentados en el sofá, el uno junto al otro, con mis manos
entre las tuyas, me van llegando palabras que no quiero oír. Como si de un
sueño se tratara, me llegan retazos de tu discurso. Plan. Liberación. José
Antonio. Alicante. Prisión. Hasta que de repente, ese torrente de palabras
encajan como en un rompecabezas y el sol se abre paso entre la niebla que por
unos minutos ha bloqueado mi cerebro.
-
¿Pero
te has vuelto totalmente loco? –acierto a balbucear.
Grito, lloro, suelto mis manos de entre tus manos, te alejo
de mí, golpeo tu pecho con rabia.
-
¡Entiéndelo,
por favor! Es mi amigo. Tenemos que hacer algo, si no lo matarán. Si no supiera
que hay muchas posibilidades de éxito no lo haría.
Seco mis lágrimas y miro hacia la ventana. Sigue luciendo el
sol en esta mañana de julio.
-
Así
que tú y tus amigos os ponéis la camisa azul, os vais a Alicante, os infiltráis
en la cárcel, liberáis a José Antonio y a no sé quién más y os volvéis a
Madrid, así, tan ricamente, como quien va de excursión –suelto de carrerilla.
Le miro sin
entender. Pero parece que lo he entendido. Sólo me he equivocado en lo de
volver a Madrid. A dónde se marchan después de la excursión a Alicante es algo
que, por lo visto, no me puede decir. Por lo visto, cuanto menos sepa mejor,
por mi seguridad. ¿Por mi seguridad? ¿Pero has pensado en mí en algún momento
de toda la película esta?
-
Si
las cosas se ponen feas, vete a casa de tu hermano. Él está bien relacionado con
todo el mundo que cuenta. Con él estarás segura.
Me atrajo
hacia él y yo le golpeé el pecho con rabia hasta que no tuve más fuerzas. A la
mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol empezaban a entrar por la
ventana, acompañé a Fernando hasta la puerta. Me abracé a él, con desesperación
al principio. Luego me abandoné entre sus brazos, sus besos y sus caricias. Y
ese abrazo, nuestro abrazo, fue el abrazo más bonito de la historia de los
abrazos.
-
Volveré,
nena –me susurró al oído-. Cuando desesperes piensa en mí, intensamente, y
sabrás que yo sigo en este mundo y que volveré junto a ti. No lo olvides.
No lo
consiguieron. A José Antonio lo mataron unos meses después. Y de Fernando no
supe nada. Pasaba el tiempo sin saber si estaba vivo o muerto.
Durante
mucho tiempo le odié. Y ese odio me ayudó a mantenerme viva. En abril del 37,
el día de mi cumpleaños, recibí un ramo de rosas rojas. Sin tarjeta. Yo sabía
que era de él. Entonces mi odio dejó paso a la esperanza. Otro año pasó. En
abril del 38 volví a recibir el ramo anónimo. Y eso me ayudó a soportar el
vacío y el más duro de los inviernos. En abril del 39 el ramo de rosas rojas me
lo trajo él. Volvía junto a mí, esta vez para siempre.
Abril 2018