Allí estaba. Podía haber estado en cualquier otro sitio, pero el caso es que estaba allí. Sentada en la terraza del hotel, dejó vagar su mirada por la plaza que se entreveía a través de los arbustos del jardín. Una plaza colonial, con la torre blanca de la iglesia destacando sobre el azul brillante del cielo mexicano. No había sido su deseo regresar. De hecho, pensó que nunca regresaría. Tampoco había pasado tanto tiempo. ¿Cuatro? ¿Cinco años? Apenas cinco años y estaba otra vez allí. Miró alrededor. El hotel no había cambiado. Estaba tal y como lo recordaba. Ya que no había habido modo de negarse a volver –el trabajo es el trabajo, es lo que hay- al menos pidió a la agencia que le reservara en el hotel de la última vez. Un lugar encantador donde había sido feliz.
Dio un sorbo al cóctel –cortesía de bienvenida- y paladeó con
gusto el líquido frío.
-
Esto
lleva algo de tequila, seguro -pensó-. Y el tequila se me sube.
Se recostó en la silla, estiró las piernas y miró a su
alrededor. Había una familia chapoteando en la alberca. Quizás mañana tuviera
tiempo para un chapuzón, aunque no hacía demasiado calor. Había poca gente, tan
sólo un par de mesas más estaban ocupadas. Tendría que salir a cenar, porque el
hotel no tenía restaurante. Allí en la plaza había un par de restaurantes.
Cualquiera de ellos serviría, aunque le daba pereza salir. ¿Pereza? Desde lo
del virus no le gustaba andar sola por sitios desconocidos. Antes era como una
aventura. Salir a explorar las callejuelas pintorescas de aquella ciudad lo había
vivido con ilusión. Con un mapa en la mano había ido recorriendo las calles,
deteniéndose entusiasmada en cada esquina, descubriendo con emoción las huellas
del pasado. Una iglesia barroca, un convento con los muros encalados, una casa
antigua cubierta de buganvilla, el azul añil intenso de una pared y la plaza de
las estatuas. Abrió la boca al toparse con la imponente estatua del apóstol
Santiago a caballo que la observaba desde lo alto. Y desde allí contempló las
otras muchas estatuas que flanqueaban en hilera la plaza. Los fundadores de la
ciudad, leyó en una placa. Siguió avanzando con respeto entre las estatuas y se
detuvo frente a la de fray Junípero Serra. Un poco más allá se elevaba
majestuosa la de un indio que adornaba su cabeza con un gran penacho de plumas.
Empezaba a oscurecer así que regresó al hotel, feliz. Con la felicidad de haber
contemplado tanta belleza y de haber vislumbrado, por unos minutos, la
Historia. Al día siguiente se levantó temprano para regresar a la plaza de las
estatuas antes del trabajo.
Aquellos días de verano fue feliz. Luego se estropeó, cuando
las cosas no salieron como había esperado. Aunque realmente no había esperado
nada. Quizás fue por eso que las cosas no salieron como debieron haber salido.
No le entendió. Y él no le entendió a ella. Nada que hacer. Después de esos
primeros momentos tan felices recorriendo las calles con sus estatuas, después
de la felicidad del reencuentro, todo se volvió gris.
Y otra vez era verano. Y le había olvidado. O casi. Habían
pasado cinco años y había desaparecido de su vida. Seguro que para él no
existía, que no le quedaría ni el mínimo recuerdo. Y ella, como una boba,
estaba allí, en el jardín del hotel encantador, más sola que la una, y de
repente le había venido todo a la mente como si fuera ayer.
-
Y
el tequila se me está subiendo. Lo sabía –murmuró al incorporarse.
Se agarró al borde de la silla y esperó unos instantes a que el
mundo dejara de tambalearse.
-
Decididamente
no voy a salir. No me veo sola cenando en la plaza, en medio de tantos
desconocidos. Hoy no –murmuró.
-
Eres
una cobardica –le acusó una voz dentro de su cabeza.
-
Sí,
lo reconozco. Me he vuelto cobarde. Entre las cuatro paredes del hotel me
siento segura... Los espacios abiertos me dan miedo. Y además, en ese
restaurante cené con él. Paso de seguir despertando fantasmas.
La última frase la debió de decir en voz alta porque los de
la mesa más próxima la estaban mirando. Allí seguía quieta, agarrada a la silla.
Se soltó con suavidad, echó los hombros hacia atrás y, con aire digno y paso
decidido, se dirigió a su habitación. Se pondría el traje de baño y se daría un
chapuzón en la alberca para despejarse. Y luego se pediría otro de aquellos
deliciosos cócteles. Sonrió, satisfecha consigo misma por el estupendo plan B
que había trazado en apenas dos minutos.
Cuando una hora después, ya fresca y sintiéndose como nueva,
se volvió a sentar en el mismo lugar, pidió el cóctel y, esta vez, consiguió que
el camarero le trajera unos totopos y algo de queso. Además, llevaba una bolsa
de nueces en el bolso. Encima de la mesa le esperaba un libro que había tomado
prestado de la biblioteca del hotel. Sí, el hotel tenía una maravillosa
biblioteca, con el suelo y las paredes de cristal. Ya más conforme con el
mundo, volvió a sonreír. Y fue capaz, incluso, de trazar otro plan. Al día
siguiente se levantaría pronto para ir a la plaza de los fundadores. Toda una
temeridad.
Agosto 2020