Me miró con cara de no creérselo.
-
¿Dices
que tiene cuarenta y tantos, no se ha casado nunca y es majo? Imposible. Tendrá
algún secreto oscuro.
-
A
ver, Ana. Que yo también tengo cuarenta y tantos, no me he casado y soy maja.
¿O no?
-
Pero
eso es diferente –respondió tajante.
-
¿Cómo
que diferente? –le pregunté acercando un poco más la silla al borde la mesa.
Se llevó la taza a los labios, yo creo que para ganar un poco
de tiempo antes de contestar.
-
Pues
sí, diferente. Porque en una mujer no es lo mismo.
-
Ya
estamos con el feminismo exacerbado –exclamé cruzando los brazos.
-
No
es cuestión de feminismo. Es que una mujer… pues eso, que no es lo mismo. Para
nosotras es cuestión de suerte pero ellos… -se encogió de hombros.
Me quedé mirando a mi amiga unos instantes. Era la imagen de
la mujer triunfadora. Guapa, atractiva, con una melena estupenda, tirando a
rubia. Casada, claro, felizmente. Madre de dos niños, bueno, ya no tan niños.
Con un buen trabajo y el mismo marido desde hacía veinte años.
-
Tú
no has tenido y ya está.
-
Oye,
que yo me considero una mujer muy afortunada –exclamé un poco indignada.
-
Sí,
claro que sí –concedió-. Me refiero a la cuestión de hombres. Que ahí no has
tenido mucha suerte. Si es que te tenías que haber casado con Paco, que estaba
loco por ti. Y este otro chico… el de Teruel… ¿cómo se llamaba?
-
Alfredo
–respondí arqueando las cejas.
-
¡Eso!
Alfredo… Me gustaba mucho para ti.
-
Ya,
el problema es que a mí no tanto. ¿Quieres dejar ya de hacer repaso de mi
pasado amoroso anterior a la fatídica barrera de los treinta?
-
En
fin…No has encontrado a tu príncipe azul –sentenció mientras se echaba más
azúcar al café.
La miré con cara de no entender nada.
-
El
príncipe azul no existe. Siento ser portadora de malas noticias –dije con
ironía-. Blanca Nieves y la Bella Durmiente son cuentos, historias, leyendas de
la tradición europea que encierran una serie de símbolos…
-
Vale,
vale. No empieces con tu vena intelectual –me interrumpió-. ¿Más café?
Asentí distraída y se apresuró a llamar al camarero.
-
Pues
a mí me ha parecido muy agradable y muy normal. ¡A ver si a partir de los
cuarenta no se puede ser normal!
-
¿Dónde
lo has conocido?
-
En
una librería.
-
Ya…
¿No podrías conocer hombres en el gimnasio, o en un bar de opas como hace la
gente normal? En una librería, ni más ni menos –y se echó a reír.
En ese momento, trajeron el café y aproveché para respirar
hondo antes de contestar a mi querida Ana. Es mi amiga de toda la vida pero
nunca le ha gustado leer. Y a pesar de eso nuestra amistad ha permanecido intacta
a lo largo de los años, lo cual es un mérito por parte de las dos.
-
¿Y
qué tienes en contra de los libros?
-
No
tengo nada en contra, cielo. Si Luis me tiene la casa llena de libros y no digo
nada. Mientras él se encargue de limpiar el polvo de las estanterías, no hay
problema. Pero digo yo, que conocer a alguien en una librería, da un poco de
grima.
Me eché a reír. Ana no tenía remedio y a estas alturas de la
vida, no pretendía cambiarla.
-
Bueno,
a ver, pero cómo ha sido la cosa. ¿Habéis hablado?
-
Sí,
claro. Hemos comprado el mismo libro, y ahí es cuando hemos empezado a hablar.
Y nos hemos tomado un café porque en la librería hay una pequeña cafetería. Y
al final me ha pedido el número de teléfono.
Ana se me quedó mirando unos instantes antes de seguir.
-
¿Cómo
se apellida?
-
No
lo sé.
-
¿Ves?
Oculta algo –sentenció agitando la cucharilla.
-
O
sea, que según tú, si no se ha encontrado al hombre o la mujer de tu vida antes
de los treinta, no hay nada que hacer ¿no?
-
A
ver, no digo que no pueda haber excepciones pero yo diría que estadísticamente
es así.
-
¿Y
quién ha hecho esa estadística?
-
No
te lo tomes al pie de la letra. Tú ya entiendes lo que quiero decir.
-
Si
lo he entendido. Que están todos pillados, casados, con cinco hijos, una amante
por lo menos y varios oscuros secretos.
Miré a mi alrededor. Efectivamente, las mesas estaban
ocupadas por parejas, de todas las edades, y por grupos de mujeres. Ya, esa era
la estadística de mi amiga. Quizá no estuviera tan desencaminada.
-
¿Y
esa bolsa? –pregunté señalando la silla que estaba junto a ella.
-
Ah
sí, he estado en las rebajas y he encontrado dos chollos. Mira qué monada –me dijo
orgullosa sacando de la bolsa un par de camisas.
Las contemplé, alabé su buen gusto, agarré mi bolso y me puse
en pie.
-
¿A
dónde vas?
-
Me
voy a El Corte Inglés.
-
¿Ahora?
¿Así de repente? –preguntó sorprendida.
-
¿No
dicen que si no está en El Corte Inglés es que no existe? Pues me voy a ver si encuentro un chollo de cuarenta y
tantos, soltero, sin hijos, buena gente y sin esqueletos en el armario. Y
encima, si no me gusta, lo puedo devolver y me reembolsan el dinero.
Ana volvió a meter las camisas en la bolsa y se puso el
abrigo.
-
Pues
te acompaño porque no me fío un pelo de ti.
Y cogidas del brazo, salimos de la cafetería dispuestas a
fundir la tarjeta.
Febrero 2019