domingo, 1 de noviembre de 2020

ESTUPENDO, ¿ALGO MÁS? (II)

 


-          ¿Que le has dicho qué? –exclamó, deteniéndose en seco en la puerta de la iglesia.

-          Lara, no te pares aquí que estás atascando la salida -dijo su amigo, tirando de su brazo con suavidad.  

Avanzaron unos pocos pasos, los suficientes para que la gente que iba detrás pudiera salir del templo. Lara se volvió a detener y se giró hecha una furia a Javier. Estaba claro que la celebración no había conseguido serenarla. Había pensado que sí, pero evidentemente no era así.

-          ¿Me lo puedes repetir, por favor, que a lo mejor no te he entendido ben?

-          He invitado a Ignacio a que se una a nosotros a cenar ahora. Me has oído perfectamente. ¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó extrañado.

-          Pues… pues… que no me apetece que venga y ya está.

-          Yo pensaba que Ignacio te caía bien.

-          Me cae fatal –replicó con sequedad.

-          Pues lo siento, ya me lo contarás otro día porque me he debido de perder algún capítulo y por ahí viene, con Luis. Ya no se puede arreglar.

Miró hacia donde le señalaba y, efectivamente, ambos se acercaban charlando en voz baja. Lara les miró, sintió un nudo en el estómago y tomó una decisión.

-          Claro que tiene arreglo. Yo me voy. Despídeme de Luis.

Javier la agarró del brazo.

-          Pero ¿cómo que te vas?

No pudo continuar porque en ese momento llegaron junto a ellos.

-          Larita, ¿cómo estás? –preguntó Luis apretándole cariñosamente la mano.

-          Pues fíjate que no me encuentro muy bien. Serán los nervios, el disgusto… Me voy a ir a casa. Nos vemos otro día ¿de acuerdo? –respondió con voz lastimera.

-          Pero si hace tiempo que no nos vemos y habíamos quedado en que después del funeral nos íbamos a cenar. Además, Ignacio se viene también. La de años que han pasado, tío –exclamó golpeándole amistosamente el hombro-. Venga, Larita, una cerveza y se te pasa. Ahora no te puedes ir sola a casa.

-          Te lo agradezco, pero no insistas.

-          Que te va a entrar una pena horrible. Te vienes por lo menos a una caña y si no se te pasa, pues te vas. Vamos –dijo pasándole un brazo por los hombros y haciendo un gesto a los otros dos con la cabeza-. Además, Bego me ha dicho que hoy no tenga prisa en volver y que los niños estaban muy tranquilos. Así que hay que aprovechar.

Ignacio había observado la escena en silencio. Se había limitado a arquear una ceja, con ese gesto tan característico suyo, que había sido la causa de que a Lara se le hiciera otro nudo más en el estómago. Lara y Luis abrían la marcha, seguidos por Ignacio y Javier. Se sentía en desventaja, como observada desde atrás, pero decidió que lo mejor era no montar una escena ni dar a entender que volver a verle le había afectado tanto. A ver, que tampoco era para tanto. Sólo que no se lo esperaba y este tipo de sorpresas necesitan unos minutos para asimilarlas. Además, que ya eres mayorcita, una mujer de mundo y de mediana edad, chica. Como por arte de magia, el nudo desapareció y se sintió mucho más relajada, del todo. Bueno, casi.

Llegaron a un bar que tenía un par de mesas libres en la terraza y, aunque no lo conocían, tenía buena pinta y decidieron que no era necesario buscar más. Se sentaron y el camarero acudió enseguida con una libreta en la mano.

-          ¿Cañas? –preguntó Javier, a la vez que todos movían la cabeza asintiendo-. Y tráiganos la carta, por favor, que algo picaremos.

Los chicos comenzaron a hablar. Se lanzaban preguntas, respondían al mismo tiempo, interrumpiéndose, como queriendo ponerse al día cuanto antes. Como queriendo  recuperar el tiempo perdido y retomando una amistad interrumpida por la vida. No había pasado nada, simplemente la presencia de Ignacio se había ido reduciendo hasta desaparecer. Pero había vuelto y Javier y Luis retomaban una conversación interrumpida por los años con toda la naturalidad del mundo. Lara les observaba sin intervenir. Se había acomodado en su silla con la caña en una mano y un puñado de cacahuetes en la otra, como si estuviera en el cine. De vez en cuando sonreía y movía la cabeza al recordar alguna de las batallitas que aparecían en el curso de la conversación. En casi todas ellas estaba presente Enrique, el amigo al que acababan de despedir, el amigo que se había ido demasiado pronto para siempre. Hasta que el camarero llegó con un plato de bravas y otro de aceitunas y rompió la magia.

-          Estás muy callada –dijo Luis.

-          Os escucho. Me gusta escucharos. Y me gustan los cacahuetes –replicó llevándose un par a la boca-. Javier ¿y tus niños cómo están? Hace un montón que no los veo.

-          De niños nada. El mayor ya es más alto que yo. Están con el pavo, pero para ser adolescentes, son bastante llevaderos –sonrió llevándose el vaso a los labios-. Oye, qué bien tiran aquí la cerveza. Esto hay que repetirlo más a menudo.

-          Brindo por eso –exclamó Luis y los cuatro levantaron los vasos.

Ignacio tomó entonces la palabra, mirando directamente a Lara, y disparó en tono irónico.

-          Y tus dos ángeles ¿bien?

-          Era una broma… Bueno, perdí un bebé al principio del embarazo, así que un ángel sí que tengo, no te mentía del todo.

-          Vaya, lo siento –murmuró incómodo, recolocándose en la silla.

-          Es la vida. Fue hace mucho –replicó encogiéndose de hombros.

-          ¿Y tú? ¿Tienes hijos? –preguntó Javier, rompiendo el silencio, un tanto incómodo, que había seguido.

-          No –respondió tajante-. Me habría gustado, pero no.

-          No te pega ser padre –dijo ella. Sus palabras sonaron más secamente de lo que había pretendido.

Él la miró dolido. Volvió a hacerse el silencio. Entonces empezó a sonar la música. Los primeros compases de un bolero sonaron desde un altavoz que colgaba de una columna, cerca de su mesa.

-          Este es conocido ¿no? Hace mil años que no escuchaba esta canción –exclamó Luis.

-          Se llama Perfidia –dijo Ignacio, mirándola fijamente.


Nadie comprende lo que sufro yo.

Canto, pues no puedo sollozar.

 

-          Es una canción muy antigua, de la época de nuestros padres, creo. Sin embargo, es curioso, me hace recordar nuestra juventud. No sé… Un tiempo perdido, que ya no volverá.

-          Vaya, Javier. No te conocía yo esa vena poética.

-          A veces soy un poco bruto, pero esta canción tiene algo que te remueve.

 

Mujer, si puedes tú con Dios hablar,

Pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar…

 

-          Javier tiene razón. Si os fijáis es como si nuestro mundo se estuviera desmoronando. Hace veinte, treinta años, éramos inseparables. ¿Y ahora? Hacía una eternidad que no nos veíamos, Enrique ya no está y tú casi le tienes que pedir permiso a tu mujer para que te deje salir con unos viejos amigos –Ignacio calló unos instantes, como buscando las palabras exactas-. A unos la vida le ha tratado mejor que a otros, pero estoy seguro de que ninguno ha visto sus sueños cumplidos.

-          Es cierto –intervino Luis-. Nuestro mundo ya no existe. Todo aquello por lo que luchábamos, lo que daba sentido a nuestra vida, ya no está.

-          Lo siento. No pretendía ser borde, no sé por qué lo he dicho. No es  lo que pienso. Perdóname- se disculpó Lara, casi sin atreverse a mirarle.

 Por toda respuesta, Ignacio tarareó la siguiente frase del bolero: Qué lejos estás de mí… y ella volvió a bajar la mirada y a concentrarse en dibujar con un dedo sobre la sal y los restos de cacahuetes que habían quedado sobre la mesa.


 -          De acuerdo, nuestro mundo se fue. Aunque si lo pensáis bien mientras podamos vernos y hablar de esa vida que compartimos, conseguiremos retener un poco más de tiempo ese mundo maravilloso que se nos escapa.

-          Javier, eres un optimista, pero creo que lo que dices no es descabellado.

Y levantando su vaso, Ignacio brindó por los retales de ese mundo que todavía sobrevivían. Otros tres vasos chocaron con fuerza al unísono contra el suyo y, esta vez, hasta Lara sonrió.

 

Noviembre 2020