Por un extraño sentimentalismo,
he decidido quedarme en mi ciudad. Me he dejado llevar y ahora estoy encerrada
en el perímetro de una comarca aislada, de la que no se puede entrar ni salir.
Puedo bajar a la calle, sólo a lo imprescindible han dicho, o sea, a comprar
comida y el periódico. Porque los bares están cerrados, las piscinas están
cerradas, las iglesias creo que algunas siguen abiertas pero me temo que
volveré a las misas televisadas. Además, hace un calor terrible y no hay nadie
por la calle. Sólo unos cuantos sin techo que deambulan sin rumbo fijo.
-
Es que eres idiota.
Las cuatro palabras han retumbado
entre las cuatro paredes de la habitación. Las he dicho yo, me las he dicho a
mí, y en un tono elevado, el que se usa cuando uno está molesto.
-
Pues ya no hay remedio, cielo. Hay policía en
los accesos a la ciudad, así que ahora te aguantas y apechugas con tus
decisiones, aunque sean idiotas.
Mi yo sigue de conversación con
mi otro yo. Es lo que tiene el confinamiento, que acabas hablando con las
paredes. Literal.
-
Pero tengo terraza –digo esbozando una sonrisa
victoriosa.
Así que abro la puerta de la
terraza y vuelvo a sacar la mesa y las dos sillas que apenas una hora antes
había metido en el salón. Cuando estaba haciendo la maleta a toda prisa y
preparando la casa para dejarla cerrada por un tiempo indefinido, desenchufando
todo lo enchufable y sacando la comida perecedera de la nevera. Y de repente,
me ha venido la idea peregrina de que era un capitán cobarde que estaba
abandonando su barco. ¡Un capitán cobarde! Ni más ni menos. En fin, el apego a
la tierra, un amor mal entendido, qué sé yo. El caso es que me he quedado,
total, puedo teletrabajar desde aquí y tengo la despensa llena. Y tengo
terraza. No muy grande, pero es una terraza. Fundamental. A mi alrededor los
contagios crecen de manera descontrolada, pero soy una capitana valiente.
Arrastro la mesa blanca de
plástico y las dos sillas a juego. Las coloco en el centro, me siento en una de
ellas y pongo las piernas sobre la otra. Miro al horizonte. Sí, sí, puedo
incluso ver un trozo de horizonte entre dos bloques de pisos.
-
Ya empieza a bajar el calor –me digo como para
animarme.
Entonces se levanta de improviso una brisa fresca y el
cielo se tiñe de una luz dorada y rojiza, esos tonos maravillosos que ningún
pintor ha conseguido reproducir. Poco a poco voy sintiéndome un poco menos
molesta con mi otro yo, con la capitana. Sigo mirando al horizonte, relajada. Las
golondrinas empiezan a hacer sus giros imposibles de cada tarde. Algunas pasan
muy cerca de mí, a toda velocidad, pero de aquí no me muevo. La terraza es mía.
-
¿Vecina? Hola, ¿estás ahí?
Me giro sobresaltada hacia donde
procede la voz, detrás del tabique metálico que me separa de la terraza de al
lado. Se oye el ruido de una silla que es arrastrada.
-
Hola –respondo, mirando al tabique, sin saber
muy bien qué decir.
Entonces una cabeza sonriente
asoma por encima.
-
Me había parecido oír algo. Qué alegría saber
que estás aquí.
Me pongo en pie y miro hacia
arriba.
-
Hola Elena. Sí, me he quedado –le digo a mi
vecina. Debe de tener más o menos mi edad. Habré cruzado con ella veinte
palabras desde que vivo aquí. No por antipatía ni nada por el estilo, sólo que
no coincidimos, vivimos en escaleras diferentes
-así que no nos encontramos en el ascensor- y tenemos un tabique
metálico que nos separa.
-
Pues no te puedes imaginar la alegría y la
tranquilidad que me da saber que estás aquí. Así me siento un poco menos sola.
-
Tienes toda la razón. A mí también me alegra
mucho saber que estás ahí… Bueno, si necesitas algo, ya sabes dónde estoy
–añado tras un silencio.
-
A lo mejor te parece una tontería… bueno, no sé…
o no te parece bien.
-
¿El qué? –le pregunto con curiosidad.
-
No, no es nada –responde sin mucho
convencimiento.
-
Venga, dime. ¿Necesitas algo? Tengo la nevera
llena.
Mi vecina mira al horizonte,
contempla por unos instantes la puesta de sol, coge aire y empieza a hablar a
toda velocidad
-
¿Te apetecería pasar a mi terraza y nos tomamos
una cerveza juntas? Y así podemos charlar un rato. Con la mascarilla puesta,
por supuesto, y con distancia. ¿Tú crees que es una temeridad? Yo de verdad que
estoy teniendo muchísimo cuidado, no creo que esté contagiada. Pero es que otro
confinamiento, tan seguido después del primero... Es para volverse loca.
Sólo lo pienso unos segundos.
-
¿Sabes que te digo? Que me parece una idea
estupenda, vecina.
-
¿De verdad? –exclama-. Pues cuando quieras.
¿Ahora o dentro de un rato?
-
¿Para qué vamos a esperar? Voy para allá.
Escalera tres ¿verdad?
Asiente con la cabeza. Me dice
que no lleve nada, mientras baja de la silla, y desde el otro lado del tabique
añade que tiene un montón de botellines y latas de aperitivos. Echo un último
vistazo a la maravillosa puesta de sol y me pregunto si desde la terraza de mi
vecina se verá igual de bien. Entro en el salón, cierro la puerta de la terraza
y me digo en voz bajita: «Pues no ha sido tan
mala idea quedarme. Por lo menos una persona se ha alegrado de mi decisión». Mi estado de ánimo ha cambiado y
mis dos yo se han reconciliado.
Cojo el bolso que había dejado
encima del sofá, la mascarilla, el bote de gel y mi mirada se detiene en el
mueble que está en una esquina del salón. Es un viejo escritorio lacado en
negro, con motivos chinos. Había pensado dedicarle hoy mi atención, sobre todo
al último cajón. Allí esperan amontonadas cartas, papeles y fotos antiguas, el
legado familiar. Tendrán que seguir esperando un poco más. Parece que nunca
encuentro el tiempo para ordenar y clasificar todos esos recuerdos, o quizás no
quiera encontrarlo. No sé bien qué me espera entre esa montaña de sobres, cajas
y álbumes. Tan sólo he entreabierto ese cajón un par de veces, lentamente, como
si fuera parte de una ceremonia. Quizás todavía no esté preparada para zambullirme
en el pasado. De momento, voy a disfrutar de una cerveza fría y voy a charlar
con Elena, que creo que me va a caer bien. Presiento que esta va a ser la primera
de muchas cervezas compartidas en los próximos días.
Julio 2020