sábado, 25 de julio de 2020

CERVEZAS Y MASCARILLAS



Por un extraño sentimentalismo, he decidido quedarme en mi ciudad. Me he dejado llevar y ahora estoy encerrada en el perímetro de una comarca aislada, de la que no se puede entrar ni salir. Puedo bajar a la calle, sólo a lo imprescindible han dicho, o sea, a comprar comida y el periódico. Porque los bares están cerrados, las piscinas están cerradas, las iglesias creo que algunas siguen abiertas pero me temo que volveré a las misas televisadas. Además, hace un calor terrible y no hay nadie por la calle. Sólo unos cuantos sin techo que deambulan sin rumbo fijo.
-          Es que eres idiota.
Las cuatro palabras han retumbado entre las cuatro paredes de la habitación. Las he dicho yo, me las he dicho a mí, y en un tono elevado, el que se usa cuando uno está molesto.
-          Pues ya no hay remedio, cielo. Hay policía en los accesos a la ciudad, así que ahora te aguantas y apechugas con tus decisiones, aunque sean idiotas.
Mi yo sigue de conversación con mi otro yo. Es lo que tiene el confinamiento, que acabas hablando con las paredes. Literal.
-          Pero tengo terraza –digo esbozando una sonrisa victoriosa.
Así que abro la puerta de la terraza y vuelvo a sacar la mesa y las dos sillas que apenas una hora antes había metido en el salón. Cuando estaba haciendo la maleta a toda prisa y preparando la casa para dejarla cerrada por un tiempo indefinido, desenchufando todo lo enchufable y sacando la comida perecedera de la nevera. Y de repente, me ha venido la idea peregrina de que era un capitán cobarde que estaba abandonando su barco. ¡Un capitán cobarde! Ni más ni menos. En fin, el apego a la tierra, un amor mal entendido, qué sé yo. El caso es que me he quedado, total, puedo teletrabajar desde aquí y tengo la despensa llena. Y tengo terraza. No muy grande, pero es una terraza. Fundamental. A mi alrededor los contagios crecen de manera descontrolada, pero soy una capitana valiente.
Arrastro la mesa blanca de plástico y las dos sillas a juego. Las coloco en el centro, me siento en una de ellas y pongo las piernas sobre la otra. Miro al horizonte. Sí, sí, puedo incluso ver un trozo de horizonte entre dos bloques de pisos.
-          Ya empieza a bajar el calor –me digo como para animarme.

Entonces se levanta de improviso una brisa fresca y el cielo se tiñe de una luz dorada y rojiza, esos tonos maravillosos que ningún pintor ha conseguido reproducir. Poco a poco voy sintiéndome un poco menos molesta con mi otro yo, con la capitana. Sigo mirando al horizonte, relajada. Las golondrinas empiezan a hacer sus giros imposibles de cada tarde. Algunas pasan muy cerca de mí, a toda velocidad, pero de aquí no me muevo. La terraza es mía.

-          ¿Vecina? Hola, ¿estás ahí?
Me giro sobresaltada hacia donde procede la voz, detrás del tabique metálico que me separa de la terraza de al lado. Se oye el ruido de una silla que es arrastrada.
-          Hola –respondo, mirando al tabique, sin saber muy bien qué decir.
Entonces una cabeza sonriente asoma por encima.
-          Me había parecido oír algo. Qué alegría saber que estás aquí.
Me pongo en pie y miro hacia arriba.
-          Hola Elena. Sí, me he quedado –le digo a mi vecina. Debe de tener más o menos mi edad. Habré cruzado con ella veinte palabras desde que vivo aquí. No por antipatía ni nada por el estilo, sólo que no coincidimos, vivimos en escaleras diferentes  -así que no nos encontramos en el ascensor- y tenemos un tabique metálico que nos separa.
-          Pues no te puedes imaginar la alegría y la tranquilidad que me da saber que estás aquí. Así me siento un poco menos sola.
-          Tienes toda la razón. A mí también me alegra mucho saber que estás ahí… Bueno, si necesitas algo, ya sabes dónde estoy –añado tras un silencio.
-          A lo mejor te parece una tontería… bueno, no sé… o no te parece bien.
-          ¿El qué? –le pregunto con curiosidad.
-          No, no es nada –responde sin mucho convencimiento.
-          Venga, dime. ¿Necesitas algo? Tengo la nevera llena.
Mi vecina mira al horizonte, contempla por unos instantes la puesta de sol, coge aire y empieza a hablar a toda velocidad
-          ¿Te apetecería pasar a mi terraza y nos tomamos una cerveza juntas? Y así podemos charlar un rato. Con la mascarilla puesta, por supuesto, y con distancia. ¿Tú crees que es una temeridad? Yo de verdad que estoy teniendo muchísimo cuidado, no creo que esté contagiada. Pero es que otro confinamiento, tan seguido después del primero... Es para volverse loca.
Sólo lo pienso unos segundos.
-          ¿Sabes que te digo? Que me parece una idea estupenda, vecina.
-          ¿De verdad? –exclama-. Pues cuando quieras. ¿Ahora o dentro de un rato?
-          ¿Para qué vamos a esperar? Voy para allá. Escalera tres ¿verdad?
Asiente con la cabeza. Me dice que no lleve nada, mientras baja de la silla, y desde el otro lado del tabique añade que tiene un montón de botellines y latas de aperitivos. Echo un último vistazo a la maravillosa puesta de sol y me pregunto si desde la terraza de mi vecina se verá igual de bien. Entro en el salón, cierro la puerta de la terraza y me digo en voz bajita: «Pues no ha sido tan mala idea quedarme. Por lo menos una persona se ha alegrado de mi decisión». Mi estado de ánimo ha cambiado y mis dos yo se han reconciliado.
Cojo el bolso que había dejado encima del sofá, la mascarilla, el bote de gel y mi mirada se detiene en el mueble que está en una esquina del salón. Es un viejo escritorio lacado en negro, con motivos chinos. Había pensado dedicarle hoy mi atención, sobre todo al último cajón. Allí esperan amontonadas cartas, papeles y fotos antiguas, el legado familiar. Tendrán que seguir esperando un poco más. Parece que nunca encuentro el tiempo para ordenar y clasificar todos esos recuerdos, o quizás no quiera encontrarlo. No sé bien qué me espera entre esa montaña de sobres, cajas y álbumes. Tan sólo he entreabierto ese cajón un par de veces, lentamente, como si fuera parte de una ceremonia. Quizás todavía no esté preparada para zambullirme en el pasado. De momento, voy a disfrutar de una cerveza fría y voy a charlar con Elena, que creo que me va a caer bien. Presiento que esta va a ser la primera de muchas cervezas compartidas en los próximos días.

Julio 2020