Se había criado entre historias y anécdotas de la guerra. Recordaba
con claridad esos relatos de su infancia: cómo su abuelo el médico había
salvado la vida a Hemingway, aunque él la había perdido después en el bombardeo
de su casa y una de sus hijas –una niña todavía- había removido con sus propias
manos los escombros hasta hallar el cadáver de su padre. Y cómo lo habían
perdido todo cuando la casa se vino abajo, sepultando para siempre la vida que
habían conocido. O cómo otro tío, que se paseaba por la calle Mayor luciendo
una camisa azul, había conseguido huir de los anarquistas que le perseguían, en
un trayecto lleno de vicisitudes a través de las montañas hasta llegar a
Andorra. Y antes que eso, el bisabuelo que regresó de Cuba con un cofre lleno
de monedas de oro. Y el otro bisabuelo que obligó a punta de pistola al
pretendiente de su hija a que se presentara en la iglesia y dijera sí quiero, aunque
no quería.
A veces les visitaba el hermano de su abuela, el principal
protagonista de esas historias. Siempre le había asustado un poco ese gigante
de voz atronadora. Pero su deseo de saber era más fuerte y conseguía vencer su
miedo y se quedaba en una esquina del inmenso salón. Se sentaba en la mesa
camilla con los pies bajo el mantel grueso, que ocultaba un brasero. Así,
rodeada de la familia y con los pies calentitos, se sentía irremediablemente atraída
por las historias de su tío abuelo. Nunca se atrevió a preguntarle nada, aunque
le habría gustado conocer más detalles pero cualquiera se atrevía.
-
Era
muy guapo. Se parecía a José Antonio ¿sabes? –le dijo una vez su madre, después
de una de sus visitas-. Era alto, moreno y llevaba el pelo peinado hacia atrás,
engominado y reluciente. Las chicas se lo rifaban.
Le costaba creer que una chica se hubiera acercado
voluntariamente a aquel gigante. Pero si su madre lo decía, sería verdad,
claro. Sonrió con melancolía. Aquellas reuniones familiares fueron menguando.
Muchos de los protagonistas de aquellas historias habían muerto hacía ya unos
cuantos años. Su mirada fue vagando por el salón, hasta detenerse en el rincón
donde había estado la mesa camilla con el brasero. Hacía tiempo que ya no estaba.
En su lugar, un radiador eléctrico ayudaba a calentar el salón. Un salón que ya
no le parecía tan grande, aunque el techo seguía siendo igual de alto. Lo que
sí seguía en el mismo sitio era el mueble oscuro, de caoba brillante, con unos
tiradores dorados. Se desperezó, estiró la espalda, movió la cabeza a los lados
y se incorporó del sillón.
Desde la cocina, al fondo de la casa, llegaban amortiguados
sonidos de platos y la voz de su hermana que tarareaba una canción mientras preparaba
la cena.
-
Hace
mucho que no abro estos cajones –dijo en voz alta, rozando con suavidad los
tiradores.
Sabía que debía ir a ayudar a su hermana pero de pronto
sintió deseos de rebuscar en el pasado. Tiró del primer cajón, que se abrió con
suavidad. Un montón de papeles llenos de polvo esperaban a que alguien se
decidiera a clasificarlos.
-
Ufff,
mejor otro día –murmuró para sí, volviéndolo a cerrar-. Tengo que dedicar una
tarde a poner un poco de orden.
Siguió abriendo cajones: cartas amarillentas, trozos de
porcelana, botones, una figurita rota, algunos retales, una caja pequeña de
costura… Se sentó en el suelo para abrir el último cajón que se resistía. Algo
se había quedado encajado. Después de forcejear unos minutos y, cuando ya
estaba a punto de darse por vencida, con un golpe seco consiguió abrirlo. Un
álbum de fotos salió disparado y cayó junto a sus pies. Era antiguo, verde, de
piel. No lo había visto antes. Y allí sentada, frente al mueble de caoba, empezó
a pasar las páginas con curiosidad.
Eran fotos en blanco y negro, en tonos sepia más bien, de
gente que no conocía. Personas elegantes arregladas para una sesión fotográfica,
un grupo de colegiales sonrientes que rodeaban a un sacerdote con sotana, un
bebé regordete lleno de puntillas, un hombre vestido con traje militar, una criada
con un delantal blanco empujando un cochecito, una comida en el campo… Rostros
anónimos que le miraban desde el pasado. De vez en cuando, algún rótulo daba
alguna pista sobre su identidad pero la mayoría eran desconocidos, cada uno con
su historia, sus ilusiones, sus decepciones.
Una voz a su espalda la sobresaltó.
-
Sol,
ya está la cena. Perdón, te he asustado –dijo su hermana asomando por la puerta
del salón.
-
Sí,
me has asustado. No te preocupes. Estaba muy lejos.
-
Pero
qué haces ahí sentada. El suelo está frío –dijo acercándose.
-
Ven,
mira lo que he encontrado. ¡Un auténtico tesoro! –exclamó señalando el viejo álbum.
-
¿No
me digas que has encontrado el cofre de monedas de oro del bisabuelo? –rió su hermana-.
Nos irían muy bien.
-
Son
fotos de la familia. Bueno, supongo que son de la familia, porque no reconozco
a nadie.
Y allí, las dos hermanas sentadas en el suelo junto al viejo
mueble de caoba, siguieron pasando las páginas, imaginando las historias de sus
antepasados. Hasta que llegaron a la última página, en la que había una única
foto desde la que sonreían dos jóvenes.
-
¡Este
es el tío abuelo! El que huyó a Andorra por las montañas –exclamó Sol.
-
A
ver… Sí, podría ser él –dijo su hermana cogiendo el álbum y acercándoselo a los
ojos-. Y esta chica tan guapa quién es.
-
Su
novia ¿no? Porque se dan la mano. Se les ve muy felices.
-
Pero
el tío nunca se casó.
Las dos hermanas se miraron unos instantes y volvieron a
fijarse en la foto.
-
¿Algún
secreto de familia? –preguntó Sol encogiendo los hombros.
-
¿Sabes
qué te digo? Que si a mí alguna vez me miraran así, un hombre así, no lo habría
dejado escapar por nada.
-
¿Pues
sabes que te digo yo? Que aunque no se casaran, si lograron compartir esa
felicidad, aunque fuera poco tiempo, su vida valió la pena.
-
Ya
estás con tus películas… Anda, vamos a la cocina que se enfría la cena.
-
Sí,
tienes razón- concedió Sol incorporándose lentamente y dejando con cuidado el
álbum en el último cajón-. Pero luego volvemos y seguimos buscando por el
mueble. A lo mejor encontramos algo interesante.
Su hermana, desde el suelo, se quedó mirándola fijamente en
silencio unos instantes.
-
¿Qué?
–rió Sol nerviosa.
-
Ya
sabes que soy un poco bruja… Te va a pasar. Dentro de poco te van a mirar así.
Sol sacudió la cabeza entre risas.
-
¿Quién
es la que se monta aquí películas?
Tiró del brazo de su hermana hasta que se levantó y, sin
dejar de sacudir la cabeza, salió del salón. Ella le siguió y susurró
enigmática: «Verás que sí. Nunca
fallo».
Noviembre 2018