Una página en blanco. Todo un espacio
–enorme- en el que volcar lo que yo quiera. De repente empiezan a pasar por mi
cabeza imágenes y sensaciones de los últimos días. Sol, luz, mar, un viento
helado, antiguos astilleros, veleros y envolviéndolo todo la música atemporal de
los Beatles. Noche, callejuelas inglesas, una estatua de John Lennon en la
oscuridad que destaca sobre unas luces rojas de neón. Escaleras que descienden y
descienden encajonadas entre paredes negras con letras blancas. Las voces
lejanas se van acercando, empiezo a distinguir unos acordes y acelero mis
pasos. Un gigante con camiseta de manga corta se hace un lado para dejarnos
pasar y ¡por fin! hemos llegado. Una luz amarillenta se refleja en los viejos
ladrillos de la caverna. Love, love me
do. You know I love you. I’ll always be true… love me do… uuuuhhhh… love me do.
Me balanceo inevitablemente al ritmo de la música. A la derecha una barra y al
fondo, a la izquierda, un pequeño escenario en el que un tipo con pelo largo
y sombrero negro está colocando unos
micrófonos. Inspecciono el local. Fotos y recuerdos. Unas vitrinas
desvencijadas muestran camisetas, tazas y artilugios varios a la venta con las
caras impresas de los Beatles. Hay, incluso, una clásica cabina roja de
teléfono de donde cuelgan fotografías del grupo en sus inicios.
Pido un vino blanco de dudosa calidad
que, efectivamente, me pasará factura al día siguiente, pero no tienen cerveza
sin gluten. Con las copas en una mano y el abrigo en la otra nos acercamos al
escenario. A los lados hay mesas de madera, todas ocupadas, pero conseguimos
acomodarnos junto a una columna, bajo un arco de ladrillos. Se detiene la
música y sube al escenario el tipo del sombrero negro, con una guitarra colgada
al cuello. Durante una hora nos fue regalando una canción tras otra, que íbamos
coreando, cada vez con más entrega e intensidad. Alguno de los parroquianos se
acercaba con una petición. El público era de lo más variopinto. Allí había
gente de muchas nacionalidades y de todas las edades. No demasiada,
afortunadamente, pero sí la suficiente como para que el resultado fuera una
mezcla de fiesta y de ambiente íntimo.
Un grupo celebraba el cumpleaños de
una tal Margaret, que llevaba una cinta cruzada que nos anunciaba que cumplía
sesenta años. Margaret y sus amigas bailaban sin parar en primera fila. Me entraron
ganas de unirme a ellas y lo habría hecho si
me hubiera tomado una segunda copa. Pero todavía no había cenado, el
vino era peleón y tenía que trabajar al día siguiente. Así que la cordura se
impuso y me quedé debajo de mi arco de ladrillos, disfrutando igualmente,
aunque mirando con una cierta envidia a Margaret y sus amigas.
No sé el nombre del tipo del
sombrero, pero con su arte y su sonrisa contagiosa nos hizo felices a todos los
que allí estábamos. Son estas pequeñas –o grandes- cosas las que perduran en
nuestros recuerdos. Moraleja: vale la pena una visita a Liverpool y a The Cavern. Yo, desde luego, pienso
volver.
Febrero 2016