sábado, 27 de febrero de 2016

JOHN, MARGARET Y LIVERPOOL



Una página en blanco. Todo un espacio –enorme- en el que volcar lo que yo quiera. De repente empiezan a pasar por mi cabeza imágenes y sensaciones de los últimos días. Sol, luz, mar, un viento helado, antiguos astilleros, veleros y envolviéndolo todo la música atemporal de los Beatles. Noche, callejuelas inglesas, una estatua de John Lennon en la oscuridad que destaca sobre unas luces rojas de neón. Escaleras que descienden y descienden encajonadas entre paredes negras con letras blancas. Las voces lejanas se van acercando, empiezo a distinguir unos acordes y acelero mis pasos. Un gigante con camiseta de manga corta se hace un lado para dejarnos pasar y ¡por fin! hemos llegado. Una luz amarillenta se refleja en los viejos ladrillos de la caverna. Love, love me do. You know I love you. I’ll always be true… love me do… uuuuhhhh… love me do. Me balanceo inevitablemente al ritmo de la música. A la derecha una barra y al fondo, a la izquierda, un pequeño escenario en el que un tipo con pelo largo y  sombrero negro está colocando unos micrófonos. Inspecciono el local. Fotos y recuerdos. Unas vitrinas desvencijadas muestran camisetas, tazas y artilugios varios a la venta con las caras impresas de los Beatles. Hay, incluso, una clásica cabina roja de teléfono de donde cuelgan fotografías del grupo en sus inicios. 
 
Pido un vino blanco de dudosa calidad que, efectivamente, me pasará factura al día siguiente, pero no tienen cerveza sin gluten. Con las copas en una mano y el abrigo en la otra nos acercamos al escenario. A los lados hay mesas de madera, todas ocupadas, pero conseguimos acomodarnos junto a una columna, bajo un arco de ladrillos. Se detiene la música y sube al escenario el tipo del sombrero negro, con una guitarra colgada al cuello. Durante una hora nos fue regalando una canción tras otra, que íbamos coreando, cada vez con más entrega e intensidad. Alguno de los parroquianos se acercaba con una petición. El público era de lo más variopinto. Allí había gente de muchas nacionalidades y de todas las edades. No demasiada, afortunadamente, pero sí la suficiente como para que el resultado fuera una mezcla de fiesta y de ambiente íntimo.

Un grupo celebraba el cumpleaños de una tal Margaret, que llevaba una cinta cruzada que nos anunciaba que cumplía sesenta años. Margaret y sus amigas bailaban sin parar en primera fila. Me entraron ganas de unirme a ellas y lo habría hecho si  me hubiera tomado una segunda copa. Pero todavía no había cenado, el vino era peleón y tenía que trabajar al día siguiente. Así que la cordura se impuso y me quedé debajo de mi arco de ladrillos, disfrutando igualmente, aunque mirando con una cierta envidia a Margaret y sus amigas.

No sé el nombre del tipo del sombrero, pero con su arte y su sonrisa contagiosa nos hizo felices a todos los que allí estábamos. Son estas pequeñas –o grandes- cosas las que perduran en nuestros recuerdos. Moraleja: vale la pena una visita a Liverpool y a The Cavern. Yo, desde luego, pienso volver.


Febrero 2016
 

viernes, 12 de febrero de 2016

UN VIAJE CON ESCALAS




A veces las redes sociales te pueden dar una sorpresa agradable. Hace unas semanas me topé con una frase que me impactó. Sí, así como suena. Quedé impactada, la leí y la releí dejando que esas palabras fueran resbalando poco a poco. Sólo cuatro escuetas frases que entrelazaban unas pocas palabras con maestría hasta formar una bella imagen. Así que me apresuré a teclearlas en el buscador para averiguar su contexto y quién era el autor. Eduardo Halfon. Confieso mi ignorancia. Se trata de un premiado autor guatemalteco. ¿Y el contexto? Nada que ver con lo que en mí habían evocado, pero no por eso perdían su belleza.

«Pensé en decirle que todos nuestros viajes son en realidad un solo viaje, con múltiples paradas y escalas. Pensé en decirle que todo viaje, cualquier viaje, no es lineal, ni circular, ni concluye jamás. Pensé en decirle que todo viaje es un despropósito. Pero no dije nada».

La escena se desarrolla en un puesto fronterizo entre Guatemala y Belice. Una conversación entre el protagonista y un agente de aduanas. No importaba. En cualquier caso reflejaba un desencuentro que yo, por supuesto, relacioné con esas palabras que querríamos haber dicho alguna vez pero nunca dijimos. Y me imagino otra escena. Dos jóvenes caminan en silencio, uno junto a otro. Las palabras luchan por salir, pero no concluyen su viaje, quedan aprisionadas para siempre. Por orgullo, por temor, por cobardía. Se miran a los ojos. Se despiden. Ella espera en vano que él pronuncie esas palabras que impedirán que sea para siempre. Él se gira, con una mirada trágica, ahora que ella no le puede mirar a los ojos, y comienza a alejarse esperando en vano que ella grite su nombre.
Muchos años después vuelven a encontrarse, casualmente. Una cena con amigos comunes. Todos comparten una vida de recuerdos, de emociones, de momentos compartidos. Entre anécdotas y risas, sólo ellos notan cómo esas viejas heridas no estaban del todo cicatrizadas. Es una sensación extraña, inesperada. Ella le observa con disimulo y reconoce todos aquellos detalles olvidados. Él se mueve en su silla nervioso, encendiendo un cigarrillo para apagar aquello que debía quedar en el pasado. Avanza la noche y con ella los recuerdos. Sus miradas sorprendidas se cruzan un instante, y otro, y otro.
Y las palabras de Halfon resuenan suavemente: «Pensé en decirle que todos nuestros viajes son en realidad un solo viaje, con múltiples paradas y escalas... Pero no dije nada».

Pasados unos días ella va a su encuentro. Sabe que sus palabras no conseguirán evitar una nueva despedida, lo presiente, le conoce. Aun así olvida su orgullo por un momento, porque la vida le ha enseñado que es preferible arrepentirse de lo dicho que de los silencios. Él elige olvidar el pasado y mirar hacia un futuro en el que ella no está. El destino, o la providencia, brindan otra oportunidad. Ella quiere gritar que nuestros viajes son en realidad un solo viaje. Que hemos vivido múltiples paradas, que nuestro viaje no ha concluido. Pero la mirada de él, endurecida, se frena en una nueva escala, en otro desencuentro.

Ella continúa su viaje en paz y ya no le pesarán, como a él, esas palabras… Pero no dije nada.


                                                                                                          Febrero 2016

viernes, 5 de febrero de 2016

HADA (Colaboración de José Manuel Ferradas)


La música sonaba pero parecía tan lejos como sus pensamientos. Estaba en la puerta del garito intentando encender su cigarro, peleando los rincones con el viento, mientras la música sonaba tan cerca como sus intenciones. Que la soledad tiene estos contubernios.   

Todo estaba en orden. Todo menos el futuro que tiende hacia el infinito con la febril constancia de un ya que no termina. Nada le era necesario que no pudiera disponer. La sociedad le tenía reservado un lugar confortable entre los vivos y aún alguno entre los muertos.
Apareció de repente, como salida de una puerta inexistente. Nacida del aire que les rodeaba. Fue un relámpago.

Un pequeño cuerpo tan activo que llenaba el espacio de Lesbos a Cartago con solo mover su mano entre las sombras. Como minúsculas batutas haciendo cantar al son de sus deseos, sus dedos giraban pulsos y voluntades. Una silueta que a contraluz de los sueños danzaba como un hada misteriosa de sonrisa perfecta. La cabeza rizada domando leones venidos de la nada.  
Un sable de hielo recorrió su espalda tan curtida como desmembrada en mil batallas.  Él que podía detener el tiempo y la palabra con solo pensar que hablaba. Él que hizo crecer el mundo soplando experiencias ya gastadas. Él que no estaba de vuelta porque la pilló acabada.  
Él, sí él, perdió las fuerzas cuando resbaló en sus ojos. El sol se había concentrado en un punto para engañar a los lentos de amor y se transformó en su mirada. Fue incapaz de comprar su color, no le interesaba. Solo quería mantener el duelo visual que le partía el alma. Supo su nombre, tal vez. Y hablaron con voces que sonaban a propias. Tan cerca estaban que sus pensamientos se enlazaban sin poder distinguir quién era su propietario. De quién y hacia dónde caminaban sembrando ternura en cada palabra, en cada andanada.
El tiempo, traidor verdugo de la añoranza, se hizo el estrecho entre las lindes de la fiebre. Cerró sus puertas y les abandonó al albur de la noche con un beso largo para sentir, corto para saciar y tierno para recordar.  
Al alba, tan fresca la mañana, aún tremolan las farolas recordando que lo casual puede tornarse eterno cuando la magia ataca.  

 

José Manuel Ferradas