Le miro. Me mira. Nuestras miradas se cruzan un instante.
Inmediatamente bajamos los ojos, a la vez. Los dos lo sabemos, aunque ninguno
se atreve a hablar. Ninguno quiere ser el primero en reconocerlo. Los dos lo
sabemos… Se ha acabado. Duele y, sin embargo, es a la vez liberador. Dolor y
libertad unidos, como una gran contradicción.
No sé en qué momento empezó el final, cuál fue el instante en
que comenzó la cuenta atrás, el punto de no retorno. No lo sé…. Miro hacia
atrás buscando entre mis recuerdos. Quizás fue aquella tarde lluviosa en que no
diste señales de vida. Quizás fue aquel domingo melancólico en que no supe de
ti. O ese momento doloroso que no supiste entender. A lo mejor todo empezó
aquel día en que no compartí contigo mi momento de felicidad porque pensé que
para qué. O aquella vez que te recriminé que desaparecieras durante cuarenta y
ocho horas. Quizás en aquella fiesta en que me sentí desprotegida y quise darte
celos. O fue cuando yo no entendí tu necesidad de libertad y tú no fuiste capaz
de entender que necesitaba tu confianza ciega y total.
Fue entonces cuando tu armadura perdió brillo y mi pedestal
de barro se desmoronó. Fue entonces cuando cada uno, a los ojos del otro, se
convirtió en humano. Y no supimos ver más allá. Me caí de bruces y perdí mi
halo de misterio. Tu brazo, aquel que yo creía invencible, dejó de despertar mi
admiración. Perdimos nuestras corazas divinas y nos convertimos en simples
mortales.
Levanto levemente mis ojos hacia ti, esperando que nuestras
miradas no vuelvan a cruzarse, y te veo observando atentamente tu copa de vino,
como si quisieras diseccionar al milímetro su contenido. Han pasado cinco
minutos eternos. Miro el reloj con disimulo. Mi movimiento no pasa
desapercibido. Te llevas la copa a la boca, intentando rellenar el tiempo.
Me aclaro la garganta y junto mucho los labios. Te echas
hacia atrás en la silla y cruzas los brazos, dispuesto a que sea yo quien
empiece a hablar. Pero tus ojos siguen clavados en la copa.
-
Bueno…
-comienzo sin saber por dónde empezar.
Entonces descruzas los brazos y te agarras a la copa, como si
fuera un escudo. Elevas una ceja, ahora mirándome. Vale, me ha tocado. Así que
me dejas a mí la papeleta. Tu armadura pierde por momentos el poco brillo que
le quedaba.
-
Que
digo yo… -acierto a decir y me callo. Tomo aire y disparo-. Decía que digo yo
que, en fin, que tendremos que hablar ¿no? ¿O vamos a estar toda la tarde
mirando el color del vino?
Y él sigue aferrado a su copa, sin ponérmelo fácil.
-
A
ver ¿qué te pasa? –le pregunto ya un poco alterada.
-
¿Qué
me pasa de qué?
-
¿Qué
clase de pregunta es esa? Creo que mi pregunta está clara.
-
¿Has
tenido un mal día?
-
¿Perdona?
–digo marcando mucho cada sílaba. Sólo me falta ponerme en jarras pero me
contengo.
-
A
mí no me pasa nada.
-
Pues
a mí tampoco. Y mi día ha sido perfecto hasta que has llegado tú y te pones ahí
delante, agarrado a tu copa como si no hubiera un mañana, y no me miras, y no
me dices nada, como si yo no estuviera, y…. y….
–empiezo a balbucear- ¡Y me estás poniendo nerviosa, hombre! Que si
quieres dejarlo, que me lo digas de una vez y se acabó.
Ya está, lo he dicho. Ya lo he soltado, así, de golpe. He
cogido carrerilla y lo he dicho. Ahora me callo. Le toca a él. Y cuanto antes
acabemos, mejor. Sin embargo, no habla. Muy despacio, deja la copa sobre la
mesa de cristal. Vuelva a echarse hacia atrás y mete las manos en la cazadora.
¡Que no habla! Que se ha quedado mudo. ¿O es que me está tomando el
pelo? Aunque eso no es propio de él, pero a saber. Pues hasta aquí hemos
llegado. Me giro para coger el pañuelo que había dejado en el respaldo de mi
silla y me lo ato al cuello. Estiro el brazo al bolso que reposa en el suelo y
empiezo a rebuscar las llaves del coche que, por supuesto, nunca encuentro a la
primera.
De repente veo que se mueve. No está muerto, no… ¡se mueve!
Saca las manos de los bolsillos, deja algo encima de la mesa y se vuelve a
acomodar en la silla. Ahora soy yo la que cruza los brazos, abandonando
momentáneamente la búsqueda de las malditas llaves. Hay una cajita encima de la
mesa que antes no estaba.
-
¿Eso
qué es? –pregunto señalando con un movimiento de cabeza.
-
Ábrelo.
-
¿Qué
lo abra? –pregunto con recelo-. No explotará ¿no?
Resopla con una media sonrisa. ¿Se ha puesto rojo? Si nunca
se pone rojo. Pues sí. Y empieza a mover compulsivamente las piernas.
-
¿Te
encuentras bien?
-
¿Quieres
abrir la caja, por favor?
-
¿Ahora?
-
Sí,
ahora.
-
Es
que tienes unas cosas… Estoy intentando mantener una conversación madura
contigo y en vez de contestarme me pides que abra una caja –le digo a la vez
que la cojo. Es bonita. Pequeña, azul marino, con los bordes plateados-. ¿El
regalo de Navidad? Pues yo no te he traído nada porque la verdad, no se me ha
ocurrido, no me ha parecido lo más oportuno… -me detengo en seco cuando levanto
la tapa-.
Es un anillo. Un anillo precioso. La garganta se me seca y
soy incapaz de emitir ningún sonido. Me quedo paralizada. Él deja de mover las
piernas y se inclina hacia adelante.
-
¿Cuál
es tu respuesta? ¿Sí o no?
Ahora soy yo la que se queda aferrada a la cajita, como
queriendo escrutar hasta el último brillo de las piedrecitas.
-
¿Sabes?
Me alegro de que te hayas bajado del pedestal, de que nos hayamos convertido en
humanos.
-
¿Desde
cuándo sabes leer mis pensamientos?
-
¿Eso
es un sí?
Diciembre 2017