viernes, 15 de diciembre de 2017

EL REGALO DE NAVIDAD


Le miro. Me mira. Nuestras miradas se cruzan un instante. Inmediatamente bajamos los ojos, a la vez. Los dos lo sabemos, aunque ninguno se atreve a hablar. Ninguno quiere ser el primero en reconocerlo. Los dos lo sabemos… Se ha acabado. Duele y, sin embargo, es a la vez liberador. Dolor y libertad unidos, como una gran contradicción.

No sé en qué momento empezó el final, cuál fue el instante en que comenzó la cuenta atrás, el punto de no retorno. No lo sé…. Miro hacia atrás buscando entre mis recuerdos. Quizás fue aquella tarde lluviosa en que no diste señales de vida. Quizás fue aquel domingo melancólico en que no supe de ti. O ese momento doloroso que no supiste entender. A lo mejor todo empezó aquel día en que no compartí contigo mi momento de felicidad porque pensé que para qué. O aquella vez que te recriminé que desaparecieras durante cuarenta y ocho horas. Quizás en aquella fiesta en que me sentí desprotegida y quise darte celos. O fue cuando yo no entendí tu necesidad de libertad y tú no fuiste capaz de entender que necesitaba tu confianza ciega y total.

Fue entonces cuando tu armadura perdió brillo y mi pedestal de barro se desmoronó. Fue entonces cuando cada uno, a los ojos del otro, se convirtió en humano. Y no supimos ver más allá. Me caí de bruces y perdí mi halo de misterio. Tu brazo, aquel que yo creía invencible, dejó de despertar mi admiración. Perdimos nuestras corazas divinas y nos convertimos en simples mortales.

Levanto levemente mis ojos hacia ti, esperando que nuestras miradas no vuelvan a cruzarse, y te veo observando atentamente tu copa de vino, como si quisieras diseccionar al milímetro su contenido. Han pasado cinco minutos eternos. Miro el reloj con disimulo. Mi movimiento no pasa desapercibido. Te llevas la copa a la boca, intentando rellenar el tiempo.

Me aclaro la garganta y junto mucho los labios. Te echas hacia atrás en la silla y cruzas los brazos, dispuesto a que sea yo quien empiece a hablar. Pero tus ojos siguen clavados en la copa.

-          Bueno… -comienzo sin saber por dónde empezar.

Entonces descruzas los brazos y te agarras a la copa, como si fuera un escudo. Elevas una ceja, ahora mirándome. Vale, me ha tocado. Así que me dejas a mí la papeleta. Tu armadura pierde por momentos el poco brillo que le quedaba.

-          Que digo yo… -acierto a decir y me callo. Tomo aire y disparo-. Decía que digo yo que, en fin, que tendremos que hablar ¿no? ¿O vamos a estar toda la tarde mirando el color del vino?

Y él sigue aferrado a su copa, sin ponérmelo fácil.

-          A ver ¿qué te pasa? –le pregunto ya un poco alterada.

-          ¿Qué me pasa de qué?

-          ¿Qué clase de pregunta es esa? Creo que mi pregunta está clara.

-          ¿Has tenido un mal día?

-          ¿Perdona? –digo marcando mucho cada sílaba. Sólo me falta ponerme en jarras pero me contengo.

-          A mí no me pasa nada.

-          Pues a mí tampoco. Y mi día ha sido perfecto hasta que has llegado tú y te pones ahí delante, agarrado a tu copa como si no hubiera un mañana, y no me miras, y no me dices nada, como si yo no estuviera, y…. y….  –empiezo a balbucear- ¡Y me estás poniendo nerviosa, hombre! Que si quieres dejarlo, que me lo digas de una vez y se acabó.

Ya está, lo he dicho. Ya lo he soltado, así, de golpe. He cogido carrerilla y lo he dicho. Ahora me callo. Le toca a él. Y cuanto antes acabemos, mejor. Sin embargo, no habla. Muy despacio, deja la copa sobre la mesa de cristal. Vuelva a echarse hacia atrás y mete las manos en la cazadora. ¡Que no habla!  Que se  ha quedado mudo. ¿O es que me está tomando el pelo? Aunque eso no es propio de él, pero a saber. Pues hasta aquí hemos llegado. Me giro para coger el pañuelo que había dejado en el respaldo de mi silla y me lo ato al cuello. Estiro el brazo al bolso que reposa en el suelo y empiezo a rebuscar las llaves del coche que, por supuesto, nunca encuentro a la primera.

De repente veo que se mueve. No está muerto, no… ¡se mueve! Saca las manos de los bolsillos, deja algo encima de la mesa y se vuelve a acomodar en la silla. Ahora soy yo la que cruza los brazos, abandonando momentáneamente la búsqueda de las malditas llaves. Hay una cajita encima de la mesa que antes no estaba.

-          ¿Eso qué es? –pregunto señalando con un movimiento de cabeza.

-          Ábrelo.

-          ¿Qué lo abra? –pregunto con recelo-. No explotará ¿no?

Resopla con una media sonrisa. ¿Se ha puesto rojo? Si nunca se pone rojo. Pues sí. Y empieza a mover compulsivamente las piernas.

-          ¿Te encuentras bien?

-          ¿Quieres abrir la caja, por favor?

-          ¿Ahora?

-          Sí, ahora.

-          Es que tienes unas cosas… Estoy intentando mantener una conversación madura contigo y en vez de contestarme me pides que abra una caja –le digo a la vez que la cojo. Es bonita. Pequeña, azul marino, con los bordes plateados-. ¿El regalo de Navidad? Pues yo no te he traído nada porque la verdad, no se me ha ocurrido, no me ha parecido lo más oportuno… -me detengo en seco cuando levanto la tapa-.

Es un anillo. Un anillo precioso. La garganta se me seca y soy incapaz de emitir ningún sonido. Me quedo paralizada. Él deja de mover las piernas y se inclina hacia adelante.

-          ¿Cuál es tu respuesta? ¿Sí o no?  

Ahora soy yo la que se queda aferrada a la cajita, como queriendo escrutar hasta el último brillo de las piedrecitas.

-          ¿Sabes? Me alegro de que te hayas bajado del pedestal, de que nos hayamos convertido en humanos.

-          ¿Desde cuándo sabes leer mis pensamientos?

-          ¿Eso es un sí?



Diciembre 2017


sábado, 2 de diciembre de 2017

UNA BÓVEDA AZUL ESTRELLADA


-          Ve despacio que el desvío ya debe de estar cerca.

-    ¿Cómo de cerca?

-   Exactamente no lo sé –respondió ella sin apartar la vista del mapa arrugado-. Pero cerca. Hemos pasado la indicación a la carretera comarcal hace un par de kilómetros, así que enseguida.

-          Enseguida, ya.

-          No te pongas irónico que no te queda nada bien. Ve despacio.

-          Tengo un coche detrás –dijo él mirando por el retrovisor.

-          Pues que se aguante… A ver… -levantó el dedo índice de la mano derecha, mientras con la izquierda se aceraba el mapa a los ojos-. ¡Ahí! ¡Era ahí! ¡Te lo has pasado!

-          ¿Qué me lo he pasado? –dijo girando la cabeza hacia atrás.

-          Sí, te he dicho que fueras despacio. Es que vas como un loco.

-          Hombre, como un loco…. ¡Voy a setenta! –exclamó levantando un tanto el tono de voz.

-          ¡Para! No sigas.

-          ¿Cómo que pare? Que llevo un coche detrás.

El vehículo les adelantó a toda velocidad, haciendo sonar el claxon.

-          Será capullo. ¿Es que no sabes leer un mapa? –preguntó nervioso.

-          Oye, guapo. Sé leer un mapa perfectamente, pero éste es una porquería y es muy esquemático. E igual que tú, no conozco esta carretera. Mira, pon el intermitente, ahí puedes parar.

Obedeció entre resoplidos y aminoró la marcha hasta detenerse. Ella abrió la puerta y comenzó a descender.

-          ¿Se puede saber qué haces?

Sin contestarle, bajó del coche y dio la vuelta hasta colocarse junto a la puerta del conductor.

-          Sal.

-          ¿Cómo que sal? –preguntó extrañado bajando la ventanilla.

-          Ahora conduzco yo y tú te encargas de dirigir la operación –dijo extendiéndole el mapa arrugado-. ¿No eres tan listo? Pues venga, sal por favor.

-          Así no llegaremos nunca.

-          Ahórrate el discurso machista que estamos en el siglo XXI.

Refunfuñando salió con el mapa en la mano y le sostuvo la puerta, mientras se miraban con una sonrisa forzada.

-          ¿Y esto? ¿Te parece machista que aguante la puerta?

-          No, cariño. Me parece educación, porque a veces tienes mal humor pero eres una persona muy educada –sonrió ella acomodándose frente al volante y poniéndose el cinturón-. Y ahora, sube por favor o no llegaremos nunca.

Cerró la puerta con cuidado y suspiró. Sólo a él se le ocurría secundarla en sus ideas extravagantes. Ahora se le había ocurrido hacer un estudio que implicaba encontrar unas iglesias románicas ocultas en lugares perdidos y alejados de la civilización. Había que encontrar tres y esta era sólo la primera. Puso el coche en marcha, metió la primera y, mirando con cuidado que no viniera nadie –que quién iba a venir por esa carretera remota, aparte del capullo que les había adelantado hacía unos minutos- se incorporó y se dispuso a retroceder hasta el desvío que habían dejado atrás. Como hacía siempre que conducía con especial atención, se inclinó ligeramente hacia delante y entornó los ojos. Esos ojos verdes, medio ocultos por el flequillo, que no se cansaba de mirar. A pesar de todo. A pesar de que fuera una historiadora embrujada por las historias que reconstruía. Sintiéndose observada, giró un segundo la cabeza hacia él. Y se rió.

-          ¿Qué haces mirándome? El mapa es lo que tienes que mirar. ¡Es ahí! –puso el intermitente y giró a la izquierda para tomar un camino de tierra.

-          ¿Estás segura?

-          No lo sé. Mira el mapa e ilumíname con tu sabiduría. Ahora en serio, no conozco este sitio pero yo diría que sí. ¿A ti qué te parece?

Miró por primera vez el mapa con detenimiento. Efectivamente, era un tanto esquemático.

-          Podría ser, sí –admitió él.

-          Y si no, pues damos la vuelta y en paz. Tenemos todo el día por delante. Y además el paisaje es precioso ¿verdad?

El camino no estaba en buen estado, así que decidieron detenerse en una parte donde se ensanchaba ligeramente y continuar a pie. El sol lucía radiante en aquella mañana de otoño. Aun así, se pusieron los abrigos porque apenas eran las diez de la mañana. Habían pasado la noche en un pueblecito a una hora de aquella carretera perdida, para poder aprovechar bien el día. Había que localizar tres iglesias alejadas de todo. Ella sacó una pequeña mochila del maletero.

-          ¿Quieres que te la lleve?

-          No te preocupes, no pesa nada.

-          ¿Qué llevas ahí?

-          Nada. –Se giró hacia él con una sonrisa que iluminaba su cara-. Es un día precioso ¿verdad? ¿Has visto qué luz? Y los colores del otoño. Impresionante.

Comenzaron a andar a buen ritmo. El camino avanzaba entre curvas con una leve pendiente hasta adentrarse en una zona más boscosa. Al cabo de media hora, ella se detuvo y miró hacia atrás.

-          Nos lo hemos pasado.

-          ¿Tú crees? –preguntó mirando alrededor-. No hemos visto ningún otro camino.

-          En el pueblo nos dijeron que desde que empezaba el camino de tierra sólo había que caminar unos quince o veinte minutos y ya llevamos media hora a buen paso.

-          Ya sabes que eso del tiempo es relativo –empezó él, pero ella le interrumpió.

-          No, lo presiento. Media vuelta.

-          A la orden, jefa. Es tu iglesia.

-          Sabes que te agradezco mucho que vengas conmigo. Lo sabes ¿verdad? –dijo clavándole aquellos ojos verdes.

-          Pues claro que vengo contigo. No pretenderás que te deje sola por estos andurriales.

Ella le besó suavemente en los labios y tiró de él. Diez minutos más tarde, ralentizó el paso y empezó como a husmear, acercándose al borde del camino a tocar los árboles y las piedras. Volvió a extender el mapa. Adelantó unos pasos, retrocedió otra vez, se detuvo observándolo todo hasta que lanzó un grito de euforia.

-          ¿Qué pasa? –preguntó sobresaltado.

-          ¡Es por aquí! –dijo señalando victoriosa unos matorrales-. Ayúdame, por favor.  

Él la miró incrédulo, mientras ella empezaba a apartar la maleza. Junto a aquel árbol inmenso sólo veía matorrales. Pero sabía que tenía un sexto sentido y que la tarde anterior había mantenido una larga conversación con el viejo párroco, mientras él se había quedado tomando un café en el bar del pueblo.  

-          Don Fernando dijo que era un árbol más grande que los demás. Que hacía mucho que no se recuperaba el camino pero que con un poco de atención y de fe lo encontraría. ¡Mira! Aquí está la montañita de piedras que han dejado los caminantes que nos han precedido.

Contempló su figura esbelta, el cabello despeinado que enmarcaba su rostro iluminado por la emoción del descubrimiento y el brazo que señalaba con respeto aquel montón de piedras. Se agachó y añadió dos piedras. A través de los matorrales se adivinaba un sendero. Pocos minutos más tarde se encontraban frente a una pequeña iglesia de piedra que se mantenía en pie, desafiando el paso del tiempo. Ella se giró y le abrazó entusiasmada a la vez que le susurraba: «¡Hombre de poca fe!». Se desprendió de la mochila, abrió la cremallera y sacó un termo. Lo destapó y sirvió el café, todavía humeante, en dos vasos de plástico. Le extendió uno.

-          Vaya, qué lujo. ¿Cómo se te ha ocurrido? –dijo llevándose el vaso a los labios.

-          ¿Un trozo de bizcocho? –preguntó sonriendo.

-          ¿Bizcocho también? Un café caliente, bizcocho casero, una preciosa iglesia románica y una mujer guapa ¿Qué más puedo pedir?

Contemplando en silencio la iglesia, acabaron el frugal desayuno que les pareció un festín. Volvieron a guardar el termo y los vasos en la mochila. Se acercaron a la puerta, enmarcado por un sencillo pórtico de piedra tallada. La empujaron pero no cedió. Estaba cerrada por un candado. Entonces ella comenzó a rebuscar en una cremallera lateral de la mochila y sacó una llave que agitó ante sus ojos.

-          ¿Y esa llave?

-          Me la dejó ayer don Fernando. Debería encajar… Sí, a ver, cuesta un poco pero… ¡sí! –exclamó con emoción a la vez que el candado emitía un chasquido.

Con cuidado empujó la puerta. Ante sus ojos la pequeña iglesia desveló su contenido. Una sola nave cubierta por una bóveda que conservaba restos de pintura azul oscura sobre la que se extendían cientos de estrellas. Recorrieron la nave observando atónitos aquellas pinturas. Ella se dejó caer sobre el suelo para observar mejor aquel cielo estrellado y se echó a reír a la vez que exclamaba: «¡Lo sabía! ¡Lo sabía!».

Entonces él lo supo. La observó allí echada sobre el suelo frío de aquella iglesia olvidada, los ojos verdes fijos en la bóveda estrellada, con las mejillas arreboladas por la emoción, irradiando felicidad. Fue como si un rayo le hubiera sacudido. Fue entonces cuando vio con total claridad que su destino estaba escrito junto al de ella y que la acompañaría siempre a descubrir todas las piedras que ella buscara.



Noviembre 2017

sábado, 11 de noviembre de 2017

NOCHE DE MUERTOS


Las calles brillaban iluminadas por centenares de velas. Se alzó el cuello de la capa en un ademán inconsciente, tratando quizás de protegerse del frío, tratando quizás de pasar desapercibida entre la multitud. Quizás ambas cosas. Por un momento un escalofrío recorrió su cuerpo pensando que lo había perdido. Fueron sólo unos segundos de angustia. Enseguida volvió a verlo; su altura destacaba por encima de todas aquellas cabezas. Con dificultad logró avanzar por la avenida y giró a la derecha, siguiendo sus pasos. Él se había detenido frente a un altar de muertos que, por algún motivo, le habría llamado la atención. Se apretó contra un portal, dejando paso a un grupo de mujeres que bajaban la calle cantando, ataviadas con faldas rojas y azules que rozaban el suelo, moviéndose suavemente al ritmo de la música. Seguía allí detenido, observando absorto las calaveras de colores. Y fue entonces cuando, como despertando de un sueño, comenzó a absorber todo lo que le rodeaba.

            El bullicio se hacía ensordecedor. La multitud crecía. Riadas de personas bajaban por la calle. Mirara donde mirara sólo veía calaveras. Calaveras y más calaveras. Un grupo de jóvenes se detuvo junto a ella. Reían y charlaban todos a la vez. Le alargaron una botella, pero ella negó con la cabeza. Contempló con admiración sus caras pintadas de blanco, los ojos negros y los labios rojos como la sangre. Las cabezas de ellas estaban coronadas de multitud de flores de todos los colores. La noche de muertos de México. Se lo habían contado pero había que vivirlo.

            Salió de su ensimismamiento cuando se dio cuenta de que él volvía a moverse. Dejando la protección del portal, se apresuró a proseguir su particular peregrinaje. Su última noche en México. Suspiró. Él caminaba ahora más lentamente, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. No se giró ni una sola vez. Unos minutos después se detuvo frente a la entrada del cementerio. A pesar de que ya era de noche, ese día cerraba más tarde de lo habitual para que las familias tuvieran la oportunidad de visitar a sus muertos.

            Apresuró el paso para no perderle en aquel laberinto de cruces y losas blancas. En varias ocasiones le asaltó la tentación de detenerse y sacar fotos a algunas de aquellas tumbas cubiertas de comida y de los objetos más insospechados, que recordaban los gustos de los que allí reposaban. Algunas eran pequeñas obras de arte. Pero era su última noche. Tenía que despedirse de él antes de que desapareciera para siempre de su vida. De sus vidas. Por fin se detuvo. La tranquilidad de aquella parte del cementerio contrastaba con el bullicio que la había acompañado hasta ahora. Se escondió tras un viejo panteón. El chasquido de una cerilla la sobresaltó. Vio cómo depositaba una vela junto a la lápida. Y, por última vez, contempló su rostro, iluminado por la llama. Lo siguió observando, como queriendo grabar a fuego cada detalle que tan bien conocía. Se apretó el vientre y se mordió los labios. De pronto, él se giró, como si hubiera notado su presencia. Tuvo tiempo de echarse hacia atrás y pegarse contra el muro, como queriendo que la tierra se la tragara. Cerró los ojos y sus labios musitaron una plegaria silenciosa: «Por favor que no me vea. Por favor, por favor…». Pasaron unos minutos, quizás fueron sólo segundos. Entonces oyó que sus pasos se alejaban lentamente. Cuando se atrevió a asomarse, todavía alcanzó a ver su silueta. Durante un tiempo permaneció con los brazos cruzados, abrazando su cintura. Ahogó un sollozo. «Adiós, amor. Sé que tiene que ser así». Inclinó la cabeza y, recuperándose, sonrió. Se llevó la mano a los labios y la depositó con suavidad sobre su vientre.



Noviembre 2017

sábado, 4 de noviembre de 2017

EL ABRAZO


Ya casi había oscurecido. Me acercaba con paso decidido intentando llegar antes de que cerraran, cuando las vi allí, abrazadas, en las puertas del tanatorio. Y me detuve gradualmente sin poder evitar observarlas. Porque ese abrazo transmitía tantas cosas… lo decía todo. Ninguna hablaba. Las cinco primas se abrazaban con fuerza, formando un círculo, como queriendo proteger a una de ellas. Sólo alcanzaba a ver sus espaldas y sus melenas largas. De manera absurda pensé en el bonito contraste que ofrecían los cabellos rubios con los morenos, los cabellos rizados con los perfectamente lisos. Permanecieron así tres o cuatro minutos que a mí me parecieron una eternidad. A su alrededor el tiempo se había detenido. No había necesidad de palabras. Sus brazos entrelazados y sus cabezas inclinadas tenían más fuerza que el mejor de los discursos.

            Decidí retroceder. Sentí que en ese momento estaba de más. Ya regresaría al día siguiente. Volví sobre mis pasos hasta el fondo del aparcamiento donde me esperaba mi coche. Empezaba a lloviznar en aquella noche de octubre. Durante el breve trayecto a casa, no podía dejar de pensar en ellas. Su imagen se había quedado grabada en mi retina. Ni siquiera conecté la radio. La imagen de aquel abrazo me perseguía.

            Al llegar a casa, sentí enormes deseos de que alguien me estuviera esperando y me diera un gran abrazo. Sólo me esperaba mi gato que, por supuesto, no me abrazó. De hecho, apenas me hizo caso cuando abrí la puerta. Hay veces que viene a recibirme y, cariñoso, se me acerca para que le coja en brazos. Pero hoy no, justo hoy decide pasar de mí. Que le den.

            Abrí la nevera, sabiendo que no iba a encontrar mucho. Se suponía que ayer debía haber hecho la compra. No la hice. Así que debería haber parado ahora, de regreso a casa, pero se me había olvidado completamente. Sonreí victoriosa. Quedaba un trozo de queso y me serví una copa de vino. Me senté en el salón y puse los pies en alto. Me disponía a llevarme la copa a los labios mientras observaba por la ventana las luces de la noche, que brillaban a través de las gotas de lluvia, cuando sonó el teléfono. Por un momento observé con disgusto el aparato que había interrumpido mi momento de paz. A pesar de mi mirada, aquello seguía sonando insistentemente. Miré el reloj. «Las diez… No creo que a esta hora sea algún pesado intentado venderme algo».  Así que suspiré y descolgué el auricular.

-          ¿Sí? –dije con voz de pocos amigos.

-          ¿Marta? –Dejé la copa con cuidado encima de la mesa. La mano me temblaba ligeramente. A través del aparato me llegaba una voz del pasado.

-          ¿Charlie? –pregunté, aunque podría haber afirmado. Hacía años que no la escuchaba pero aquella voz era inconfundible.

-          Sí… sí, soy yo –la voz se hizo silencio unos instantes-. Estoy en la ciudad.

-          ¿Ah sí? –acerté a decir.

-          Me preguntaba…. –titubeó-. Menos mal, que no has cambiado el número de teléfono fijo, porque tu móvil no lo tengo... Bueno, me preguntaba si te apetecería que fuéramos a cenar.

-          ¿A cenar? –repetí. Alargué la mano hacia la copa y vacié la mitad de golpe.

-          Ya sé que ha pasado mucho tiempo pero, no sé, de repente me he acordado de ti y me gustaría verte. No me preguntes por qué pero es así.

-          Está lloviendo –dije por decir algo.

-          Ya… bueno, pensaba pasar a recogerte con el coche, claro.

-          Está lloviendo –repetí-. Y estoy cansada. ¿Por qué no vienes a cenar aquí? –no sé ni cómo se me ocurrió decirle algo así. Lo dije sin pensar, pero ya estaba dicho.

-          ¿En tu casa? Pues sí, por mí encantado. Claro que sí –dijo esbozando una sonrisa que imaginé. ¿Y por qué sonreía? ¿Después de todos estos años?-. ¿Te parece bien que vaya ahora?

-          Ahora, sí. Pero Charlie…

-          Dime.

-          Se me ha olvidado hacer la compra.

Al otro lado del teléfono sonó una carcajada.

-          No te preocupes. Paro de camino en algún restaurante y llevo la cena ¿te parece?

            Colgué y me incorporé de un salto. De golpe se me había pasado el cansancio. Corrí a mirarme al espejo del baño y no me gustó lo que vi. Me mojé la cara con agua fría y abrí el armario en busca de potingues milagrosos. «Han pasado muchos años, seguro que tengo arrugas que antes no tenía», pensé observándome con poca indulgencia. Empecé a abrir botes y tubos como una posesa. Me eché a reír. «¿Qué más da? Pues estoy como estoy y si no le gusta, que no me mire»,  exclamé dirigiéndome al gato que se había dignado en seguirme hasta el baño. «Un poco de crema con color es suficiente». Me cepillé el pelo, me rocié un poco de colonia y volví a mirarme al espejo. «Mejor, mucho mejor». Regresé al salón y puse un mantel blanco sobre la mesa. Rectifiqué. Lo volví a coger y esta vez lo puse sobre la mesa de café. «Mejor así, más informal»,  me dije satisfecha, retrocediendo para ver el efecto. Fui a la cocina a por un par de platos, cubiertos y copas para el agua y el vino. Rebusqué dentro de un armario hasta que encontré las servilletas y dos platos pequeños para el pan. Volví a abrir la nevera. Saqué la botella de plástico del agua y la vertí en una jarra de cristal.

            Veinte minutos más tarde el zumbido del telefonillo me sobresaltó. E instantes después allí lo tenía, delante de mí. Con el pelo mojado por la lluvia, sosteniendo un par de bolsas voluminosas que goteaban sobre el suelo. No tenía mal aspecto. Algunas canas, sí, pero no había perdido el cabello. Tampoco había engordado. ¿Para qué engañarme? Seguía tan atractivo como lo recordaba.

-          ¿He pasado el examen? –preguntó sonriendo-. ¿Puedo entrar?

-          Sí, claro. Adelante –tartamudeé un poco haciéndome a un lado.

-          Dime dónde dejo las bolsas y así puedo quitarme la chaqueta. No había sitio en tu calle y he tenido que aparcar a cinco minutos de aquí. Los suficientes para empaparme y no quiero manchar el suelo.

-          Ni coger un resfriado. A la cocina –dije haciendo ademán de que me siguiera.

Dejó las bolsas en la encimera y se quitó la chaqueta que colgué en el respaldo de una silla.

-          ¿Has invitado a más gente? ¡Aquí hay comida para un regimiento! –empecé a sacar contenedores plateados. Tenía que estar ocupada para ocultar mi nerviosismo.

-          Marta…

Despacio levanté los ojos de los contenedores y le miré.

-          Cuando venía hacia aquí, me preguntaba por qué dejamos de vernos. ¿Y sabes? No me acuerdo. Sólo recuerdo que dejaste de contestar mis llamadas y desapareciste. Sin ninguna explicación.

Le dirigí una media sonrisa y contesté muy digna.

-          A ver, Charlie. La explicación fue una morena estupenda. De esa seguro que te acuerdas.

-          ¿Una morena? ¿Qué morena? –preguntó sorprendido.

-          Ahora no te hagas el tonto. La prima de los Casús. ¿Ahora sí?

-          ¿La prima de los …? Venga, hombre… Si no me acuerdo ni de cómo se llamaba… Marta ¿me estás diciendo de verdad que desapareciste por una chica cero importante en mi vida?

-          Me dijeron que estabas saliendo con ella –añadí en voz baja.

-          Pero si no es verdad. ¿Quién te pudo decir eso? Te prometo que no es verdad. ¡Si yo sólo tenía ojos para ti!

-          ¿No era verdad? -susurré.

-          No.

            Por unos instantes no supimos qué decir, cada uno perdido en sus recuerdos. Hasta que Charlie interrumpió el silencio, a la vez que abría los brazos.

-          ¿Te parece que esta es la forma de saludarnos después de tanto tiempo?

            Creo que dudé un segundo y medio. Abrí mis brazos y me dejé atrapar por los suyos. Me abrazó con fuerza. Y volví a ver el abrazo de las cinco primas. Mi boca y mis ojos esbozaron una enorme sonrisa. Había conseguido el abrazo enorme que había anhelado hacía tan sólo un par de horas. Noté que mi gato se sentaba encima de mi pie. A veces los milagros ocurren.



Noviembre 2017

sábado, 21 de octubre de 2017

COPAS DE CAVA ROSADO


-          Estás enfadada –dijo él, más afirmando que preguntando

Ella siguió mirando por la ventana, con los ojos fijos en las luces de la calle, como si no le hubiera oído. Se acercó más a ella, alargándole una de las dos copas de cava. Ella la cogió sin retirar la mirada de la ventana, como si lo que estuviera observando necesitara toda su atención.

-          Fíjate, es cava. Del que te gusta.

Se llevó la copa a los labios. Por un instante cerró los ojos. Deseaba estar muy lejos de allí, de las luces, de la música que sonaba a todo volumen, de las risas que oía a sus espaldas.

-          Raquel, mujer, dime algo por favor.

Lentamente dio otro trago del cava, saboreando cada gota. Elevó la copa y a través de ella le miró. Su imagen se veía un tanto deformada. A través del cristal distinguía su cabello oscuro y el cuello de la camisa de rayas. Por fin se decidió a hablar.

-          No sé qué tienes que hablar con ella. ¿Te has emocionado al verla? –preguntó con desdén.

-          No, si ya me imaginaba que era eso…

-          Claro, siempre has destacado por tu perspicacia.

-          A ver, ahora no te pongas borde. No sabía que iba a venir. Además ¿qué se supone que debía hacer? Si me la encuentro de repente en una fiesta, la tenía que saludar, no podía hacer otra cosa.

-          ¿Que no me ponga borde? A ver, una cosa es saludar. Otra es que te quedes hablando con tu ex quince minutos, mientras estoy aquí esperándote, en una fiesta en la que no conozco a nadie. Que yo he venido para acompañarte, no para que me dejes plantada.

-          Estás sacando las cosas de quicio.

-          ¿Ah sí? ¿Te parece?

-          Pues sí, me parece. ¿Sabes que pienso? Que es inseguridad. Porque si estuvieras segura de ti misma no te importaría que yo hablara con otras mujeres y si te quedas sola unos minutos deberías ser capaz de relacionarte con otras personas.

Ella le miró fijamente, muy seria. La verdad es que quizás en el fondo, muy en el fondo, claro, podría tener algo de razón. Pero si la persona con la que estás no te permite tener esa seguridad, entonces puede que no sea la persona adecuada ¿no? Se habían conocido unos meses antes. Por primera vez en mucho tiempo había decidido salir de su caparazón. Sus amigas siempre le recriminaban que no diera oportunidades. Así que había decidido arriesgarse y eso había hecho, aunque empezaba a darse cuenta de que no había sido la decisión correcta.

-          Por las oportunidades perdidas –dijo elevando su copa y haciéndola chocar suavemente con la de él.

-          ¿Eso a qué viene? –preguntó extrañado.

-          Tú no has leído a Jane Austen ¿verdad?

Él entornó los ojos. La miró como quien mira a un marciano.

-          ¿Jane qué? Me suena…. Ah sí, vi una vez una película. Pero era una película de chicas –dijo riéndose.

-          Entonces no conoces al señor Darcy, claro. Y no, no es una película de chicas –respondió tajante sacudiendo la cabeza-. No, claro que no. ¿Cómo lo ibas a conocer?

-          ¿Te han dicho alguna vez que eres un poco rara? –preguntó a la vez que apuraba la copa y miraba alrededor.

Raquel suspiró. Si empiezan a mirar alrededor es que la conversación ya no interesa y está buscando una salida.

-          Mira, ahí están Jorge y Natalia –dijo a la vez que levantaba el brazo, disimulando el alivio que sentía en esos momentos-. Te los voy a presentar.-Y se fue hacia donde estaban sus amigos, abriéndose paso entre los invitados.

Ella comenzó a seguirle con desgana pero cambió de opinión y se encaminó hacia la mesa en busca de más cava. La mesa alargada, cubierta por un mantel blanco, era como un escaparate en el que estaban expuestas todas las bebidas imaginables. En un extremo había un par de hieleras plateadas, de las que asomaban botellas de cava. Tiró de una de ellas y sonrió sorprendida.

-          Vaya, cava rosado. Me encanta –exclamó a la vez que la sacaba para servirse.

-          ¿Me permites?

Giró la cabeza hacia el dueño de la voz, que cogió la botella de sus manos.

-          No es fácil encontrar cava rosado ¿verdad? –comentó a la vez que le llenaba la copa-. Por tu comentario deduzco que te gusta.

-          Sí, y veo que a ti también –dijo señalando la copa que él había dejado sobre la mesa.

-          Sí, la verdad es que sí –sonrió-. Uno que tiene gustos raritos. Bueno, no… o sea, perdón, quiero decir…

-          Jajaja…. Dejémoslo en originales. Por cierto, no sabrás quién es el señor Darcy ¿verdad?

-          Sí, claro que sé quién es.

Raquel empezó a mirar con desconfianza alrededor.

-          ¿Qué pasa? ¿Hay por aquí una cámara oculta o qué? –preguntó a la vez que se retiraba nerviosa el flequillo que le caía sobre sus ojos verdes.

-          ¿Por qué dices eso?

-          ¿Por qué sabes quién es el señor Darcy?

Él sonrió un tanto azorado y carraspeó antes de contestar.

-          Bueno, verás, no tiene mucho mérito. Estudié literatura inglesa.

Raquel asintió con la cabeza sin saber qué decir.

-          ¿Qué te parece si brindamos? –preguntó él levantando su copa.

-          ¿Y por qué brindamos?

-          Elige tú.

-          Y si te digo que por las oportunidades perdidas, ¿qué dirías?

-          Tendría mucho que decir. Es mi especialidad –y bajando la mirada se llevó la copa a los labios. Tras unos instantes de silencio, siguió hablando-. Eres la novia de Fernando ¿verdad?

Raquel siguió su mirada. Allí estaba Fernando en medio de un grupo, acaparando la atención de todos. Estaría contando una de sus historias graciosas que tan bien se le daba. Se le veía disfrutando en medio de la multitud. No se parecían en nada, pensó mirándolo con cariño. Negó con la cabeza.

-          No, no soy su novia.

-          Pues brindemos por eso también.

Octubre 2017