viernes, 30 de agosto de 2019

DOS BODAS Y CUATRO PROPOSICIONES




Me paseo entre las mesas, lentamente, haciendo tiempo. Con una mano sujeto una copa y con la otra levanto el vestido largo que me arrastra un poco. He decidido desterrar los tacones altísimos que antes tanto me gustaban y he cometido un error de cálculo, claro. No he tenido en cuenta que existe una relación proporcional entre menos tacones, vestido que roza el suelo. Sin embargo, creo que me da un cierto aire chic y elegante, ese movimiento lento, al ritmo de la música suave de la orquesta de jazz del fondo.

Me detengo ante una de las mesas altas, decoradas con un mantel largo granate y un jarrón estilizado que contiene una azalea blanca. Diría que es una azalea. ¿O es un nardo? Qué más da. El caso es que es blanca y es bonita. Dejo allí la copa vacía y se me acerca una camarera solícita con una bandeja llena de cosas ricas. Pero la contemplo con desconfianza.

-          ¿Lleva queso?

-          Sí, son bolitas crujientes –responde sonriente.

-          No, gracias. Soy intolerante a la lactosa.

Es la cuarta bandeja que me ponen delante que no puedo probar porque lleva queso, o bechamel, o una salsa sospechosamente blanca que seguro que contiene leche. Una vez más he olvidado avisar de que me pidan un menú sin lactosa. Otra boda en la que no como. Miro a mi alrededor y contemplo los grupos elegantes en torno a las mesas altas distribuidas por el jardín, charlando, riendo, felices de compartir ese momento con amigos y familiares. Escaneo con la mirada y no reconozco a nadie. Ya sabía antes de ir que no conocía a nadie -salvo a los novios, claro- pero siempre existe la posibilidad de encontrar algún conocido. No es el caso. De acuerdo, no pasa nada. Me encanta observar a la gente. Además, no podía no ir a la boda de Ana. Imposible siquiera planteárselo. Me habría retirado el saludo, y con razón. Una boda es una boda y si te invita una buena amiga, pues vas y punto. Aunque no conozcas a nadie.  

-          ¿Le apetece beber algo? –me pregunta un camarero acercándome una bandeja repleta de copas.

-          Sí, gracias –respondo, decidiéndome por una cerveza fría-. Oiga, le quería preguntar. No tendrán unas aceitunas, o unas patatas, o jamón, o cualquier cosa que no lleve leche. Es la segunda cerveza y con el estómago vacío, se me va a subir.

-          Ahora van a sacar unas croquetas –me responde con amabilidad.

-          Las croquetas llevan bechamel. Y la bechamel lleva leche.

-          Sí, claro… ¡Los daditos de salmón! –exclama-. Eso sí lo puede tomar ¿verdad?

Levanta un mano para llamar la atención de otro camarero y unos instantes después me encuentro felizmente instalada en mi mesa alta con una cerveza helada y una bandeja repleta de deliciosos daditos de salmón, que me apresuro a defender de las garras voraces de algunos que pretenden apoderarse de mi comida.

-          Disculpa –sonrío encantadora-. Es que son especiales sin lactosa. Es lo único que puedo comer.

Y pienso para mí, y tú puedes comer de las otras veinte bandejas que los camareros te están ofreciendo, no sé por qué carajo tienes que venir justo a por la mía. Y allí sigo apaciblemente engullendo uno a uno todos los daditos hasta que de repente la música eleva su tono y la orquesta interpreta una melodía más alegre. Todos los asistentes aplauden con entusiasmo la llegada de los novios. Y allí está Ana, radiante en su vestido blanco, cogida del brazo de su flamante esposo. Por un momento dejo de defender mi bandeja y me uno a los aplausos. El jardín, la música, los novios y el sol desapareciendo justo en ese momento en el horizonte, lanzando sus últimos rayos. Como una postal preciosa. La alegría de Ana es contagiosa y no puedo evitar sonreír. Una multitud les rodea, abrazándoles y deseándoles lo mejor. Por unos instantes nuestras miradas se cruzan y mi amiga me lanza un beso con la mano.

Contemplando la escena, no puedo evitar pensar en el rito de paso que supone ese momento en que un hombre y una mujer deciden unir sus vidas y emprender juntos un camino. Y deciden sellar esa alianza ante el resto de la tribu. O del grupo, o de la sociedad. Siempre ha sido así. En todas las culturas los ritos de paso marcan esos hitos fundamentales: el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Y la tribu se alegra de esa unión y se une a la fiesta porque esa opción supone la supervivencia del grupo. Luego están los que no se deciden y se saltan ese rito de paso. El único que te puedes saltar, porque los otros tres, te pongas como te pongas, no se eligen.

Siempre me han encantado las bodas, desde pequeña. Y siempre me ha gustado observar las costumbres y las cosas que hace y dice la gente que con su presencia ratifica esa unión. Hace poco volví a ver una de las mejores películas de la historia del cine, Centauros del desierto. Incluso en medio de la inhóspita y polvorienta Texas, una treintena de personas se reúnen felices a celebrar una boda, entre cantos, bailes y ponche. Aunque al final no llega a celebrarse porque en el último momento irrumpe el verdadero amor de la chica, después de cinco años de ausencia y una única carta en todo ese tiempo. Y la chica interrumpe la fiesta cuando le ve aparecer. Y no lo mata. Eso sólo pasa en el cine, claro, pero esa es la grandeza del cine.

Hay otras bodas que no llegan a celebrarse, a causa de novias a la fuga… Lo que me hace pensar en las proposiciones de matrimonio que rechacé… Tres, bueno… cuatro. Sí, cuatro. Aquello también se puede considerar proposición, recuerdo con una media sonrisa nostálgica. Me sacudo la nostalgia de golpe cuando la orquesta empieza a interpretar con fuerza la melodía When the saints go marching in. Creo que es la señal para entrar en el comedor. Así que me sujeto el vestido y con la mano libre voy marcando el compás, mientras me uno al grupo que, obediente, se dirige al interior de la finca. Me detengo un momento frente al panel con la distribución de mesas. Leo que mis compañeros acumulan varios apellidos compuestos. Yo no tengo apellido compuesto. Mesa número siete. El número sagrado en muchas culturas. ¿Será una señal? En fin, allá vamos… Todo sea por Ana. Me debe una. 


Agosto 2019


sábado, 3 de agosto de 2019

DE CAPULLOS Y OTROS SERES DEL FIRMAMENTO



Estoy con mi amiga Elena en una terraza del centro de Madrid. No sé cómo lo hace pero siempre descubre lugares con encanto. Porque nadie diría que estamos en el centro de la capital. Apenas llega el ruido de los coches y nos envuelve un jardín cuidado que es un desahogo al calor tórrido de estos días de agosto. Me llevo a los labios la pajita que sobresale de una enorme copa de balón llena de hielos y un agradable brebaje de color naranja. Cero alcohol. Hemos decidido pasarnos a la vida saludable y desterrar el alcohol de nuestras vidas. De momento.

-          ¿A que está bueno? –afirma más que pregunta y yo asiento con la cabeza-. Lleva melocotón, melón y zanahoria. Lo descubrí el otro día y pensé que era el lugar perfecto para ponernos al día.

Y en eso estamos. Poniéndonos al día antes de las vacaciones, después de varias semanas sin vernos. Mi amiga es una superwoman del siglo XXI. Tiene un trabajo de responsabilidad en una multinacional, un marido estupendo y tres hijos de catálogo. Y ella va siempre perfecta. Con esa melena impecable con unas mechas que nunca se ponen amarillas pollo. Después de tantos años, sigo sin saber dónde está su secreto. A su lado a veces me siento un poco intimidada. Bueno, no eso exactamente. Me siento… cómo diría… poquita cosa. Y no porque ella vaya de sobrada, sino por ese rollo mío de la autoestima. Así que esta vez he decidido esmerarme para no sentirme menos. He elegido con cuidado el modelito de hoy e incluso he estado un buen rato con el alisador, domando mis rizos. Las mechas rubias las desterré hace años, ya no son más que un recuerdo ochentero, de cuando era una jovencita con éxito dispuesta a comerme el mundo. Al final el mundo me comió a mí. Pero a veces consigo escabullirme de sus fauces un rato y vuelvo a disfrutar de la vida, como cuando era una jovencita de mechas rubias y sonrisa perfecta, siempre rodeada de admiradores. Bueno, o de algún admirador, aunque fuera solo uno. Porque tenía a mis fijos.

-          Rebeca… vuelve…

-          Perdón. Discúlpame –digo abandonando de golpe mis recuerdos y regresando al 2019.

-          Estabas muy lejos.

-          Sí, pero ya he vuelto. ¿Entonces Gonzalo bien en el campamento? Habrá ganado todas las medallas del mundo ¿no? –Ufff… Creo que Elena llevaba un rato hablando de sus hijos y no me he enterado de nada. Doy vueltas a los hielos con la pajita, disimulando.

-          Jajaja… algunas, sí. Pero bueno, ya está bien de hablar de mí y de mi familia. ¿Tú cómo estás? –pregunta con interés.

Me lo temía. La verdad es que preferiría seguir hablando de sus niños y no de mí. No me apetece recordar mi último fracaso. Vale, quizás fracaso sea un término demasiado fuerte. No, tampoco ha sido eso pero… digamos que me decidí a asomar la cabeza fuera de las fauces de la vida, y me lancé al ruedo. Sin pensar. Yo que siempre lo planifico todo y voy y me lanzo sin paracaídas y sin colchoneta ni plan b.

-          ¿Qué tal con tu último admirador misterioso?–pregunta cruzando los brazos sobre la mesa y fijando plenamente su atención en mí.

-          Elena, no me mires así. No te quiero decepcionar. No hay mucho que contar.

-          El que no me quieres presentar, por cierto.

-          No es que no te lo quiera presentar, es que ya sabes que no vive en Madrid. Y tiene niños. Y está separado. Y en fin, que es todo complicado.

-          Bueno, que esté separado y tenga niños, a nuestra edad es lo más normal del mundo, hija. Tampoco me parece un problemón.

-          Si es que no hay quien lo entienda. De repente un día parece que me quiere, incluso que está enamorado de mí. Un poco, por lo menos. Y luego desaparece una semana. Y luego vuelve a aparecer…

-          ¿A qué le llamas aparecer?

-          Al wasap, a llamadas de teléfono. Si yo sé que esto no va a ningún lado. En fin, que es un capullo y se acabó. No quiero saber nada más de él.

-          ¿Lo has pensado bien? Hombre, por lo que me has contado de él no parece tan capullo.

-          Un gilipollas –aclaro taxativa. Y para reafirmarme, doy otro sorbo a mi bebida anaranjada.

-          A ver, Rebeca. Que el mundo está lleno de capullos, es un hecho científicamente demostrable. Seguro que hay alguna universidad de Estados Unidos que ha hecho un estudio sobre eso.

Estallamos a la vez en una carcajada. Ya echaba de menos mis conversaciones con mi querida Elena. Tiene la maravillosa habilidad de levantarme el ánimo y ayudarme a sortear las tormentas. Siempre que ha habido una tormenta, recuerdo a Elena a mi lado, como un piloto experimentado, lanzando nuestra nave contra olas gigantes.

-          ¿Y no sería hora de que dierais un paso? Tanta llamadita, tanto mensajito… chica, que ya somos mujeres de mediana edad. De muy buen ver, por cierto, pero de mediana edad.

-          ¿Qué quieres decir? –pregunto entornando los ojos.

-          Pues que le digas que a partir de ahora, os organizáis para veros mínimo un fin de semana al mes. Llámame antigua pero estas relaciones virtuales no me convencen. Además, que no lo has conocido en internet, que os conocéis en carne y hueso y en ese primer encuentro surgió el flechazo ¿no? Ya, Rebeca, que parecéis adolescentes, hija. Y te lo digo con todo el cariño del mundo porque eres mi miga y te quiero. –Alarga la mano y me da un rápido apretón cariñoso en el brazo.  

Suspiro. Me quedo unos instantes mirándola. Debo reconocer que tiene razón, pero si él es tan ambiguo y no da un primer paso claro…

-          Pues lo das tú, que pareces una señorita de la era victoriana.

-          Que no, Elena, que se acabó. Que es un capullo. Paso de él. Se acabó. Paso de estar todo el día pendiente del móvil y de si se ha levantado con el Sol en Júpiter o la Luna en Urano o Saturno, o qué se yo. Paso -sentencio. Y me siento fenomenal, como si me hubiera quitado una losa de encima. Otro sorbo al brebaje naranja para celebrar mi coraje.


Mi amiga resopla y mueve la cabeza de un lado a otro, y su melena impecable acompaña el movimiento acompasado. De repente, el bolso que descansa sobre mi pierna empieza a vibrar con insistencia. Lo abro, rebusco y finalmente lo encuentro aprisionado entre una libreta, un paquete de pañuelos de papel y una barra de labios. Me acerco la pantalla a los ojos. Una llamada perdida del capullo y siete wasaps seguidos, interesándose por mí, deseándome una feliz noche y diciendo que me echa de menos. La expresión de mi cara ha debido de cambiar porque Elena se echa a reír.


-          No me lo digas… ¡Es el capullo! Pobre, le debían de estar pitando los oídos.

-          Bueno, quizás tengas razón y no sea tan capullo… -concedo comiéndome con patatas mis palabras-. Si en el fondo es majo… más mono…

Elena alarga su brazo y le paso el móvil. Lee la ristra de mensajes. Que no es algo que haga habitualmente, dejar que lea los wasap, pero la ocasión lo merecía.

-          De acuerdo. Esto merece dos cervezas. Volvamos a las malas costumbres –dice levantando el brazo para llamar la atención del camarero.

-          O mejor dos gin-tonics ¿no? Total, ya que nos vamos a saltar los buenos propósitos, hagámoslo a lo grande.



Agosto 2019