Me paseo entre las mesas, lentamente, haciendo tiempo. Con una mano sujeto una copa y con la otra levanto el vestido largo que me arrastra un poco. He decidido desterrar los tacones altísimos que antes tanto me gustaban y he cometido un error de cálculo, claro. No he tenido en cuenta que existe una relación proporcional entre menos tacones, vestido que roza el suelo. Sin embargo, creo que me da un cierto aire chic y elegante, ese movimiento lento, al ritmo de la música suave de la orquesta de jazz del fondo.
Me detengo ante una de las mesas altas, decoradas con un
mantel largo granate y un jarrón estilizado que contiene una azalea blanca. Diría
que es una azalea. ¿O es un nardo? Qué más da. El caso es que es blanca y es
bonita. Dejo allí la copa vacía y se me acerca una camarera solícita con una
bandeja llena de cosas ricas. Pero la contemplo con desconfianza.
-
¿Lleva
queso?
-
Sí,
son bolitas crujientes –responde sonriente.
-
No,
gracias. Soy intolerante a la lactosa.
Es la cuarta bandeja que me ponen delante que no puedo probar
porque lleva queso, o bechamel, o una salsa sospechosamente blanca que seguro
que contiene leche. Una vez más he olvidado avisar de que me pidan un menú sin
lactosa. Otra boda en la que no como. Miro a mi alrededor y contemplo los
grupos elegantes en torno a las mesas altas distribuidas por el jardín,
charlando, riendo, felices de compartir ese momento con amigos y familiares.
Escaneo con la mirada y no reconozco a nadie. Ya sabía antes de ir que no
conocía a nadie -salvo a los novios, claro- pero siempre existe la posibilidad
de encontrar algún conocido. No es el caso. De acuerdo, no pasa nada. Me
encanta observar a la gente. Además, no podía no ir a la boda de Ana. Imposible
siquiera planteárselo. Me habría retirado el saludo, y con razón. Una boda es
una boda y si te invita una buena amiga, pues vas y punto. Aunque no conozcas a
nadie.
-
¿Le
apetece beber algo? –me pregunta un camarero acercándome una bandeja repleta de
copas.
-
Sí,
gracias –respondo, decidiéndome por una cerveza fría-. Oiga, le quería
preguntar. No tendrán unas aceitunas, o unas patatas, o jamón, o cualquier cosa
que no lleve leche. Es la segunda cerveza y con el estómago vacío, se me va a
subir.
-
Ahora
van a sacar unas croquetas –me responde con amabilidad.
-
Las
croquetas llevan bechamel. Y la bechamel lleva leche.
-
Sí,
claro… ¡Los daditos de salmón! –exclama-. Eso sí lo puede tomar ¿verdad?
Levanta un mano para llamar la atención de otro camarero y
unos instantes después me encuentro felizmente instalada en mi mesa alta con
una cerveza helada y una bandeja repleta de deliciosos daditos de salmón, que
me apresuro a defender de las garras voraces de algunos que pretenden apoderarse
de mi comida.
-
Disculpa
–sonrío encantadora-. Es que son especiales sin lactosa. Es lo único que puedo
comer.
Y pienso para mí, y tú puedes comer de las otras veinte
bandejas que los camareros te están ofreciendo, no sé por qué carajo tienes que
venir justo a por la mía. Y allí sigo apaciblemente engullendo uno a uno todos los
daditos hasta que de repente la música eleva su tono y la orquesta interpreta
una melodía más alegre. Todos los asistentes aplauden con entusiasmo la llegada
de los novios. Y allí está Ana, radiante en su vestido blanco, cogida del brazo
de su flamante esposo. Por un momento dejo de defender mi bandeja y me uno a
los aplausos. El jardín, la música, los novios y el sol desapareciendo justo en
ese momento en el horizonte, lanzando sus últimos rayos. Como una postal
preciosa. La alegría de Ana es contagiosa y no puedo evitar sonreír. Una
multitud les rodea, abrazándoles y deseándoles lo mejor. Por unos instantes
nuestras miradas se cruzan y mi amiga me lanza un beso con la mano.
Contemplando la escena, no puedo evitar pensar en el rito de
paso que supone ese momento en que un hombre y una mujer deciden unir sus vidas
y emprender juntos un camino. Y deciden sellar esa alianza ante el resto de la
tribu. O del grupo, o de la sociedad. Siempre ha sido así. En todas las
culturas los ritos de paso marcan esos hitos fundamentales: el nacimiento, la
pubertad, el matrimonio y la muerte. Y la tribu se alegra de esa unión y se une
a la fiesta porque esa opción supone la supervivencia del grupo. Luego están
los que no se deciden y se saltan ese rito de paso. El único que te puedes
saltar, porque los otros tres, te pongas como te pongas, no se eligen.
Siempre me han encantado las bodas, desde pequeña. Y siempre
me ha gustado observar las costumbres y las cosas que hace y dice la gente que
con su presencia ratifica esa unión. Hace poco volví a ver una de las mejores
películas de la historia del cine, Centauros
del desierto. Incluso en medio de la inhóspita y polvorienta Texas, una
treintena de personas se reúnen felices a celebrar una boda, entre cantos,
bailes y ponche. Aunque al final no llega a celebrarse porque en el último momento
irrumpe el verdadero amor de la chica, después de cinco años de ausencia y una
única carta en todo ese tiempo. Y la chica interrumpe la fiesta cuando le ve
aparecer. Y no lo mata. Eso sólo pasa en el cine, claro, pero esa es la
grandeza del cine.
Hay otras bodas que no llegan a celebrarse, a causa de novias
a la fuga… Lo que me hace pensar en las proposiciones de matrimonio que rechacé…
Tres, bueno… cuatro. Sí, cuatro. Aquello también se puede considerar
proposición, recuerdo con una media sonrisa nostálgica. Me sacudo la nostalgia
de golpe cuando la orquesta empieza a interpretar con fuerza la melodía When the saints go marching in. Creo que
es la señal para entrar en el comedor. Así que me sujeto el vestido y con la
mano libre voy marcando el compás, mientras me uno al grupo que, obediente, se
dirige al interior de la finca. Me detengo un momento frente al panel con la
distribución de mesas. Leo que mis compañeros acumulan varios apellidos
compuestos. Yo no tengo apellido compuesto. Mesa número siete. El número
sagrado en muchas culturas. ¿Será una señal? En fin, allá vamos… Todo sea por
Ana. Me debe una.
Agosto 2019