Es una preciosa mañana de primavera. El sol brilla y sonrío
feliz. Me asomo a la ventana. La verdad es que es otoño y el cielo se ha
nublado, aunque distingo un rayo de sol que intenta abrirse paso entre las
nubes. Da igual. Para mí ese rayo inunda de luz radiante esta mañana que hasta hace
un rato era gris. Los pájaros cantan y revolotean entusiasmados. Bueno, quizás
ese sonido sea más bien un trueno que retumba a lo lejos. Da igual. Me llega como
un canto exquisito, como una sinfonía maravillosa. Me invade el deseo de unirme
a esa melodía y de abrazar. Lleno mis pulmones del aire fresco de la mañana y
extiendo mis brazos, queriendo recoger en un gran abrazo a todo el que quiera
ser abrazado. Y doy vueltas por la habitación, con los brazos extendidos,
cantando lo primero que se me pasa por la cabeza. Me paro, cierro los ojos y me
vienen a la mente esas palabras del poeta:
Hoy los cielos y la
tierra me sonríen.
Hoy llega al fondo de
mi alma el sol.
Hoy la he visto… La he
visto y me ha mirado.
¡Hoy creo en Dios!
Y es en este momento cuando, por fin, entiendo lo que quiso decir Bécquer.
Abro los ojos. Diría que lentamente, que quedaría muy
poético, pero no puede ser porque por muy despacio que los abras tardas un
segundo más que en abrirlos deprisa ¿no? El caso es que tengo los ojos
abiertos. Me subo a la silla y estiro el brazo, al último estante. Mis dedos se
deslizan con rapidez por los lomos de los libros del último estante, esos
llenos de polvo a los que nunca llega el trapo el día que toca limpieza. Y allí
está, con su escueto lomo negro sobre el que resaltan unas palabras en blanco. Tiro
de él y con avidez me voy al índice. Setenta y seis rimas. No la encuentro. Y
todavía subida a la silla, vuelvo al principio y voy leyendo pausadamente los
títulos. ¡Y la encuentro! Leo las frases que escribió el poeta, demasiado
deprisa. Me bajo de la silla y allí, en pie, en el centro de mi habitación,
vuelvo a leer, ahora en voz alta, muy despacio, esas frases sencillas y magníficas.
Miro por la ventana y sigo viendo el sol de esta mañana radiante de primavera, aunque
ha empezado a llover.
-
¡Ahora
te entiendo! –le digo al libro-. A ver, que te había entendido cuando lo leí en
el cole, pero… ¿cómo explicarlo? No es que lo entienda, es que sé. Sé con
certeza lo que sentías.
Y vencida por la emoción, con el libro entre las manos, me siento
en el suelo.
Por una mirada, un
mundo;
Por una sonrisa, un
cielo…
Tan sencillo y tan profundo a la vez. Me invade una gran paz.
He encontrado las palabras que reflejan lo que quería expresar y no encontraba
cómo. Las palabras que alguien escribió hace… ¿cuánto? Unos ciento cincuenta
años… ¿Se habría imaginado el poeta que tantos años después le seguiríamos
leyendo?
Y tú no lo sabrás. De ningún modo lo imaginarías. Pero a mí
me vale. Me lo guardo para mí y quizás algún día, quién sabe, quizás algún día
mi pupila se clave en tu pupila y tú también lo entiendas. Y lo sepas.
Octubre 2018