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¿Por
qué ya no escribes?
Como un látigo, sus palabras resonaron con fuerza entre
aquellas cuatro paredes casi desnudas de la antigua biblioteca. Me había pedido
que le ayudara a guardar los libros en unas cajas antes de su cierre definitivo.
Los libros se amontonaban sin orden en el suelo. Algunos todavía reposaban sobre
las estanterías llenas de polvo. Tiré con cuidado de uno que me había llamado
la atención. Tenía la cubierta de cuero y conservaba restos de letras doradas
en el lomo. Soplé y una pequeña nube salió de entre sus páginas, cargadas de
recuerdos de otros tiempos. Abrí el libro donde sobresalía un calendario a modo
de marca páginas. Lo cogí, lo giré y leí en voz alta: «1957». Todavía no habíamos nacido ninguno de los dos.
Luis repitió su
pregunta. Pensaría que no le había oído. Y claro que le había oído. Perfectamente.
Pero esas cinco palabras me obligaban a enfrentarme a mis fantasmas y no me
apetecía. Ahora no. Sólo quería seguir acariciando lomos de cuero con palabras
doradas medio borradas. Sólo quería seguir respirando aquel ambiente, que tenía
algo de mágico, en aquella biblioteca de aquel monasterio ya casi abandonado.
Hacía unos años que los últimos monjes habían sido destinados a otro lugar. Se
habían llevado muchos libros pero algunos se quedaron como testigos mudos de
otra época. El prior había llamado a Luis unos días antes, habían sido
compañeros de colegio. Y le había explicado que la biblioteca, que había estado
funcionando de manera intermitente, iba a cerrar sus puertas para siempre. Y
los libros que allí se quedaran, serían abandonados para siempre. Y que si
quería quedarse con alguno, o con todos, podía hacerlo.
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De
hecho, me alegraría saber que te los llevas tú, todos. Tú o alguien que los
sepa apreciar –le había dicho.
Luis había quedado con su amigo, aprovechando un viaje del monje
a Madrid. Se habían citado allí mismo, para así presentarle al guarda de
seguridad y asegurarse de que podría sacar los libros sin problema.
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Y
si usted quiere alguno, Martín, no tiene más que decirlo.
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Pues
mire, padre, yo no soy mucho de leer, ya sabe, pero por el cariño que les tengo
a ustedes sí que a lo mejor alguno, de recuerdo…
Y un minuto después me estaba llamando, porque me conocía
bien y sabía que me uniría sin dudarlo a la expedición de rescate.
Así que Martín había entrado con nosotros, había husmeado
entre los estantes y había escogido tres o cuatro libros grandes, con imágenes en
color de monumentos de ciudades españolas, que seguro que a su mujer le gustaban
y quedarían bien en la mesa de café.
Luis seguía guardando libros en las cajas de cartón que habíamos
traído pero no dejaba de mirarme. Ahora el silencio pesaba y tocaba una
respuesta. Total, éramos amigos desde que yo llevaba uniforme. A él podía
decirle la verdad porque sabía que no me iba a juzgar ni iba a dudar de mi
estabilidad mental. Cerré el libro y me abracé a él -al libro- como quien se
aferra a un salvavidas.
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Porque
mi mente es como una gran mancha blanca, vacía. Porque ya no tengo nada que
contar –susurré.
Mi voz sonó extraña, como metálica. Quizás fuera el efecto del
casi vacío de aquella estancia grande. A pesar de las estanterías huérfanas,
del polvo y de las cajas de cartón, la atmósfera resultaba acogedora. El sol
entraba a raudales por una de las ventanas del fondo. Y yo me sentía a gusto y
en paz en aquel lugar olvidado. Pero Luis había despertado a mis fantasmas.
Seguí hablando a toda velocidad porque no quería dejar espacio a que replicara
nada.
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Siento
que caigo… Voy cayendo hasta quedar inerte sobre una superficie fría. Me contemplo
desde arriba y no me puedo mover. Y luego no hay nada. Sólo esa gran mancha
blanca, fría.
Durante unos instantes sólo se oyó mi respiración. Mi amigo
había dejado de guardar libros en las cajas, aunque me seguía mirando, inmóvil.
Creo que no encontraba las palabras adecuadas. No me extraña, creo que a mí me
habría pasado lo mismo. A ver qué le dices a alguien que te suelta esa retahíla.
Hace falta mucha imaginación. Para no ponérselo más difícil rompí la
inmovilidad y me puse a hojear el libro de cuero al que me había aferrado. Dejé
que las páginas se deslizaran entre mis dedos hasta que se detuvieron donde
quisieron.
Unos jóvenes sonreían despreocupados desde una foto algo borrosa,
en blanco y negro. Buenos chicos, de
aspecto pulcro, bien peinados, como recién duchados. Con la camisa planchada y
los zapatos relucientes, o eso me pareció. Buenos chicos que luchaban por unos ideales.
Me quedé observando fijamente la fotografía, deteniéndome en cada uno de sus
rostros. Eran guapos. «Si hubiese estado allí, seguro que me habría enamorado de más de uno», pensé absurdamente con una media
sonrisa.
Luis se acercó, curioso por saber qué había llamado mi
atención. Se colocó junto a mí e inclinó la cabeza sobre el libro. Y vio lo
mismo que yo. Otra época, valores, honor, lealtad, elegancia… También hubo un
tiempo en que nosotros luchamos por esos mismos ideales. Por un momento levantamos
los ojos de la fotografía y nos miramos. Nos entendemos con la mirada,
compartimos tanto. El desencanto flota ahora en el aire de aquella vieja
biblioteca de los monjes. Y miramos hacia atrás, al unísono, pasando revista a
una vida.
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Fuimos
como ellos –me dice con un tono melancólico-. O quisimos ser como ellos.
Paso la mano por encima de las fotografías, en un gesto
inconsciente queriendo acariciar tantas vidas que ya no están. No quiero que el
desencanto nos ahogue. Quiero recuperar la paz que por fin he hallado en este
maravilloso rincón.
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Este
me lo quedo yo –exclamo cerrando de golpe el libro. Y sonrío a mi amigo.
Poco a poco el desencanto se va diluyendo, como el polvo que
flota entre los rayos del sol de la ventana del fondo. Y da paso a la nostalgia.
Y la nostalgia es mucho más sana que el desencanto. Y más inspiradora. Coloco
el libro en mi caja y entonces veo por primera vez el título: En la encrucijada. Y de golpe, la mancha
blanca desaparece. El corazón me empieza a latir con fuerza. Me voy a toda
prisa hasta la mesa donde he dejado el bolso. Saco el móvil y busco el bloc de
notas en la pantalla. Empiezo a teclear, casi febrilmente, para que no se me
olviden las palabras, las ideas, todo lo que tengo necesidad de sacar de mí y
de compartir.
La cabeza de Martín asoma por la puerta.
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¿Les
queda mucho? Es que pensaba salir a comer. Si gustan acompañarme.
Asentimos en silencio. Continuaremos después. Lo principal ya
está. Luis y yo volvemos a mirarnos. No dice nada, sólo un leve gesto con la
cabeza, para asegurarse, y yo respondo sonriendo. Ya está, ya pasó.
Enero 2020