Y como si fuera lo más natural del mundo, un tipo al que has
conocido hace un rato, o sea, al que no conoces de nada, se sienta en el borde
de tu cama y te dice: «Venga, date prisa que tenemos que aprovechar las horas de sol».
Me quedé mirándolo unos instantes antes de desaparecer por el
pasillo hacia el baño que compartía con mis padres. Me mojé la cara y me miré
en el espejo mientras me cepillaba el pelo. Mi cansancio se había esfumado como
por arte de magia. Me brillaban los ojos y mi palidez habitual casi había desaparecido.
El sol del paseo al castillo esa mañana se había quedado conmigo.
-
Vamos,
David. Ya estoy –grité desde la puerta del baño.
Me asomé a la habitación de mis padres para anunciarles mi
programa de la tarde y antes de que pudieran decir nada me escabullí por las
escaleras. Junto a la entrada del hostal había aparcado un clásico jeep verde.
-
Adelante
–exclamó abriendo la puerta del copiloto.
-
Vaya,
muchas gracias –agradecí sorprendida.
-
Debe
de ser el ambiente. Me estaré convirtiendo en un caballero medieval –dijo soltando
una carcajada.
Arrancó el viejo jeep y nos lanzamos a la carretera. Detrás
de cada curva, el maravilloso paisaje me iba sorprendiendo. David me iba
señalando una montaña, un riachuelo, un sendero. Prácticamente no nos cruzamos
con ningún coche. Y en aquel momento, por aquella carretera solitaria llena de
curvas, sentí una gran felicidad. Hacía mucho tiempo que no me sentía así. Casi
no hablábamos, en un silencio que era compañía. Quince minutos más tarde, puso
el intermitente y cogió un desvío casi imperceptible. Y allí, frente nosotros, se alzaba en su humilde
majestuosidad una pequeña iglesia románica, al borde del camino. Detuvo el jeep
y me miró expectante, como si me estuviera enseñando algo suyo muy querido.
-
¿Qué
te parece? –preguntó expectante, con un movimiento de cabeza hacia la iglesia.
Tardé unos segundos en contestar, intentando asimilar la
belleza que se erguía ante nosotros.
-
Es
como retroceder en el tiempo.
Junto a la pequeña iglesia, se mantenían en pie algunos muros
de viejas edificaciones que habían resistido el paso de los años.
-
Los
franceses pasaron por aquí. ¿Te lo puedes creer? –dijo descendiendo del coche-.
Llegaron hasta este lugar recóndito, pero no consiguieron arrasar la iglesia. Resistió.
Vamos.
Agitó una pesada llave entre sus dedos y se dirigió hacia la
puerta.
-
¿Tienes
la llave? –pregunté sorprendida.
-
Se
la he pedido al mosén.
La introdujo con cuidado en la cerradura hasta que encajó y
el viejo cerrojo se movió. Empujó la puerta con suavidad y se oyó un chirrido.
-
Tengo
que decirle al mosén que hay que poner aceite en esta puerta. Recuérdamelo.
Encendió una linterna y le seguí hacia el interior de la
iglesia. El tiempo se había portado bien. Los gruesos muros de piedra
conservaban su prestancia. Al fondo un
altar de piedra y tras él, un sencillo retablo que todavía conservaba algo de
policromía. El motivo central era una estatua de la virgen con un niño casi
inexpresivo sobre su regazo, que levantaba su brazo como bendiciendo a los que
le observábamos. Me quedé allí de pie, sin moverme, asimilando la belleza
sencilla del lugar.
-
Mira,
en la bóveda todavía quedan restos de pintura. Un cielo estrellado.
Iluminó con la linterna hacia el techo y, sobrecogida, me
quedé con la boca abierta y la cabeza inclinada hacia arriba, contemplando las
pequeñas estrellas blancas y plateadas.
-
¿No
dices nada?
Bajé la cabeza y le miré.
-
Gracias,
David. Gracias por este regalo. Creo que es el regalo más bonito que me han
hecho nunca. Y se lo debo a un desconocido.
Se acercó y me cogió de la mano. Y así, cogidos de la mano,
nos quedamos unos instantes en silencio, mirando hacia arriba.
-
Hasta
hace seis horas era un desconocido. Ya no –susurró.
Ahora el silencio se hizo un poco incómodo. ¿Se supone que yo
debía decir algo? Contuve la respiración y conseguí hablar.
-
¿Crees
que representa alguna constelación?
-
No
lo había pensado. ¿Por qué no? Podría ser. Tendremos que buscar a algún
astrónomo. ¿O también sabes sobre estrellas?
Negué con la cabeza sonriendo. Me soltó la mano.
-
Vámonos,
que no quiero que nos cierren el supermercado. Tengo la despensa vacía. Y
mañana quiero invitaros a comer a ti y a tus padres.
El momento de incomodidad había pasado. Di un último vistazo
a aquel lugar mágico.
-
¿Podremos
volver otro día con más tiempo?
Asintió con la cabeza, mientras se dirigía a la puerta. La
cerró, volvió a chirriar y echó el cerrojo. Volvimos al coche y ya sin más paradas,
unos minutos después llegamos a Sant
Martí, el pueblo que hacía las veces de pequeña capital de la comarca. Tenía
casi mil habitantes y las casas de piedra cubiertas de pizarra y teja se
extendían rodeadas por las montañas. Las calles estaban animadas, llenas de
habitantes y veraneantes que ocupaban las terrazas.
-
¿Qué
les gusta a tus padres? ¿Qué te parece que compre? –preguntó empujando el
carrito en el supermercado.
-
No
sé, les gusta todo. Lo que tú quieras. ¿Eres buen cocinero?
-
Me
defiendo. ¿Una carne buena a la brasa? –dijo cogiendo un paquete envuelto en plástico.
-
Perfecto.
Buena idea.
-
Y
podríamos hacer unas verduras de acompañamiento, también a la brasa. Y de
postre helado. Mira, este de turrón es
local y lo hacen buenísimo.
-
Pues
no se hable más –dije metiendo el helado en una bolsa frigorífica.
-
Voy
a buscar leche, me falta pan y unas cuantas latas para emergencias.
Cargamos en el maletero las bolsas y me iba a subir al coche
cuando propuso que nos tomáramos una cerveza en una de las terrazas. Le seguí
hasta una calle lateral, un poco alejada del bullicio de la calle Mayor. Y allí
nos sentamos en una terraza encantadora, rodeados de edificios centenarios de
piedra. Mientras David entraba a pedir las cervezas, me apoyé contra el
respaldo de la silla, estiré las piernas y miré a mi alrededor. La gente
sonreía, charlaba, compartía con la familia y amigos esa tarde espléndida de
verano. Empecé a reírme sola, imaginándome si hubiera aceptado la invitación de
Pilar y ahora me encontrara en un chiringuito pringoso de la playa con el
pesado de su marido y sus amigos.
-
¿De
qué te ríes? –preguntó mientras dejaba dos botellines y un paquete de patatas
sobre la mesa.
-
No
lo quieras saber… Estoy contenta de estar aquí. No me puedo imaginar mejor
plan.
-
¿Debo
sentirme halagado? –preguntó levantando una ceja. Me había dado cuenta de que
ese era un gesto característico suyo.
-
Sí
–respondí sin dudarlo-. Mi querido desconocido, puedes sentirte halagado.
-
Pues
esto vamos a tener que solucionarlo, mi querida María.
-
¿El
qué?
-
Pues
que seamos desconocidos. Así que mientras nos tomamos estas cervezas, vamos a
ponernos al día. Yo te cuento la historia de mi vida y tú me cuentas la tuya. Y
dentro de una hora, ya no seremos desconocidos.
Y así fue. Una hora y un par de cervezas después, tenía la
sensación de conocerlo bien. David ya no era un desconocido. Incluso… Era una
sensación extraña, era como… Él supo leer mis pensamientos.
-
Es
como si te hubiera estado esperando.
Cuando regresábamos hacia el coche, volvió a cogerme de la
mano. Y yo, paseando por las calles de Sant Martí y contemplando las montañas
que siglos atrás habían contemplado mis antepasados, entendí menos que nunca
que las hubieran abandonado para no regresar. Pero entendí también que,
precisamente por eso, yo había regresado.
Abril 2019