viernes, 29 de enero de 2016

UNA HABITACIÓN CON VISTAS


En esta ocasión, cedo el espacio a mi admirado Edward Morgan Foster y a sus personajes de A Room with a View o, lo que es lo mismo en la lengua de Cervantes, Una habitación con vistas. Lo que parecía una historia imposible toma un giro inesperado que desemboca en un desenlace feliz en las últimas páginas de esta novela que recrea maravillosamente la sociedad eduardiana. Por ella desfilan sus personajes principales, Lucy Honeychurch y George Emerson, junto a otros como el jovial reverendo Beebe, Charlotte Bartlett –la tía solterona que, contra todo pronóstico, toma partido por la victoria del Amor-, Cecil Vyse –el prometido antipático-, la Sra. Honeychurch, las encantadoras hermanas Allan… Foster sitúa la acción en una Florencia idealizada que representa la vida que merece la pena vivir, frente a los convencionalismos representados por la campiña inglesa.

Cuando todo parece irremediablemente perdido, el padre del héroe -o quizás, del anti-héroe-, el Sr. Emerson, guía a Lucy hacia la luz, hacia lo que el autor llama «el fin de la Edad Media». Mi novela preferida fue escrita hace más de cien años, pero la historia que cuenta no tiene edad.

 


Lucy se volvió hacia el Sr. Emerson llena de desesperación, pero la cara del anciano la reanimó. Era el rostro de un santo que lo había comprendido todo.

-         Ahora todo son tinieblas y parece que la Belleza y la Pasión nunca hubieran existido, lo sé. Pero recuerde las colinas de Florencia y aquella panorámica. Si yo fuera George y pudiera besarla, le infundiría valor. Tiene que ir fríamente a una lucha que precisa calor; tiene que salir de la confusión en la que usted misma se ha metido. Su madre y sus amigos la despreciarán. Y tienen razón para despreciarla, si es que alguna vez tenemos derecho a despreciar. George sigue en las tinieblas, toda esa lucha y dolor sin una palabra suya. ¿Me perdona? –las lágrimas asomaron a sus ojos-. Sí, porque luchamos más allá del Amor o del Placer; luchamos por la Verdad. Es la Verdad lo que realmente cuenta.

-         Deme un beso –dijo la joven-. Deme un beso. Y lo intentaré.

Él le transmitió un sentimiento de deidades reconciliadas; un sentimiento de que, a medida que ganaba al hombre que amaba, ella estaría logrando algo para el mundo entero. Durante el triste trayecto a su hogar, su despedida permaneció viva. Había rescatado su cuerpo de la destrucción y del reproche del mundo. El anciano le había mostrado la santidad de su deseo inmediato. Ella «nunca comprendió exactamente» -como contaría años más tarde- «cómo él había sido capaz de darle fuerza. Había sido como si le hubiera hecho ver la totalidad de cada cosa por vez primera».

 

Leo y releo estas palabras -y las que siguen, describiendo el futuro de Lucy y George-, vuelvo a disfrutar de la maravillosa versión llevada al cine por Ivory y no tengo más remedio que ceder mi humilde espacio al gigante Foster. Y si alguien no ha leído esta novela, le animo a hacerlo (si es posible en versión original). ¡Que la disfruten!

sábado, 16 de enero de 2016

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA... ¿O NO?


Repartimos las uvas, cada uno se acopla en un lugar del salón, más lleno que de costumbre, los niños gritan excitados. Quizás no acaben de entender qué celebramos, pero el caso es que son las doce de la noche y nadie les ha dicho que se vayan a dormir. Y además, los mayores les han dado gorritos, collares de colores y matasuegras. Risas, vuela alguna serpentina y alguien se apropia del mando y eleva el volumen de la televisión. Una mujer rubia y un hombre con una capa no paran de hablar muy sonrientes. De repente alguien grita: “¡Ya! ¡La primera campanada!” Otra voz: "¡Que no! Que son los cuartos!” Momento de revuelo, calma ¡ahora sí! Besos, abrazos, risas y comienza la música.
-          Niños, a la cama –dice alguien. Sí, claro, como que van a obedecer a la primera…
Y así, un año más, hemos cumplido el ritual. Y esperamos que el nuevo año sea mejor y nos traiga muchas cosas buenas. Aunque yo soy de las que suele pensar “Virgencita, que me quede como estoy”.
Al día siguiente, ya con más sosiego, toca plantearse los propósitos de año nuevo. El caso es que yo no suelo hacer examen de conciencia el primer día del año y no me suelo plantear los famosos propósitos. Pero después de Reyes, con el regreso al asfalto y a la rutina, esta vez sí me planteo, incluso con firmeza, ordenar ese pequeño armario que está al fondo de mi habitación, en un lugar un tanto difícil de acceder porque otro mueble no permite que se abra bien la puerta. De acuerdo, me agacho, muevo el mueble. Consigo abrir la puerta completamente y allí, sentada en el suelo, empiezo a sacar carpetas y cuadernos olvidados. Papeles y más papeles. Mis reflexiones, historias y relatos amontonados. Se han ido acumulando desde que empecé a escribir, cuando tenía unos diez años. Voy haciendo montones intentando seguir un criterio para establecer un cierto orden. Y en algunos me detengo y empiezo a leer y a recordar capítulos que había olvidado.
Descubro una agenda de hace veintitantos años, de mi época universitaria. Me voy sumergiendo en la lectura, las páginas van pasando y por ellas deambulan mis amigos, uno a uno. Cuándo los conocí, con quién salían entonces, las fiestas, las confidencias. Y es cuando con sorpresa me detengo y me doy cuenta de que muchos de ellos siguen siendo hoy mis amigos, esos amigos especiales con los que paso, también hoy, algunas de mis mejores vivencias. Que ya lo sabía, claro, pero no era plenamente consciente de ese vínculo hasta que he rememorado esos años maravillosos.
También aparecen algunas fotos que han permanecido años sepultadas entre páginas. Una me llama la atención. Me veo con casi treinta años menos –si llevaba flequillo, no me acordaba- mirando de reojo, sonriente, a mi acompañante, que esboza una amplia sonrisa y me mira a los ojos. ¡Me acuerdo de ese momento! Era una de las primeras veces que quedábamos. Un fotógrafo ambulante tomó la foto y nos dio dos copias, una para cada uno. Pues las cosas han cambiado poco, pienso. Precisamente, tengo una foto reciente con él, con ese mismo al que miraba de reojo. O quizás sí… Sí, definitivamente las cosas han cambiado. Ahora aparecemos los dos pero ya no estamos solos y ya no nos miramos. Ahora miramos a la cámara. También sonreímos, pero por otros motivos.
Pasan las horas, vuelvo a guardar todo dentro del armario tal y como estaba. Cierro la puerta del armario que guarda mis recuerdos, muevo el mueble otra vez y me incorporo. Decido salir a estirar las piernas. Pero nada de asfalto. Prefiero alejarme unos kilómetros de la ciudad. Aprovecho para escuchar el CD que me ha regalado mi hermano de mi cantante preferido, Battiatto, que, curiosamente, hace veintitantos también lo era. Es el último disco. Arranco el coche a la vez que suena la primera canción. Que no es nueva. Y así, una tras otra van sonando. Las conozco todas, o casi todas. Hay tres o cuatro inéditas. El resto son las de siempre, las que ya escuchaba cuando me hice aquella foto. No importa, me emocionan como siempre.  
Así que este día en el que yo había pretendido hacer limpieza de papeles, concluye con los mismos papeles en el mismo sitio y escuchando mis canciones preferidas de siempre. Interrumpo un momento a Battiatto para cantar aquello que decía Julio Iglesias: “La vida sigue igual”….

viernes, 8 de enero de 2016

KENYA 1930. DOS MUJERES

Continuaron caminando unos minutos en silencio, cada uno sumergido en sus pensamientos. Poco después llegaron al portal de la casa de Valentina.
 
-          Ya hemos llegado. Hasta mañana, Charlie- dijo en voz baja. Por algún motivo, parecía que lo adecuado era no elevar la voz, como para no disturbar los pensamientos que estaba segura invadían la mente de su acompañante.

-          Hasta mañana - respondió él inclinándose para rozar su mejilla.

-          Intenta dormir –añadió ella, casi con un nudo en la garganta. Quizás las cosas cambiaran a partir de ahora pero no a su favor, como siempre había creído. La sombra de Blanca parecía interponerse entre ellos más palpable que nunca.

-          Lo intentaré. No te preocupes –dijo esbozando una leve y triste sonrisa.
 
Esperó a que se cerrara la puerta para emprender el camino de regreso a su casa. Pero al llegar, unos minutos después, decidió seguir paseando a pesar del frío de la noche de la ciudad. Deambulando sin rumbo, se sentó en un banco. Bajo la luz de la farola, observaba el humo del cigarrillo que se elevaba, mezclándose con la lluvia que comenzaba suavemente. Se alzó el cuello del abrigo pero permaneció inmóvil. Sus pensamientos le mantenían anclado a aquel banco. Los recuerdos se agolpaban en su mente, mientras los rostros de dos mujeres se superponían. Una rubia y una morena. Arrojó la colilla al suelo y la aplastó con rabia. Y de improviso, regresó aquella imagen de ese día en que todo comenzó. Ahora lo percibía con nitidez: los trenes, las mercancías que se amontonaban en un rincón de la estación, los viajeros que descendían buscando entre la multitud algún rostro conocido, los olores de África…

KENYA, 1930

La estación de tren de Nairobi era en aquella calurosa mañana de septiembre un cuadro lleno de color. Una explosión de matices se mezclaba con las voces de los hombres que allí se congregaban. Algunos se dirigían apresurados hacia los vagones arrastrando maletas y baúles, otros cargaban pesados bultos en los vagones destinados a las mercancías. Había grupos de soldados con uniforme británico que intentaban poner un poco de orden, mientras otros abrazaban a sus mujeres despidiéndose. Algunos pasajeros seguían descendiendo del tren. Blanca salió del último vagón, se protegió los ojos de la luz cegadora con una mano, mientas que con la otra sujetaba una pequeña maleta. Un hombre de mediana edad, seguido por varios niños, se acercó y se detuvo frente a ella, ayudándola a descender. El grupo se dirigió a la salida de la estación donde dos mujeres esperaban con los brazos abiertos para saludar a la recién llegada.

A unos metros, cuatro militares observaban la escena.

-          Mirad - dijo uno de ellos señalando con la cabeza hacia el grupo-. Tenemos una nueva residente.

Charlie, un joven moreno que destacaba entre sus tres compañeros por su poco aspecto británico, miró hacia donde su compañero le indicaba y vio a una joven rubia, de cabello rizado y ojos inocentes.  

-          Es el cónsul español con su familia. ¿Quién será ella? 

Se giró de repente, como si hubiera notado que alguien la observaba. Sus miradas se cruzaron un instante y ella volvió a girar la cabeza para responder a uno de los niños que había tirado de su manga. El joven militar contuvo la respiración, como si le hubieran golpeado. Y la estampa se grabó en su retina para siempre: la joven desconocida vestida con un traje claro que asomaba bajo la sahariana, tan de moda entre los viajeros occidentales en África. Unos rizos se escapaban del salacot que le protegía del sol. La rodeaban el cónsul, su esposa, su hija y varios niños empujados por su curiosidad ante la recién llegada. Una curiosidad que él no podía satisfacer del mismo modo. De momento, sólo podía limitarse a permanecer donde estaba junto a sus compañeros.  

Rebuscó en los bolsillos y sacó su pitillera de plata. Encendió un cigarrillo sin apartar la vista del grupo. Quizás fue el chasquido de la cerilla –aunque a esa distancia era difícil que hubiera podido oírlo- pero ella alzó la cabeza y las miradas volvieron a encontrarse. Y esta vez el instante se prolongó. Él alzó levemente la gorra en señal de saludo y ella bajó rápidamente los ojos. El cuadro, la visión o lo que fuera, comenzó a caminar lentamente hacia la salida de la estación. Charlie la siguió con la mirada. Y cuando ya desaparecía, ella se volvió a girar, muy levemente, sólo unos segundos, pero… se había girado. Sonriente, tiró al suelo lo que quedaba del cigarrillo, lo aplastó con fuerza y, sin desviar la mirada, se dirigió a sus compañeros: 

-          Creo que deberíamos ir saliendo ya ¿no os parece?