Paseo por la playa solitaria. Me detengo para contemplar la
puesta de sol. Y me quedo allí clavada, observando cómo la raya del horizonte
se traga la bola casi roja en unos pocos segundos. Miro a mi alrededor y suelto
una carcajada. ¿Qué demonios hago allí? Me ha dado de repente, así, casi sin
pensarlo he metido cuatro cosas en una bolsa y he cogido el coche hasta que he
llegado al mar. He huido del asfalto, del gris que lo envuelve todo y del
ruido, pero mis fantasmas y mis pensamientos siguen conmigo. No he logrado
esquivarlos. Me recuerda a aquella película en la que, casi en la escena final,
cuando el protagonista recibe el premio Nobel como reconocimiento a su
genialidad matemática, allí siguen sus cuatro fantasmas. A pesar de todos sus
magníficos logros y su inteligencia privilegiada, no ha conseguido huir de
ellos. Pero sí ha conseguido ignorarlos y seguir adelante, brillantemente
además, porque sabe que sólo existen en su mente. Por muy reales que parezcan,
ha entendido que no lo son. Así que me imagino que mis fantasmas me acompañarán
siempre. Simplemente se trata de ignorarlos. Simplemente.
El día es fresco y sólo me cruzo con un par de jóvenes
paseando a un perro y con un grupo de corredores. Todavía quedan casi dos meses
para que llegue el verano y la playa se llene de gente. Empieza a oscurecer y mis
fantasmas y yo emprendemos el camino de regreso al coche. Tengo que buscar una
habitación para pasar la noche. No debería haber ningún problema en esta época
del año. Conozco el hotel del pueblo. He estado en un par de ocasiones.
Sencillo, limpio. El típico hotel de playa sin grandes pretensiones. Por un
momento me invade la intranquilidad. ¿Y si está cerrado? ¿Y si hay una boda y
no hay sitio? ¿Cómo se me ha ocurrido venir hasta aquí de repente? Si yo nunca
hago estas cosas… Me voy acercando y lo veo a lo lejos. Hay luz. ¡Está abierto!
Respiro. Y aparco casi en la puerta. Así que no hay ninguna boda.
Bajo del coche con mi bolsa al hombro y llego hasta la
recepción.
-
¿Tiene
reserva? –me pregunta con cierta brusquedad una mujer de edad indefinida.
-
No,
no tengo. Pero hay habitaciones libres ¿no?
Tuerce la boca, consulta el ordenador, toca varias teclas y
yo contengo la respiración.
-
Sí,
tenemos todavía alguna habitación libre.
¿Todavía? Miro alrededor y no veo ni un alma.
-
Menos
mal. Qué suerte he tenido –contesto con un tono un tanto impertinente. Que no
sé por qué me ha salido así, pero es que la tipa esta parece tonta. Que yo
entiendo que se tenga que hacer la interesante para hacerme creer que el hotel
está de bote en bote pero en fin…
Con la
llave en la mano me dirijo al ascensor, que se abre en ese momento para dejar
salir a un matrimonio joven con dos niños pequeños. Me saludan amables. Qué
poco cuesta ofrecer una sonrisa y cuánto se agradece. Llego a la habitación,
dejo la bolsa encima de la cama y vuelvo a salir. A cinco minutos a pie había
un acogedor restaurante italiano que me gustaba. Y efectivamente allí sigue.
Aquí nadie me pregunta con tono impertinente si tengo reserva. Mientras saboreo
un excelente vino rosado con una dosis justa de pequeñas burbujas, me recreo pensando
en que tengo el día siguiente entero para mí solita. Y así fue. Después de
dormir como un angelito casi nueve horas seguidas –un placer que casi había olvidado-
disfruté del mar, del vermut en una terraza, una siesta sobre la arena y una
misa marinera en la pequeña iglesia blanca del pueblo.
El domingo salí
del hotel cargada de energía y dispuesta a saborear de mis últimas horas junto al
Mediterráneo. Me descalcé al llegar junto a la orilla y emprendí la marcha a
buen paso. El sol brillaba, aunque de vez en cuando las nubes lo tapaban y se
iba el calor, recordando que estábamos en abril. Me crucé con el matrimonio y los niños del
ascensor, los cuatro felices de la mano, cantando y saltando. Y de pronto, como
una nube más, mis fantasmas hicieron acto de presencia. Me empezó a invadir la
nostalgia. Y entonces me acordé de él, y del otro él y otro más. Mis tres él me
hicieron preguntarme «¿Cómo hubiera sido tu vida si…?». La eterna cuestión. Allí tenía a mis
tres fantasmas dispuestos a amargarme la mañana. Sin darme cuenta, había ido
aumentando la velocidad hasta echar a correr. Empezó a faltarme el aliento y frené
en seco. De pronto, un perro me adelantó corriendo y también frenó, a pocos
metros de mí. Se giró y me miró, con la lengua fuera. Miré detrás, buscando al
dueño, pero no había nadie. El perro se acercó. No era muy grande, con manchas
blancas y negras y me miró con sus ojos muy abiertos, como queriéndome decir algo.
-
Ahora
que te veo bien, no llevas collar. Así que no tienes dueño. Pobrecito –le dije
en voz alta-. O no pobrecito. Porque hay cada dueño… Seguro que te lo pasas
fenomenal haciendo lo que quieres.
Seguí mi camino, ya recuperada de la carrera, y el perro se
colocó a mi lado. Me detuve.
-
Vete
–exclamé levantando el brazo-. ¡Vete!
Pero no, no se movía. Hasta que yo volví a caminar y entonces
él también, a mi lado, moviendo el rabo.
-
Vaya,
hombre –mascullé-. ¿Ahora me quieres adoptar? Pues te has equivocado. Yo me
vuelvo a Madrid en dos horas.
Continué mi paseo hasta el final de la playa y retrocedí
sobre mis pasos, camino del chiringuito donde pensaba comer algo antes de
emprender el viaje de regreso. Y el perro conmigo. En un par de ocasiones
intenté que se despegara de mí.
-
Lo
llevas claro, chaval. Deja de mirarme con esos ojos lastimeros que conmigo no
tienes nada que hacer. Pero ¿sabes una cosa? Tengo que agradecerte que me has
tenido entretenida y has hecho que mis fantasmas desaparezcan. Se han esfumado.
El perro respondió a mi sonrisa con un par de ladridos
amigables, moviendo aún más el rabo. Llegué, o sea llegamos, al chiringuito y
me senté en la mesa más próxima al mar. Había gente tomando el aperitivo, la
justa para sentirte acompañado, sin multitudes. Lobi –sí, ya tenía nombre,
parecía un lobito, pues Lobi- se sentó a mis pies. Suspiré y le miré con
resignación. Se acercó el camarero.
-
El
perro no puede estar aquí.
Lo que me faltaba.
-
No
es mi perro. Me está siguiendo. Y en cualquier caso, estamos en la calle, y
estoy en la mesa más apartada. No molesta a nadie ¿no?
-
De
acuerdo. Pero que no se mueva de ahí –respondió a la vez que encogía los
hombros-. ¿Qué va a ser?
Pensé que el pobre Lobi tendría hambre y ya que iba a dejarlo
allí, al menos podría dejarlo alimentado. «Pescado no comerán los perros ¿no?». Pedí un par de tapas para mí y un
filete para Lobi. Cuando llegó el plato con la carne, con disimulo le fui
dejando trozos a mis pies. Se lo comió todo.
-
No
tienes demasiado mal aspecto. Aunque no entiendo nada de perros, probablemente
no hará mucho que te habrán abandonado. Me imagino que por eso buscas compañía
¿no? –le dije inclinándome hacia él desde la silla. E incluso le acaricié la
cabeza. Y él me lamió la mano-. No te encariñes conmigo, Lobi, siempre salgo
huyendo.
Terminé de comer y me dirigí al coche. El perro seguía
trotando alegremente junto a mí. Abrí la puerta del coche, me senté y bajé la
ventanilla. Lobi empezó a ladrar lastimeramente.
-
Ya
está bien. Aquí es cuando tú y yo nos separamos- le dije a la vez que lo ponía en
marcha.
Arranqué. Podía ver por el retrovisor cómo
corría detrás. Y el semáforo se puso en rojo. Comenzó a arañar la puerta con
desesperación. Tardé cinco segundos en tomar la decisión. Me bajé, abrí el
maletero, cogí la toalla de la playa y la puse en el asiento de atrás. Abrí la
puerta. Me miró con sus ojos grandes y de un salto se colocó encima de la
toalla. «¿Qué demonios estoy
haciendo?». Pero ya estaba decidido. No podía
abandonarle. No a alguien que me miraba como si toda su vida dependiera de mí.
Volví a arrancar el coche y suspirando conecté el manos libres. Me di la vuelta
y nuestras miradas se cruzaron. Entonces apoyó la cabeza entre las patas y
cerró confiado los ojos. Llamé a mi amiga Marta para que me diera instrucciones
de qué hacer con mi nuevo acompañante.
Junio 2018