La llegada a Resistencia fue un
tanto desoladora. Después de trece horas de avión, más otras siete de escala en
el aeropuerto de Buenos Aires, más una hora y media adicional de vuelo, a
través de los cristales empañados del taxi desvencijado que nos conducía al
hotel, sólo veía calles inundadas -muchas sin asfaltar- y paredes llenas de
pintadas a favor de presos políticos.
El hotel de una ciudad así no es
el colmo de la limpieza. Con el ánimo cada vez más bajo, observé las manchas de
humedad de la habitación, con televisor plano de plasma, eso sí. Me asomé a la
ventana que daba a la plaza de Mayo, la principal de la ciudad. A través de una
cortina de agua sólo veía charcos gigantes y calles enlodadas. Mandé mi primer whataspp al grupo de primos: «He
llegado. Todo bien. Esto es horrible». Quizás no estaba siendo del todo justa,
quizás no me estaba poniendo en el lugar del otro como debe intentar hacer un
antropólogo. Quizás me pesaran las veinticuatro horas de viaje para llegar al
fin del mundo. Quizás no contribuyera a levantar mi ánimo el diluvio que caía
sobre Resistencia y había convertido la tarde en casi noche cerrada.
Inmediatamente empezaron a entrar los comentarios solidarios de mis hermanos y
primas. Porque wifi sí había, claro.
Yo sabía que venía al fin del
mundo, pero lo cierto es que el ritmo frenético de las últimas semanas no me
había permitido preparar bien el viaje. Bastante había sido encontrar el tiempo
para preparar la ponencia que iba a presentar en el congreso. Así que desconocía
que llegaba a una ciudad sin aceras, de calles embarradas y charcos enormes que
cortaban calles enteras al tráfico. Y encima llovía y hacía un frío húmedo de ese
que se te mete en los huesos. Aunque en esta zona no suele llover, casualmente habíamos
llegado con la ola de frío.
Salimos del hotel buscando un
lugar en el que comer, pasadas las cuatro de la tarde. Después de caminar un
rato en zigzag buscando donde apoyar los pies sin peligro, lo encontramos,
justo a la vuelta del hotel. Angelo.
Un gran descubrimiento que se convirtió en nuestro lugar de referencia. Una
modesta casa de comidas, mal iluminada, con manteles verdes, que servía una
carne a la brasa estupenda. Después de un bife de lomo y un par de vasos de
vino, volvía a ser persona.
Al día siguiente comenzaba el
congreso sobre misiones jesuíticas en América. Aunque la sede había conocido
tiempos mejores y la calefacción no funcionaba, allí se habían dado cita
algunos de los mejores estudiosos del tema, esos que nombras en la bibliografía
de la tesis y no se te ocurre que alguna vez puedas conocer personalmente. Mientras
bebía un delicioso café dulce, muy caliente, observaba a los congresistas, la
mayoría argentinos y brasileños, pero también cuatro o cinco españoles más, un
polaco, varios mexicanos, uruguayos, salvadoreños… Y me hacía gracia descubrir
los estereotipos: un gurú, uno con pose de intelectual, otro pijo-progre, otro
progre del todo… En ese momento se abrió la puerta principal y entró el tipo
Indiana Jones. Sin sombrero, pero con inconfundible aspecto de Indiana Jones.
Javier, el profesor con el que yo viajaba, se acercó y se saludaron
efusivamente. Me lo presentó y charlamos unos minutos. La jornada, productiva e
interesante, acabó con cena en Angelo.
Al día siguiente, a primera hora,
me tocaba hablar a mí. Para colmo, la sala estaba llena. Dejé los nervios a un
lado y me zambullí en mis historias de misioneros e indios en la Arizona del
siglo XVII. Quedé satisfecha. La moderadora se dirigió al público por si había
preguntas. Desde el fondo de la sala, vibró la voz potente de Indiana. Hizo un
par de observaciones interesantes, luego intervino otro congresista y, cuando
parecía que ya el debate había llegado a su fin, Indiana me miró fijamente y empezó a «atacar».
Es verdad que yo había sido un tanto provocadora, porque así me lo había pedido
la coordinadora de mi simposio, pero no esperaba que mis palabras inspiraran
ataque. Yo contrarrepliqué tranquila, Indiana volvió a la carga y así pasamos
unos minutos, como si de un partido de tenis se tratase. Incuso un caballero
andante mexicano salió en mi auxilio y, aunque se lo agradecí con una sonrisa
cómplice, no era necesario. Pasados los primeros momentos de sorpresa, estaba disfrutando
de la situación. Hasta que la moderadora interrumpió el debate para dar paso al
siguiente ponente. Desde el estrado, dirigí una sonrisa un tanto impertinente a
Indiana, con levantamiento de cejas incluido, como haciéndome la interesante. Diría
que el resultado fue dos a uno, con victoria para la antropóloga seminovata.
Luego supe que el arqueólogo
intrépido arrastraba una historia trágica. Su prometida había muerto en un
accidente hacía unos meses, en algún rincón oscuro de América. Quizá de ahí su
pose de Indiana, quizá por eso su pose un tanto dura y arrogante. El congreso
siguió y llegó a su fin, con visita incluida
a la vecina Corrientes, una bonita ciudad colonial a orillas del gigante e
impresionante río Paraná. Y tengo que decir que valió la pena. Aprendí mucho,
conocí gente muy interesante, la organización fue perfecta y la mayoría de las
ponencias de nivel. El último día salió el sol y la temperatura subió cinco o
seis grados.
Y debo decir que me despedí con
pena de Resistencia, así que espero que los amigos que dejé allá no se hayan
ofendido por mis primeras impresiones. Con Indiana no volví a hablar. Tan sólo
nos mirábamos y sonreíamos. Soy especialista en mirar y sonreír, siempre se me
ha dado muy bien, sobre todo si la mirada es de esas de hago como que no te
miro pero sabemos que nos miramos. Pues por tierras americanas se quedó Indiana
y yo volví a casa. Y ya se sabe… ¡como
en casa, en ningún sitio! Aunque tenga un nombre tan bonito como Resistencia.
Julio 2016
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