Las calles brillaban iluminadas por centenares de velas. Se
alzó el cuello de la capa en un ademán inconsciente, tratando quizás de
protegerse del frío, tratando quizás de pasar desapercibida entre la multitud. Quizás
ambas cosas. Por un momento un escalofrío recorrió su cuerpo pensando que lo
había perdido. Fueron sólo unos segundos de angustia. Enseguida volvió a verlo;
su altura destacaba por encima de todas aquellas cabezas. Con dificultad logró
avanzar por la avenida y giró a la derecha, siguiendo sus pasos. Él se había
detenido frente a un altar de muertos que, por algún motivo, le habría llamado
la atención. Se apretó contra un portal, dejando paso a un grupo de mujeres que
bajaban la calle cantando, ataviadas con faldas rojas y azules que rozaban el
suelo, moviéndose suavemente al ritmo de la música. Seguía allí detenido,
observando absorto las calaveras de colores. Y fue entonces cuando, como
despertando de un sueño, comenzó a absorber todo lo que le rodeaba.
El bullicio
se hacía ensordecedor. La multitud crecía. Riadas de personas bajaban por la
calle. Mirara donde mirara sólo veía calaveras. Calaveras y más calaveras. Un
grupo de jóvenes se detuvo junto a ella. Reían y charlaban todos a la vez. Le
alargaron una botella, pero ella negó con la cabeza. Contempló con admiración
sus caras pintadas de blanco, los ojos negros y los labios rojos como la sangre.
Las cabezas de ellas estaban coronadas de multitud de flores de todos los
colores. La noche de muertos de México. Se lo habían contado pero había que
vivirlo.
Salió de su
ensimismamiento cuando se dio cuenta de que él volvía a moverse. Dejando la
protección del portal, se apresuró a proseguir su particular peregrinaje. Su
última noche en México. Suspiró. Él caminaba ahora más lentamente, con la
cabeza gacha y las manos en los bolsillos. No se giró ni una sola vez. Unos
minutos después se detuvo frente a la entrada del cementerio. A pesar de que ya
era de noche, ese día cerraba más tarde de lo habitual para que las familias
tuvieran la oportunidad de visitar a sus muertos.
Apresuró el
paso para no perderle en aquel laberinto de cruces y losas blancas. En varias
ocasiones le asaltó la tentación de detenerse y sacar fotos a algunas de
aquellas tumbas cubiertas de comida y de los objetos más insospechados, que
recordaban los gustos de los que allí reposaban. Algunas eran pequeñas obras de
arte. Pero era su última noche. Tenía que despedirse de él antes de que
desapareciera para siempre de su vida. De sus vidas. Por fin se detuvo. La
tranquilidad de aquella parte del cementerio contrastaba con el bullicio que la
había acompañado hasta ahora. Se escondió tras un viejo panteón. El chasquido
de una cerilla la sobresaltó. Vio cómo depositaba una vela junto a la lápida.
Y, por última vez, contempló su rostro, iluminado por la llama. Lo siguió
observando, como queriendo grabar a fuego cada detalle que tan bien conocía. Se
apretó el vientre y se mordió los labios. De pronto, él se giró, como si
hubiera notado su presencia. Tuvo tiempo de echarse hacia atrás y pegarse
contra el muro, como queriendo que la tierra se la tragara. Cerró los ojos y
sus labios musitaron una plegaria silenciosa: «Por favor que no me vea. Por favor, por favor…». Pasaron unos minutos, quizás fueron sólo segundos. Entonces
oyó que sus pasos se alejaban lentamente. Cuando se atrevió a asomarse, todavía
alcanzó a ver su silueta. Durante un tiempo permaneció con los brazos cruzados,
abrazando su cintura. Ahogó un sollozo. «Adiós, amor. Sé que tiene que ser así». Inclinó la
cabeza y, recuperándose, sonrió. Se llevó la mano a los labios y la depositó con
suavidad sobre su vientre.
Noviembre 2017
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