sábado, 2 de diciembre de 2017

UNA BÓVEDA AZUL ESTRELLADA


-          Ve despacio que el desvío ya debe de estar cerca.

-    ¿Cómo de cerca?

-   Exactamente no lo sé –respondió ella sin apartar la vista del mapa arrugado-. Pero cerca. Hemos pasado la indicación a la carretera comarcal hace un par de kilómetros, así que enseguida.

-          Enseguida, ya.

-          No te pongas irónico que no te queda nada bien. Ve despacio.

-          Tengo un coche detrás –dijo él mirando por el retrovisor.

-          Pues que se aguante… A ver… -levantó el dedo índice de la mano derecha, mientras con la izquierda se aceraba el mapa a los ojos-. ¡Ahí! ¡Era ahí! ¡Te lo has pasado!

-          ¿Qué me lo he pasado? –dijo girando la cabeza hacia atrás.

-          Sí, te he dicho que fueras despacio. Es que vas como un loco.

-          Hombre, como un loco…. ¡Voy a setenta! –exclamó levantando un tanto el tono de voz.

-          ¡Para! No sigas.

-          ¿Cómo que pare? Que llevo un coche detrás.

El vehículo les adelantó a toda velocidad, haciendo sonar el claxon.

-          Será capullo. ¿Es que no sabes leer un mapa? –preguntó nervioso.

-          Oye, guapo. Sé leer un mapa perfectamente, pero éste es una porquería y es muy esquemático. E igual que tú, no conozco esta carretera. Mira, pon el intermitente, ahí puedes parar.

Obedeció entre resoplidos y aminoró la marcha hasta detenerse. Ella abrió la puerta y comenzó a descender.

-          ¿Se puede saber qué haces?

Sin contestarle, bajó del coche y dio la vuelta hasta colocarse junto a la puerta del conductor.

-          Sal.

-          ¿Cómo que sal? –preguntó extrañado bajando la ventanilla.

-          Ahora conduzco yo y tú te encargas de dirigir la operación –dijo extendiéndole el mapa arrugado-. ¿No eres tan listo? Pues venga, sal por favor.

-          Así no llegaremos nunca.

-          Ahórrate el discurso machista que estamos en el siglo XXI.

Refunfuñando salió con el mapa en la mano y le sostuvo la puerta, mientras se miraban con una sonrisa forzada.

-          ¿Y esto? ¿Te parece machista que aguante la puerta?

-          No, cariño. Me parece educación, porque a veces tienes mal humor pero eres una persona muy educada –sonrió ella acomodándose frente al volante y poniéndose el cinturón-. Y ahora, sube por favor o no llegaremos nunca.

Cerró la puerta con cuidado y suspiró. Sólo a él se le ocurría secundarla en sus ideas extravagantes. Ahora se le había ocurrido hacer un estudio que implicaba encontrar unas iglesias románicas ocultas en lugares perdidos y alejados de la civilización. Había que encontrar tres y esta era sólo la primera. Puso el coche en marcha, metió la primera y, mirando con cuidado que no viniera nadie –que quién iba a venir por esa carretera remota, aparte del capullo que les había adelantado hacía unos minutos- se incorporó y se dispuso a retroceder hasta el desvío que habían dejado atrás. Como hacía siempre que conducía con especial atención, se inclinó ligeramente hacia delante y entornó los ojos. Esos ojos verdes, medio ocultos por el flequillo, que no se cansaba de mirar. A pesar de todo. A pesar de que fuera una historiadora embrujada por las historias que reconstruía. Sintiéndose observada, giró un segundo la cabeza hacia él. Y se rió.

-          ¿Qué haces mirándome? El mapa es lo que tienes que mirar. ¡Es ahí! –puso el intermitente y giró a la izquierda para tomar un camino de tierra.

-          ¿Estás segura?

-          No lo sé. Mira el mapa e ilumíname con tu sabiduría. Ahora en serio, no conozco este sitio pero yo diría que sí. ¿A ti qué te parece?

Miró por primera vez el mapa con detenimiento. Efectivamente, era un tanto esquemático.

-          Podría ser, sí –admitió él.

-          Y si no, pues damos la vuelta y en paz. Tenemos todo el día por delante. Y además el paisaje es precioso ¿verdad?

El camino no estaba en buen estado, así que decidieron detenerse en una parte donde se ensanchaba ligeramente y continuar a pie. El sol lucía radiante en aquella mañana de otoño. Aun así, se pusieron los abrigos porque apenas eran las diez de la mañana. Habían pasado la noche en un pueblecito a una hora de aquella carretera perdida, para poder aprovechar bien el día. Había que localizar tres iglesias alejadas de todo. Ella sacó una pequeña mochila del maletero.

-          ¿Quieres que te la lleve?

-          No te preocupes, no pesa nada.

-          ¿Qué llevas ahí?

-          Nada. –Se giró hacia él con una sonrisa que iluminaba su cara-. Es un día precioso ¿verdad? ¿Has visto qué luz? Y los colores del otoño. Impresionante.

Comenzaron a andar a buen ritmo. El camino avanzaba entre curvas con una leve pendiente hasta adentrarse en una zona más boscosa. Al cabo de media hora, ella se detuvo y miró hacia atrás.

-          Nos lo hemos pasado.

-          ¿Tú crees? –preguntó mirando alrededor-. No hemos visto ningún otro camino.

-          En el pueblo nos dijeron que desde que empezaba el camino de tierra sólo había que caminar unos quince o veinte minutos y ya llevamos media hora a buen paso.

-          Ya sabes que eso del tiempo es relativo –empezó él, pero ella le interrumpió.

-          No, lo presiento. Media vuelta.

-          A la orden, jefa. Es tu iglesia.

-          Sabes que te agradezco mucho que vengas conmigo. Lo sabes ¿verdad? –dijo clavándole aquellos ojos verdes.

-          Pues claro que vengo contigo. No pretenderás que te deje sola por estos andurriales.

Ella le besó suavemente en los labios y tiró de él. Diez minutos más tarde, ralentizó el paso y empezó como a husmear, acercándose al borde del camino a tocar los árboles y las piedras. Volvió a extender el mapa. Adelantó unos pasos, retrocedió otra vez, se detuvo observándolo todo hasta que lanzó un grito de euforia.

-          ¿Qué pasa? –preguntó sobresaltado.

-          ¡Es por aquí! –dijo señalando victoriosa unos matorrales-. Ayúdame, por favor.  

Él la miró incrédulo, mientras ella empezaba a apartar la maleza. Junto a aquel árbol inmenso sólo veía matorrales. Pero sabía que tenía un sexto sentido y que la tarde anterior había mantenido una larga conversación con el viejo párroco, mientras él se había quedado tomando un café en el bar del pueblo.  

-          Don Fernando dijo que era un árbol más grande que los demás. Que hacía mucho que no se recuperaba el camino pero que con un poco de atención y de fe lo encontraría. ¡Mira! Aquí está la montañita de piedras que han dejado los caminantes que nos han precedido.

Contempló su figura esbelta, el cabello despeinado que enmarcaba su rostro iluminado por la emoción del descubrimiento y el brazo que señalaba con respeto aquel montón de piedras. Se agachó y añadió dos piedras. A través de los matorrales se adivinaba un sendero. Pocos minutos más tarde se encontraban frente a una pequeña iglesia de piedra que se mantenía en pie, desafiando el paso del tiempo. Ella se giró y le abrazó entusiasmada a la vez que le susurraba: «¡Hombre de poca fe!». Se desprendió de la mochila, abrió la cremallera y sacó un termo. Lo destapó y sirvió el café, todavía humeante, en dos vasos de plástico. Le extendió uno.

-          Vaya, qué lujo. ¿Cómo se te ha ocurrido? –dijo llevándose el vaso a los labios.

-          ¿Un trozo de bizcocho? –preguntó sonriendo.

-          ¿Bizcocho también? Un café caliente, bizcocho casero, una preciosa iglesia románica y una mujer guapa ¿Qué más puedo pedir?

Contemplando en silencio la iglesia, acabaron el frugal desayuno que les pareció un festín. Volvieron a guardar el termo y los vasos en la mochila. Se acercaron a la puerta, enmarcado por un sencillo pórtico de piedra tallada. La empujaron pero no cedió. Estaba cerrada por un candado. Entonces ella comenzó a rebuscar en una cremallera lateral de la mochila y sacó una llave que agitó ante sus ojos.

-          ¿Y esa llave?

-          Me la dejó ayer don Fernando. Debería encajar… Sí, a ver, cuesta un poco pero… ¡sí! –exclamó con emoción a la vez que el candado emitía un chasquido.

Con cuidado empujó la puerta. Ante sus ojos la pequeña iglesia desveló su contenido. Una sola nave cubierta por una bóveda que conservaba restos de pintura azul oscura sobre la que se extendían cientos de estrellas. Recorrieron la nave observando atónitos aquellas pinturas. Ella se dejó caer sobre el suelo para observar mejor aquel cielo estrellado y se echó a reír a la vez que exclamaba: «¡Lo sabía! ¡Lo sabía!».

Entonces él lo supo. La observó allí echada sobre el suelo frío de aquella iglesia olvidada, los ojos verdes fijos en la bóveda estrellada, con las mejillas arreboladas por la emoción, irradiando felicidad. Fue como si un rayo le hubiera sacudido. Fue entonces cuando vio con total claridad que su destino estaba escrito junto al de ella y que la acompañaría siempre a descubrir todas las piedras que ella buscara.



Noviembre 2017

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