Hacía ya un rato que las balas
habían dejado de silbar sobre la trinchera. Allí metido, intentaba matar el
rato mirando las nubes. Matar el rato… Quizás no fuera la expresión más
afortunada… Pasar el rato, mejor. Se movían a toda velocidad, dejando formas
curiosas. Aquella parecía una cabeza de león y esa otra era un árbol que de
repente se convertía en un delfín. O en algo parecido. Afortunadamente, hacía
días que no llovía y al menos la humedad no molestaba. Asomó un momento la
cabeza por encima del muro de tierra, lentamente, con cuidado, no le fueran a
volar la cabeza. No se veía a nadie y nada se movía allá a lo lejos. Volvió a sentarse
en el fondo de la trinchera y se recostó contra la pared para seguir observando
el espectáculo que le ofrecía el cielo azul, el viento y las nubes. La cabeza
de león se alejaba.
-
Mi teniente, ¿un cigarrillo? –le ofreció aquel
soldado joven de Soria. Se habían conocido unos días antes pero ya eran como
hermanos. Casi.
-
Venga ese cigarrillo, amigo.
Expulsó el humo, inclinando la
cabeza hacia arriba. El humo, mecido por el viento, también formaba figuras
caprichosas. Y tan caprichosas. Ahora le recordaban a Marta. Su cabello rizado,
su boca… La silueta de su rostro se dibujaba contra el azul del cielo. Tenía
que escribir a Marta. Escribirle y decirle que no le esperara. Unos meses
atrás, cuando se despidieron en el puerto, se abrazaron fuertemente y él se lo
pidió. Ella se echó hacia tras y le miró muy seria, con esa mirada tan profunda
que no había visto antes en ninguna otra mujer.
-
Pues claro que te esperaré. No tienes que decírmelo.
¿Qué clase de persona te crees que soy? –Sus ojos verdes se oscurecieron por
unos instantes-. Soy tu novia ¿no? Si no, no estaría aquí.
Entonces él había sonreído y la
había atraído hacia sí. Y la había vuelto a abrazar fuertemente, casi más de lo
que permitía el decoro. Pero qué carajo. Era la guerra. Y en la guerra, las
reglas y las normas eran otras.
Ese recuerdo de Marta, de pie,
agitando el brazo, mientras él se iba alejando y ella se hacía cada vez más
pequeña hasta desaparecer, lo llevaba grabado a fuego. Algunos compañeros se
habían hecho tatuajes en los brazos y los enseñaban con orgullo a sus
compañeros. Él llevaba el recuerdo de Marta tatuado en su mente. ¿O era en su
corazón? Pero ya habían pasado muchos meses y el momento del regreso se hacía
cada vez más lejano. Su última carta le había llegado hacía cinco semanas.
Marta le escribía palaras de amor y consuelo. La llevaba allí doblada, en el
bolsillo de la camisa, pegada a su pecho.
-
¿Tú has dejado a alguna moza en Soria? –le soltó
así de repente al soldado.
-
Sí, teniente. Nos íbamos a casar, pero con todo
esto…-dijo extendiendo las manos a modo de explicación-. Preferí retrasar la
boda hasta mi regreso. No me parecía justo ¿sabe?
-
¿El qué? –preguntó
arqueando una ceja.
-
Pues dejarla viuda. Es una posibilidad ¿no? No
es agradable pero hay que ser realistas. Ella quería casarse, dijo que le daba
igual pero no, teniente. Mire que yo hago siempre lo que ella me pide, pero
esta vez no. No podía atarla de esa manera –se detuvo unos segundos para dar
una calada al cigarrillo-. Me rogó y me suplicó. Y me costó ¿eh? No crea. Porque
yo por María lo que sea, al fin del mundo. Pero me mantuve en mis trece.
-
¿Crees que te esperará?
Tardó sólo unos segundos en responder.
-
Yo creo que sí pero, mire teniente, si no lo
hace porque resulta que mientras conoce a alguien que le puede ofrecer
seguridad y que la quiera… Me dolería mucho, muchísimo… Hasta me entrarían ganas
de pegarle cuatro tiros al tipo –se echó a reír-. María me conoce, siempre me
dice eso de perro ladrador, poco mordedor… El amor no es egoísta... ¿No dijo
eso algún santo?
-
San Pablo –contesté sorprendido, apartando la
mirada de las nubes.
-
Ese mismo. Yo quiero lo mejor para ella, y lo
mejor no es estar esperando a alguien que quién sabe si regresará de esta maldita
guerra.
Callamos los dos, cada uno inmerso
en sus recuerdos. Allí, recostados en esa trinchera, seguimos contemplando las
danzas de las nubes.
-
El amor no es egoísta –repitió al rato, casi en
un susurro.
Aquellas palabras me llegaron
como una descarga eléctrica. Como si las escuchara por primera vez.
-
Eres muy sabio, soldado. ¿A qué te dedicas en
Soria?
-
Trabajo en una imprenta –me contestó sonriente-.
Me gusta mi trabajo.
-
Mi novia me dijo que me esperaría. Y
conociéndola sé que lo hará y dejará pasar oportunidades que le podrían hacer
feliz. No sé si más feliz, pero feliz al fin y al cabo.
Recordó el día que conoció a
Marta, en la verbena de San Juan, junto al Mediterráneo, en el pueblo en el que
ambos pasaban el verano. La vio surgir entre las llamas –o eso le pareció a él-
y no paró hasta encontrar a alguien que se la presentara. Fue un flechazo en
toda regla. Para los dos. Ya no se separaron el resto del verano.
-
Tengo que escribirle una carta para liberarla de
su promesa. ¿Tú qué crees?
-
¿Qué puedo decirle? – mi compañero detuvo el
palo con el que estaba garabateando sobre la tierra-. Yo hace unas semanas
escribí a María diciéndole eso mismo. Así que no sé si soy la persona más
indicada para aconsejarle. Quiero decir, que a lo mejor no soy objetivo porque
me he encontrado en la misma situación.
-
El amor no es egoísta… -repetí para mí,
llevándome la mano al pecho-. Le voy a escribir. Yo también la voy a liberar de
su promesa.
-
Muy bien, teniente. Y si Dios quiere, no nos
harán caso. Pero es nuestra obligación.
Al día siguiente se volvió a
nublar. Miró hacia el cielo. Abril comenzaba amenazando lluvia. Llevaba la carta
escrita doblada en el bolsillo, junto a la que ella le había escrito. A la primera
oportunidad se la haría llegar. Volvió a asomarse con cuidado por encima de la
trinchera. Todo seguía sorprendentemente tranquilo. De pronto oyó unos gritos.
El soldado de Soria se acercaba corriendo desde el fondo de la trinchera
agitando los brazos y lanzando aullidos. ¿Se había vuelto completamente loco?
Echó la mano a su arma, dispuesto a defender a su amigo, a defenderse, o a lo
que hiciera falta. Entonces le entendió.
-
¡La guerra ha terminado! ¡La guerra ha terminado!
Se dio de bruces contra él y los
dos acabaron rodando por el suelo.
-
¡Soldado, cálmate! –exclamó cogiéndole de las
solapas de la chaqueta e inmovilizándole boca arriba-. ¿Se puede saber qué pasa?
-
¡Volvemos a casa, teniente! –gritó intentando abrazarle.
-
¿Estás seguro? –preguntó desconfiado.
El soldado se levantó de un
salto.
-
Acaban de dar el parte, mi teniente. ¡Venga
conmigo! ¡Vamos a la radio! Están allí todos –dijo tirando de él para que se
incorporara.
Efectivamente, el resto de la
compañía, como un solo hombre, se abrazaba en torno a la radio. Se vieron absorbidos
por aquel abrazo, en el que todos lloraban y reían a la vez. Un rato después, logró
desasirse y tiró del soldado para apartarse unos metros y hacerse escuchar en medio
de aquel barullo.
-
Me llamo Fernando –dijo ofreciéndole la mano
derecha.
-
Yo soy Julián –sonrió el soldado.
-
Es todo un placer, Julián- dijo estrechándole
con fuerza la mano-. Te espero en Barcelona. Allí tienes tu casa.
-
¿Conoces Soria? –Fernando negó con la cabeza-.
Te espero en Soria. A ti y a Marta.
Fernando se llevó la mano al
pecho y sacó las cartas del bolsillo. Volvió a guardar la de Marta y, arrugando
la que había escrito la noche anterior, la lanzó con fuerza por encima de la trinchera.
Julio 2018
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