viernes, 26 de abril de 2019

EL CASTILLO DE LOS ROS (II)


Y como si fuera lo más natural del mundo, un tipo al que has conocido hace un rato, o sea, al que no conoces de nada, se sienta en el borde de tu cama y te dice: «Venga, date prisa que tenemos que aprovechar las horas de sol».

Me quedé mirándolo unos instantes antes de desaparecer por el pasillo hacia el baño que compartía con mis padres. Me mojé la cara y me miré en el espejo mientras me cepillaba el pelo. Mi cansancio se había esfumado como por arte de magia. Me brillaban los ojos y mi palidez habitual casi había desaparecido. El sol del paseo al castillo esa mañana se había quedado conmigo.

-          Vamos, David. Ya estoy –grité desde la puerta del baño.

Me asomé a la habitación de mis padres para anunciarles mi programa de la tarde y antes de que pudieran decir nada me escabullí por las escaleras. Junto a la entrada del hostal había aparcado un clásico jeep verde.

-          Adelante –exclamó abriendo la puerta del copiloto.

-          Vaya, muchas gracias –agradecí sorprendida.

-          Debe de ser el ambiente. Me estaré convirtiendo en un caballero medieval –dijo soltando una carcajada.

Arrancó el viejo jeep y nos lanzamos a la carretera. Detrás de cada curva, el maravilloso paisaje me iba sorprendiendo. David me iba señalando una montaña, un riachuelo, un sendero. Prácticamente no nos cruzamos con ningún coche. Y en aquel momento, por aquella carretera solitaria llena de curvas, sentí una gran felicidad. Hacía mucho tiempo que no me sentía así. Casi no hablábamos, en un silencio que era compañía. Quince minutos más tarde, puso el intermitente y cogió un desvío casi imperceptible. Y allí, frente  nosotros, se alzaba en su humilde majestuosidad una pequeña iglesia románica, al borde del camino. Detuvo el jeep y me miró expectante, como si me estuviera enseñando algo suyo muy querido.

-          ¿Qué te parece? –preguntó expectante, con un movimiento de cabeza hacia la iglesia.

Tardé unos segundos en contestar, intentando asimilar la belleza que se erguía ante nosotros.

-          Es como retroceder en el tiempo.

Junto a la pequeña iglesia, se mantenían en pie algunos muros de viejas edificaciones que habían resistido el paso de los años.

-          Los franceses pasaron por aquí. ¿Te lo puedes creer? –dijo descendiendo del coche-. Llegaron hasta este lugar recóndito, pero no consiguieron arrasar la iglesia. Resistió. Vamos.

Agitó una pesada llave entre sus dedos y se dirigió hacia la puerta.

-          ¿Tienes la llave? –pregunté sorprendida.

-          Se la he pedido al mosén.

La introdujo con cuidado en la cerradura hasta que encajó y el viejo cerrojo se movió. Empujó la puerta con suavidad y se oyó un chirrido.

-          Tengo que decirle al mosén que hay que poner aceite en esta puerta. Recuérdamelo.

Encendió una linterna y le seguí hacia el interior de la iglesia. El tiempo se había portado bien. Los gruesos muros de piedra conservaban su  prestancia. Al fondo un altar de piedra y tras él, un sencillo retablo que todavía conservaba algo de policromía. El motivo central era una estatua de la virgen con un niño casi inexpresivo sobre su regazo, que levantaba su brazo como bendiciendo a los que le observábamos. Me quedé allí de pie, sin moverme, asimilando la belleza sencilla del lugar.

-          Mira, en la bóveda todavía quedan restos de pintura. Un cielo estrellado.

Iluminó con la linterna hacia el techo y, sobrecogida, me quedé con la boca abierta y la cabeza inclinada hacia arriba, contemplando las pequeñas estrellas blancas y plateadas.

-          ¿No dices nada?

Bajé la cabeza y le miré.

-          Gracias, David. Gracias por este regalo. Creo que es el regalo más bonito que me han hecho nunca. Y se lo debo a un desconocido.

Se acercó y me cogió de la mano. Y así, cogidos de la mano, nos quedamos unos instantes en silencio, mirando hacia arriba.

-          Hasta hace seis horas era un desconocido. Ya no –susurró.

Ahora el silencio se hizo un poco incómodo. ¿Se supone que yo debía decir algo? Contuve la respiración y conseguí hablar.

-          ¿Crees que representa alguna constelación?

-          No lo había pensado. ¿Por qué no? Podría ser. Tendremos que buscar a algún astrónomo. ¿O también sabes sobre estrellas?

Negué con la cabeza sonriendo. Me soltó la mano.

-          Vámonos, que no quiero que nos cierren el supermercado. Tengo la despensa vacía. Y mañana quiero invitaros a comer a ti y a tus padres.

El momento de incomodidad había pasado. Di un último vistazo a aquel lugar mágico.

-          ¿Podremos volver otro día con más tiempo?

Asintió con la cabeza, mientras se dirigía a la puerta. La cerró, volvió a chirriar y echó el cerrojo. Volvimos al coche y ya sin más paradas, unos minutos después llegamos a  Sant Martí, el pueblo que hacía las veces de pequeña capital de la comarca. Tenía casi mil habitantes y las casas de piedra cubiertas de pizarra y teja se extendían rodeadas por las montañas. Las calles estaban animadas, llenas de habitantes y veraneantes que ocupaban las terrazas.

-          ¿Qué les gusta a tus padres? ¿Qué te parece que compre? –preguntó empujando el carrito en el supermercado.

-          No sé, les gusta todo. Lo que tú quieras. ¿Eres buen cocinero?

-          Me defiendo. ¿Una carne buena a la brasa? –dijo cogiendo un paquete envuelto en plástico.

-          Perfecto. Buena idea.

-          Y podríamos hacer unas verduras de acompañamiento, también a la brasa. Y de postre  helado. Mira, este de turrón es local y lo hacen buenísimo.

-          Pues no se hable más –dije metiendo el helado en una bolsa frigorífica.

-          Voy a buscar leche, me falta pan y unas cuantas latas para emergencias.

Cargamos en el maletero las bolsas y me iba a subir al coche cuando propuso que nos tomáramos una cerveza en una de las terrazas. Le seguí hasta una calle lateral, un poco alejada del bullicio de la calle Mayor. Y allí nos sentamos en una terraza encantadora, rodeados de edificios centenarios de piedra. Mientras David entraba a pedir las cervezas, me apoyé contra el respaldo de la silla, estiré las piernas y miré a mi alrededor. La gente sonreía, charlaba, compartía con la familia y amigos esa tarde espléndida de verano. Empecé a reírme sola, imaginándome si hubiera aceptado la invitación de Pilar y ahora me encontrara en un chiringuito pringoso de la playa con el pesado de su marido y sus amigos.

-          ¿De qué te ríes? –preguntó mientras dejaba dos botellines y un paquete de patatas sobre la mesa.

-          No lo quieras saber… Estoy contenta de estar aquí. No me puedo imaginar mejor plan.

-          ¿Debo sentirme halagado? –preguntó levantando una ceja. Me había dado cuenta de que ese era un gesto característico suyo.

-          Sí –respondí sin dudarlo-. Mi querido desconocido, puedes sentirte halagado.

-          Pues esto vamos a tener que solucionarlo, mi querida María.

-          ¿El qué?

-          Pues que seamos desconocidos. Así que mientras nos tomamos estas cervezas, vamos a ponernos al día. Yo te cuento la historia de mi vida y tú me cuentas la tuya. Y dentro de una hora, ya no seremos desconocidos.

Y así fue. Una hora y un par de cervezas después, tenía la sensación de conocerlo bien. David ya no era un desconocido. Incluso… Era una sensación extraña, era como… Él supo leer mis pensamientos.

-          Es como si te hubiera estado esperando.

Cuando regresábamos hacia el coche, volvió a cogerme de la mano. Y yo, paseando por las calles de Sant Martí y contemplando las montañas que siglos atrás habían contemplado mis antepasados, entendí menos que nunca que las hubieran abandonado para no regresar. Pero entendí también que, precisamente por eso, yo había regresado.



            Abril 2019

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