viernes, 8 de enero de 2016

KENYA 1930. DOS MUJERES

Continuaron caminando unos minutos en silencio, cada uno sumergido en sus pensamientos. Poco después llegaron al portal de la casa de Valentina.
 
-          Ya hemos llegado. Hasta mañana, Charlie- dijo en voz baja. Por algún motivo, parecía que lo adecuado era no elevar la voz, como para no disturbar los pensamientos que estaba segura invadían la mente de su acompañante.

-          Hasta mañana - respondió él inclinándose para rozar su mejilla.

-          Intenta dormir –añadió ella, casi con un nudo en la garganta. Quizás las cosas cambiaran a partir de ahora pero no a su favor, como siempre había creído. La sombra de Blanca parecía interponerse entre ellos más palpable que nunca.

-          Lo intentaré. No te preocupes –dijo esbozando una leve y triste sonrisa.
 
Esperó a que se cerrara la puerta para emprender el camino de regreso a su casa. Pero al llegar, unos minutos después, decidió seguir paseando a pesar del frío de la noche de la ciudad. Deambulando sin rumbo, se sentó en un banco. Bajo la luz de la farola, observaba el humo del cigarrillo que se elevaba, mezclándose con la lluvia que comenzaba suavemente. Se alzó el cuello del abrigo pero permaneció inmóvil. Sus pensamientos le mantenían anclado a aquel banco. Los recuerdos se agolpaban en su mente, mientras los rostros de dos mujeres se superponían. Una rubia y una morena. Arrojó la colilla al suelo y la aplastó con rabia. Y de improviso, regresó aquella imagen de ese día en que todo comenzó. Ahora lo percibía con nitidez: los trenes, las mercancías que se amontonaban en un rincón de la estación, los viajeros que descendían buscando entre la multitud algún rostro conocido, los olores de África…

KENYA, 1930

La estación de tren de Nairobi era en aquella calurosa mañana de septiembre un cuadro lleno de color. Una explosión de matices se mezclaba con las voces de los hombres que allí se congregaban. Algunos se dirigían apresurados hacia los vagones arrastrando maletas y baúles, otros cargaban pesados bultos en los vagones destinados a las mercancías. Había grupos de soldados con uniforme británico que intentaban poner un poco de orden, mientras otros abrazaban a sus mujeres despidiéndose. Algunos pasajeros seguían descendiendo del tren. Blanca salió del último vagón, se protegió los ojos de la luz cegadora con una mano, mientas que con la otra sujetaba una pequeña maleta. Un hombre de mediana edad, seguido por varios niños, se acercó y se detuvo frente a ella, ayudándola a descender. El grupo se dirigió a la salida de la estación donde dos mujeres esperaban con los brazos abiertos para saludar a la recién llegada.

A unos metros, cuatro militares observaban la escena.

-          Mirad - dijo uno de ellos señalando con la cabeza hacia el grupo-. Tenemos una nueva residente.

Charlie, un joven moreno que destacaba entre sus tres compañeros por su poco aspecto británico, miró hacia donde su compañero le indicaba y vio a una joven rubia, de cabello rizado y ojos inocentes.  

-          Es el cónsul español con su familia. ¿Quién será ella? 

Se giró de repente, como si hubiera notado que alguien la observaba. Sus miradas se cruzaron un instante y ella volvió a girar la cabeza para responder a uno de los niños que había tirado de su manga. El joven militar contuvo la respiración, como si le hubieran golpeado. Y la estampa se grabó en su retina para siempre: la joven desconocida vestida con un traje claro que asomaba bajo la sahariana, tan de moda entre los viajeros occidentales en África. Unos rizos se escapaban del salacot que le protegía del sol. La rodeaban el cónsul, su esposa, su hija y varios niños empujados por su curiosidad ante la recién llegada. Una curiosidad que él no podía satisfacer del mismo modo. De momento, sólo podía limitarse a permanecer donde estaba junto a sus compañeros.  

Rebuscó en los bolsillos y sacó su pitillera de plata. Encendió un cigarrillo sin apartar la vista del grupo. Quizás fue el chasquido de la cerilla –aunque a esa distancia era difícil que hubiera podido oírlo- pero ella alzó la cabeza y las miradas volvieron a encontrarse. Y esta vez el instante se prolongó. Él alzó levemente la gorra en señal de saludo y ella bajó rápidamente los ojos. El cuadro, la visión o lo que fuera, comenzó a caminar lentamente hacia la salida de la estación. Charlie la siguió con la mirada. Y cuando ya desaparecía, ella se volvió a girar, muy levemente, sólo unos segundos, pero… se había girado. Sonriente, tiró al suelo lo que quedaba del cigarrillo, lo aplastó con fuerza y, sin desviar la mirada, se dirigió a sus compañeros: 

-          Creo que deberíamos ir saliendo ya ¿no os parece?

 

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