Continuaron caminando unos minutos en
silencio, cada uno sumergido en sus pensamientos. Poco después llegaron al
portal de la casa de Valentina.
-
Ya hemos llegado. Hasta mañana, Charlie- dijo en voz baja. Por algún
motivo, parecía que lo adecuado era no elevar la voz, como para no disturbar
los pensamientos que estaba segura invadían la mente de su acompañante.
-
Hasta mañana - respondió él inclinándose para rozar su mejilla.
-
Intenta dormir –añadió ella, casi con un nudo en la garganta. Quizás
las cosas cambiaran a partir de ahora pero no a su favor, como siempre había
creído. La sombra de Blanca parecía interponerse entre ellos más palpable que
nunca.
-
Lo intentaré. No te preocupes –dijo esbozando una leve y triste
sonrisa.
Esperó a que se cerrara la puerta para
emprender el camino de regreso a su casa. Pero al llegar, unos minutos después,
decidió seguir paseando a pesar del frío de la noche de la ciudad. Deambulando
sin rumbo, se sentó en un banco. Bajo la luz de la farola, observaba el
humo del cigarrillo que se elevaba, mezclándose con la lluvia que comenzaba
suavemente. Se alzó el cuello del abrigo pero permaneció inmóvil. Sus pensamientos
le mantenían anclado a aquel banco. Los recuerdos se agolpaban en su mente, mientras los rostros de dos
mujeres se superponían. Una rubia y una morena. Arrojó la colilla al suelo y la
aplastó con rabia. Y de improviso, regresó aquella imagen de ese día en que todo
comenzó. Ahora lo percibía con nitidez: los trenes, las mercancías que se
amontonaban en un rincón de la estación, los viajeros que descendían buscando
entre la multitud algún rostro conocido, los olores de África…
KENYA, 1930
La estación de tren de Nairobi era en aquella
calurosa mañana de septiembre un cuadro lleno de color. Una explosión de matices
se mezclaba con las voces de los hombres que allí se congregaban. Algunos se
dirigían apresurados hacia los vagones arrastrando maletas y baúles, otros cargaban
pesados bultos en los vagones destinados a las mercancías. Había grupos de
soldados con uniforme británico que intentaban poner un poco de orden, mientras
otros abrazaban a sus mujeres despidiéndose. Algunos pasajeros seguían
descendiendo del tren. Blanca salió del último vagón, se protegió los ojos de
la luz cegadora con una mano, mientas que con la otra sujetaba una pequeña
maleta. Un hombre de mediana edad, seguido por varios niños, se acercó y se
detuvo frente a ella, ayudándola a descender. El grupo se dirigió a la salida
de la estación donde dos mujeres esperaban con los brazos abiertos para saludar
a la recién llegada.
A unos metros, cuatro militares observaban la
escena.
-
Mirad - dijo uno de ellos señalando con la cabeza hacia el grupo-. Tenemos
una nueva residente.
Charlie, un joven moreno que destacaba entre
sus tres compañeros por su poco aspecto británico, miró hacia donde su
compañero le indicaba y vio a una joven rubia, de cabello rizado y ojos
inocentes.
-
Es el cónsul español con su familia. ¿Quién será ella?
Se giró de repente, como si hubiera notado
que alguien la observaba. Sus miradas se cruzaron un instante y ella volvió a
girar la cabeza para responder a uno de los niños que había tirado de su manga.
El joven militar contuvo la respiración, como si le hubieran golpeado. Y la
estampa se grabó en su retina para siempre: la joven desconocida vestida con un
traje claro que asomaba bajo la sahariana, tan de moda entre los viajeros
occidentales en África. Unos rizos se escapaban del salacot que le protegía del
sol. La rodeaban el cónsul, su esposa, su hija y varios niños empujados por su
curiosidad ante la recién llegada. Una curiosidad que él no podía satisfacer
del mismo modo. De momento, sólo podía limitarse a permanecer donde estaba
junto a sus compañeros.
Rebuscó en los bolsillos y sacó su pitillera
de plata. Encendió un cigarrillo sin apartar la vista del grupo. Quizás fue el
chasquido de la cerilla –aunque a esa distancia era difícil que hubiera podido
oírlo- pero ella alzó la cabeza y las miradas volvieron a encontrarse. Y esta
vez el instante se prolongó. Él alzó levemente la gorra en señal de saludo y
ella bajó rápidamente los ojos. El cuadro, la visión o lo que fuera, comenzó a
caminar lentamente hacia la salida de la estación. Charlie la siguió con la
mirada. Y cuando ya desaparecía, ella se volvió a girar, muy levemente, sólo
unos segundos, pero… se había girado. Sonriente, tiró al suelo lo que quedaba
del cigarrillo, lo aplastó con fuerza y, sin desviar la mirada, se dirigió a
sus compañeros:
-
Creo que deberíamos ir saliendo ya ¿no os parece?
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