sábado, 9 de septiembre de 2017

CUANDO NO TE CONOCÍA (II)


Cerró la puerta con cuidado, silenciosamente. Como si de manera inconsciente no quisiera interrumpir la tranquilidad de la noche.

-          La cerradura debe de estar oxidada. Hará tiempo que mi tía no venía al estudio –dijo tras varios intentos con la llave, que finalmente acabó cediendo.

Él seguía allí, de espaldas, con las manos en los bolsillos, tan silencioso como la noche.

-          Hay luna llena.

Carmen miró al cielo, hacia donde Manuel había indicado con un leve movimiento de cabeza.

-          Qué bonita –exclamó. Los dos permanecieron unos segundos observándola-. Es justo lo que pega después de los cuadros que hemos estado viendo.

-          Sí, la verdad que sí –afirmó sonriendo-. Bueno, vamos yendo que mi abuela se va a pensar que nos hemos perdido. Y además hace frío.

Los dos cruzaron el jardín y entraron en la casa. Carmen cerró la ventana de la cocina que daba a la calle, cogió el abrigo que colgaba del perchero de la entrada y salieron a la calle. Hacía horas que se había puesto el sol y apenas había nadie en las calles empedradas del pueblo. Los dos caminaban en silencio pensando en los cuadros que la tía Olga conservaba en su viejo estudio apoyados contra la pared. Carmen los había ido girando uno a uno para descubrir que todos ellos representaban a un hombre y una mujer jóvenes, siempre los mismos.

-          Entonces ¿no sabes quiénes pueden ser? –volvió a preguntar Manuel.

-          No, ya te he dicho que no. Ni idea –dijo moviendo la cabeza-. Aunque me encantaría averiguarlo. Me he quedado intrigada. ¿Por qué les pintaría mi tía varias veces? Y puede que haya más cuadros todavía. Mañana con luz volveré al estudio a mirar qué más encuentro por ahí.

-          Estaba pensando… quizás mi abuela lo sepa. Piensa que eran muy amigas.

-          Ah, claro. Tienes toda la razón. Ahora mismo le preguntamos –exclamó a la vez que aceleraba el paso.

En pocos minutos se detuvieron frente a una bonita casa de piedra. Manuel empujó el portón.

-          Abuela, ya estamos aquí.

Carmen sonrió al oír la voz de Dolores que les saludaba desde la cocina. De allí provenía un aroma maravilloso, una mezcla de madera, legumbres, pollo y especias.

-          ¡Estoy aquí! Ya está la cena lista.

Entraron a la cocina y allí, junto a una mesa primorosamente preparada, Dolores terminaba de colocar unas servilletas de hilo.

-          Hija, dame un beso. ¡Qué cara más fría! Anda, acércate a la chimenea que no quiero que cojas una pulmonía.

-          No se preocupe que venía bien abrigada, pero sí gracias –dijo extendiendo las manos a la lumbre. A pesar de que había lucido el sol durante el día, era febrero y en aquel pueblo de Huesca, a los pies del Pirineo, las noches podían ser muy frías.

-          Espero que no te importe que comamos en la cocina. Es la habitación más caliente de la casa. Bueno, en el salón también se está bien. La calefacción lleva funcionando todo el día, pero Manuel y yo solemos cenar aquí siempre. Claro que, al tenerte de invitada, quizás debería haber preparado la mesa del comedor…

Carmen interrumpió a Dolores, que empezaba a agitarse, para tranquilizarla.

-          Ya sabe que me encanta su cocina. Aquí hemos compartido muchas tardes con mi tía. Y el rincón de la mesa... ¡si parece un salón de lo bonito que lo tiene! Además, agradezco que me trate con confianza. Al fin y al cabo, hace ya muchos años que nos conocemos.

Dolores era una mujer elegante, que siempre había tenido mucho gusto. Su cocina –como toda la casa- era digna de aparecer en cualquier publicación de moda. Era acogedora y cálida. No faltaba un detalle. Utensilios antiguos, recuerdos de otros tiempos, lucían sobre estantes de madera junto a los electrodomésticos más modernos. Carmen repasó con la mirada esos objetos ya familiares: la lata de galletas, la plancha de hierro y los preciosos jarrones de cristal con flores frescas. La mesa estaba en un extremo, junto a la ventana, cubierta por un mantel blanco nuclear. La vajilla blanca de loza con detalles azules era igual que la que tenía ella. La tía Olga y su amiga Dolores habían reformado la cocina al mismo tiempo. Juntas habían supervisado todos los detalles y ambas se decidieron por la misma vajilla que, sin lugar a dudas, era la más bonita de la tienda.

-           Manuel, hijo, saca una botella de vino. Vamos a brindar por Olga y también por nosotros.

Obediente, el joven, escogió una del botellero de madera que su abuelo había hecho a mano hacía unos años. Con cuidado de no derramar una gota, sirvió las copas de cristal que Dolores había colocado en la mesa. Hacía sólo una semana de la muerte de la tía Olga y los tres brindaron en silencio y se llevaron las copas a los labios. Por unos instantes, pareció que su tía estaba allí con ellos. Carmen se la imaginó en la cabecera de la mesa, alzando su copa sonriente.

-          ¿Has encontrado la casa a tu gusto? ¿Hay algo que necesites?

-          Está todo perfecto, Dolores. Tal y como mi tía lo dejó. Siempre me ha encantado esa casa.

-          Y ahora es tuya… ¿Has pensado qué vas a hacer? ¿La vas a vender? –preguntó con cierta ansiedad.

-          ¿Venderla? No… no –movió la cabeza-. Si me la dejó a mí es porque sabía que la conservaría.

-          Madrid no está tan cerca de Huesca –dijo a la vez que le acercaba la panera. Aquellos panecillos recién hechos en el horno de Tadeo, el pandero, eran su debilidad.

-          No voy a venir todos los fines de semana, claro. Pero vendré. Me da mucha paz saber que tengo un lugar al que venir cuando tenga que huir de la vorágine.

Manuel acercó la sopera y su abuela comenzó a servir la sopa humeante.

-          ¿Se lo preguntamos? –susurró Manuel mirando a Carmen con complicidad.

-          Preguntarme qué. –A pesar de su edad, seguía teniendo un oído muy fino.

-          Buenísima, Dolores. Con el frío de la calle nada podía apetecerme más que su famosa sopa –rió Carmen. Se llevó otra cucharada a la boca antes de proseguir-. Bueno, verá… He estado en el estudio de mi tía. Justo cuando ha llegado Manuel a buscarme acababa de encontrar unos cuadros que pintó hace unos años. Todos ellos representan a un hombre y una mujer. Jóvenes.

-          Siempre los mismos –añadió Manuel-. Una chica con el pelo claro y un chico moreno. Y transmiten… ¿cómo diría?

-          Que se quieren –sentenció Carmen mientras desmigaba un tanto nerviosa un trozo de pan.

-          Sí, eso precisamente. Eso es lo que quería decir –asintió él guiñando un ojo.

Dolores dejó la cuchara junto al plato.

-          Sí, ya sé de qué cuadros me hablas. ¿Y no sabes quiénes son?

Manuel y Carmen se miraron y exclamaron a la vez: «¿Tú sí? ¿Usted sí?». La anciana la observó unos instantes antes de responder.

-          Te pareces a ella.

-          ¿Verdad que sí, abuela? Se lo he dicho yo a Carmen, que se parecía a la mujer del cuadro.

Dolores miró con cariño a los dos jóvenes que esperaban expectantes su respuesta. Durante unos largos segundos se hizo el silencio, sólo interrumpido por el chisporroteo alegre de la chimenea. Respiró hondo, como rindiéndose ante lo inevitable.

Septiembre 2017
La próxima semana, CUANDO NO TE CONOCÍA (III)

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