-
Si
tú me dices ven, lo dejo todo.
-
Menos
lobos, caperucita.
-
Estoy
intentando ser romántico.
-
Ya
–es mi respuesta escueta, mientras por primera vez alzo levemente los ojos del
periódico.
Ahora es él quien baja la mirada. Le observo un par de
segundos más y vuelvo a concentrarme en la lectura de las desgracias diarias.
Se revuelve en el sillón, se aclara la garganta.
-
Sigues
enfadada ¿verdad?
Ahora doblo con cuidado el periódico y focalizo mi atención
en él.
-
¿Tú
qué crees? Vamos, que tampoco hace falta ser un lince, digo yo.
-
No
me gusta cuando te pones sarcástica.
-
Pues
es lo que hay.
-
A
ver, cariño, que te he pedido perdón mil veces.
-
¿Mil?
–exclamo con los ojos a punto de salirse de las órbitas.
-
Bueno…
Diez por lo menos sí.
-
Pues
es que a lo mejor tienes que llegar a mil para que te perdone –disparo en plan
desagradable.
Resopla. Se lleva una mano a la cabeza y se retira el cabello
que le cae sobre los ojos. Esos ojos oscuros como la noche que han perdido el
brillo. Y, aun así, siguen ejerciendo sobre mí el mismo efecto que cuando lo
conocí hace unos años. Mi estómago se contrae ante su mirada penetrante. Yo
disimulo, claro. Voy de dura.
Nos seguimos mirando. Entorno los ojos y aprieto los
labios. Entonces, sin dejar de mirarme, comienza a cantar en un susurro.
-
Si
tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis
momentos más ocultos, también te los daré. Mis secretos que son pocos…
-
¿Pocos
secretos? –salto interrumpiéndolo.- ¿Pocos secretos? Creo que ahí es donde está
el problema. Que tú sigues haciendo tu vida como si fueras soltero.
-
No
es verdad. ¿Por qué dices eso? –me pregunta con aspecto de estar extrañado.
Me deja sin palabras. Parece extrañado de verdad. Si partimos
de premisas diferentes, es imposible alcanzar un acuerdo. Pero eso no se lo
digo. ¿Me habré vuelto paranoica?
-
Ya,
y ahora es cuando me vas a decir que me he vuelto paranoica ¿no?
-
No,
no se me ha pasado por la cabeza.
Nuevo silencio. Ahora la que se revuelve incómoda soy yo, así que opto por levantarme para alejarme de su mirada escrutiñadora. Para hacer algo, dejo el periódico sobre la mesa y comienzo a ordenar el montón de papeles que hemos ido acumulando a lo largo de la mesa. Él retoma la canción donde la dejó.
-
Mis
secretos que son pocos, serán tuyos también -se interrumpe-. ¿Qué es lo que
quieres saber?
Yo sigo haciendo ver que ordeno papeles y no respondo. Noto
que su mirada penetrante se clava en mi espalda. Levanto la mirada y busco el
punto más alejado del salón. Me dirijo con decisión a la librería y apoyo las manos
sobre un estante, como si fuera una tabla de salvación. Y vuelve a cantar,
ahora ya con más potencia. Siempre ha tenido una voz bonita y en las fiestas
familiares a menudo se anima a regalarnos una de sus divertidas imitaciones.
Está tarareando la música. La noto cada vez más cercana. Se
ha debido de poner en pie. Nerviosa, voy pasando el dedo índice por los lomos
de los libros.
-
¿No
sabrás dónde está el de Bécquer? No sé, me apetece releer una leyenda.
De repente sus labios rozan mi cuello. «Si tú me dices ven, todo cambiará». Coge con suavidad mi cintura por detrás y apoya la cabeza
sobre mi hombro. «Si tú me dices ven, habrá felicidad». Cierro los ojos y me dejo mecer por la melodía. «Si tú me dices ven».
-
¿Sabes?
–digo en un susurro-. Creo que no me vas a tener que pedir perdón otras 990
veces.
-
….llorar
contigo será mi salvación…
-
Pero
no te vuelvas a olvidar de comprar el café… por favor.
Me giro y mis brazos envuelven su cuello. Él sigue cantando
mientras damos vueltas y más vueltas por el salón al compás de Los Panchos.
Septiembre 2018
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