domingo, 30 de septiembre de 2018

LA CREMA EN LA ESPALDA



Hoy tengo el día tonto. Tumbada en la arena, contemplo el mar. La tarde va cayendo hasta quedar cubierta por una preciosa puesta de sol de un verano que se resiste a marchar. Y poco a poco tu sonrisa y el brillo de tus ojos se han mezclado con las luces rojizas del atardecer. Echo de menos tus caricias. Echo de menos tu compañía. De pronto he recordado cuando me giraba y te encontraba a mi lado. Siempre estabas ahí y me mirabas y sonreías. Y yo te devolvía feliz mi sonrisa.

Pero entonces me he acordado de aquella amiga a la que su marido en castigo a su tremenda osadía de pasar un fin de semana conmigo, se llevó a los niños un domingo de excursión y no regresaron a casa hasta la medianoche, a pesar de que eran pequeños y a partir de las ocho de la tarde ansiaban su casa y su cama porque al día siguiente había cole.

O aquella otra amiga que su novio le montó un numerito de esos inolvidables en mitad de la calle, levantándole la voz y poniéndose agresivo. Humillándola ante todo el que pasaba por allí.

O aquel otro que no paraba de llamarla a todas horas para controlar lo que hacía en cualquier momento del día. Y no puedo evitar recordar al marido de esa amiga que todos los días llega a casa a las nueve de la noche, si no más tarde, cuando los niños ya están bañaditos y acostados y no dan guerra. Te apañas tú solita con los cinco.

Y la que no para de llorar desde que se ha enterado de que su encantador de serpientes, ese que le prometía la luna, se le había olvidado contarle el pequeño detalle de la existencia de una esposa y dos hijos.

Y contemplando la belleza de los últimos rayos de sol, intento ser positiva y me esfuerzo en identificar alguna pareja que envidie… Pienso… Entorno los ojos… Me concentro, de verdad que lo hago…. No puede ser… alguien tiene que haber.

¡Pero qué carajo les pasa a los hombres de hoy en día! Por más que me esfuerzo, a mi mente sólo llegan imágenes de parejas del pasado. Recuerdo a mi tía Marita, que enviudó demasiado pronto y sólo cuenta cosas bonitas de su marido. A mi vecina del tercero, que todavía le da la mano con cariño a su marido cuando salen a pasear cada tarde. Me vienen imágenes de esos hombres ideales de las películas de los años cincuenta. Bueno, eso era cine, así que no vale… o quizás sí, porque mostraban unos valores y unos modelos que, supongo, reflejarían en cierto modo la sociedad de entonces.

Y pienso en lo bien que estoy. Nadie me controla, nadie me presiona, nadie me humilla, nadie me trata sin respeto. Nadie me hace sufrir. Suspiro mientras me voy incorporando con pereza de la arena y, sin apartar los ojos del horizonte, donde se van mezclando el mar y los rayos del sol, empiezo a recoger todos los objetos que han quedado desperdigados alrededor de la toalla. Unas gafas, un libro, una botella, un bote de crema… Pienso en mis pobres amigas y en lo bien que estoy yo, aunque no haya nadie que me ponga crema en la espalda. Empiezo a notar una molestia, un picor molesto justo entre los omoplatos. Me he vuelto a quemar. ¡Otra vez! Siempre ahí. Miro alrededor. Nadie que me ponga el «aftersun». Sacudo con fuerza la toalla. Pues nada, a aguantar la quemadura. Mañana se pasa. Y encantada de la vida, con mi quemadura en la espalda, echo a caminar por la orilla. He avisado al principio, que tenía el día tonto. Demasiado sol quizás. Pues eso.

Septiembre 2018


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