sábado, 3 de marzo de 2018

EL DÍA QUE CONOCÍ A JAMES DEAN



-          ¿Sabes qué te digo? –me preguntó de repente.

Después de ponernos al día durante una hora, Marta y yo llevábamos un par de minutos calladas, viendo caer la lluvia incesante. Habíamos elegido una mesa junto a la cristalera en aquella cafetería de diseño del centro. Veíamos pasar paraguas de colores, que ponían un poco de alegría en aquella tarde gris. Se estaba bien allí, sentadas las dos, con una mantita sobre las piernas, cortesía del local.


-          Ya sé que el príncipe azul no existe ¿de acuerdo? Lo sé. Así que no te pienses que me he vuelto loca –dijo mientras daba vueltas con la cucharilla a una segunda taza de té humeante.

Aparté la mirada de la cristalera y apoyé el codo en la mesa, para sujetarme la cabeza. La miré a los ojos, levantando un poco las cejas. Así que después de hablar del trabajo, de salud y del último libro que había leído, ahora tocaba lo interesante.

-          ¿Te acuerdas de cuando estuve en Estados Unidos hace un par de años? Tuve que ir por trabajo unos días

Asentí con la cabeza. Aproveché la pausa para llamar a la camarera y pedir otra taza de té.

-          Pues me sucedió una cosa muy curiosa que no te he contado. Bueno, la verdad es que no se la he contado a nadie porque es un poco raro y se van a pensar que estoy desequilibrada.

-          Marta, me estás asustando.

-          Y no es para menos. Yo también me asusté un poco, no te creas.

-          ¿Y? –exclamé gesticulando con las dos manos-. ¿Quieres empezar la historia?

Se inclinó hacia adelante, miró un momento hacia la calle y por fin siguió hablando.

-          Serían las ocho de la tarde. Ya sabes que allí cenan antes. Bueno, en todas partes se cena antes que en España –dijo con una sonrisa-. Bajé al restaurante del hotel y pedí una hamburguesa. Había poca gente. Era domingo y era el típico hotel funcional, para gente que está de paso por trabajo. Pero muy moderno y agradable. Si alguna vez vuelvo a Washington me quedaría allí otra vez. Bueno, el caso es que me traen la hamburguesa y allí estoy yo observando esa cosa inmensa que no sabes por dónde empezar ni cómo comerla de lo gorda que es.

En ese momento, la camarera depositó con cuidado sobre la mesa una jarra de porcelana blanca y un platito con dos rodajas finas de limón. Levanté la tapa y acerqué la cara al humo que se escapaba.

-          Se supone que no debes hacer eso. Así el té no quedará en su punto.

-          No seas maniática. Venga, sigue.

-          Pues estaba yo allí maquinando la estrategia para atacar, cuando levanté la vista porque me sentía observada. ¿Sabes esa sensación de que alguien te está mirando?

Asentí a la vez que cogía una de las rodajas de limón y me la llevaba a la boca.

-           Bea, el limón es para que lo tomes con el té. Mezclado, no así.

-          ¿Quieres dejar de decirme cómo debo tomar el té? Que no estamos en Windsor –dije riéndome.

-          Bueno, pues efectivamente había un tipo en la mesa de al lado que me miraba divertido, como si hubiera adivinado lo que pasaba por mi cabeza. Por un momento me quedé cortada, pero la verdad es que la situación era graciosa. Mi cara debía de ser un poema. Así que los dos nos empezamos a reír.

-          ¿Ligaste en Washington y no me lo habías contado? –pregunté sorprendida. A Marta le falta el tiempo para contarme todas sus batallitas románticas.

-          Verás, empezó a hablar conmigo, que de dónde era y tal y cuál. Y el caso es que su cara me sonaba. Entonces le trajeron a él también una hamburguesa, todavía más grande que la mía. Y me dio las instrucciones de cómo comerla.

-          Y todo esto ¿cada uno en una mesa diferente?

-          Sí, pero estaba muy cerca y como apenas había nadie, no había ruido y podíamos mantener una conversación perfectamente. Así que empezamos a comer, entre risas.  Buenísima la hamburguesa, por cierto. Y entre trozo y trozo pues hablábamos un poco. Y yo lo miraba y sabía que lo había visto en alguna parte pero no conseguía ubicarlo. Además, había poca luz.

-          ¿Era guapo? ¿Era joven? –pregunté con curiosidad.

-          Sí, sí, muy guapo. Como un príncipe de cuento… Cuando te diga quién era, te vas a morir -dijo alargando la mano a mi tetera-. No te importa ¿no?

-          No, claro que no. Venga, sigue. ¿Quién era?

Bajó la mirada y se concentró en servirse el té.

-          Es que no me vas a creer… -volvió a callarse y me miró fijamente. Yo aguardaba expectante-. Pues de repente caí. ¡Que tenía delante a James Dean!

-          Martita, ¿qué me estás contando?

-          Sabía que no me ibas a creer, por eso no te lo había contado. Pero sí, era él. Y me quedé parada, mirándolo, con la boca abierta. Y supongo que se dio cuenta de que lo había reconocido porque se debió de sentir incómodo, o no sé, y se levantó y muy educadamente se despidió de mí.

Abrí la boca pero mi amiga había cogido carrerilla y no me dejó hablar.

-          Yo seguía con la boca abierta y con un trozo de hamburguesa pinchada en el tenedor en mi mano paralizada. Entonces al llegar a la puerta, se giró, me guiñó un ojo, sonrió con una sonrisa para dejarte tonta y se fue.

-          Marta… -empecé pero me interrumpió.

-          No me mires así, Bea. Ya sabes que se rumoreó que realmente no había muerto. Y había gente que decía que lo había visto. ¡Era él! Inconfundible.

-          A ver, ahora tendría ochenta y tantos. ¿No te das cuenta de que no puede ser?

-          Ya, eso es lo raro. Que tendría unos cuarenta años. Pero era él.

Aparté la taza y puse las manos sobre la mesa. La miré moviendo la cabeza. Marta me sostuvo la mirada unos segundos hasta que no aguantó más y explotó una carcajada.

-          ¿Te lo has creído? –consiguió decir entre lágrimas.

-          Marta, estás fatal –sentencié llevándome las manos a la cabeza, incapaz yo también de aguantar una carcajada-. ¿A qué ha venido esto?

Entre risas, cada vez más calmada, consiguió explicarme que era un ejercicio para su clase de teatro. Casi le tiro la tetera a la cabeza.

-          Pero ¿cómo se te ha ocurrido?

-          Es que hace unos días leí que iban a subastar la cazadora roja que llevaba en Rebelde sin causa. Y una cosa ha llevado a la otra y me he inspirado -respondió satisfecha.

Seguíamos riéndonos cuando de pronto entró una ráfaga de viento frío. Instintivamente miramos hacia la puerta abierta de la cafetería. Y allí, nos sorprendió la visión fugaz de un ligero tupé y una espalda cubierta de una cazadora roja, tipo bomber, que se alejaba. Por unos segundos nos quedamos paralizadas. Marta  fue la primera en reaccionar.

-          ¡Ve pagando y yo le sigo! Cuando salgas llámame –exclamó a la vez que se ponía apresuradamente la gabardina y salía corriendo.

Me levanté de un salto, agarré mi abrigo, el paraguas, la bufanda, el bolso y me fui a la barra a pedir la cuenta. Los minutos se me hacían eternos. Rebusqué nerviosa en el bolso hasta que encontré la cartera. Por fin pagué y me dirigí a toda prisa hacia la salida. Me di de bruces con Marta. Estaba empapada y con el pelo chorreando pegado a la cara.

-          ¡Lo he perdido! –exclamó angustiada.

-          ¿Cómo que lo has perdido? ¡Que llevaba una cazadora roja! Eso se ve a distancia.

-          ¿Tú has visto la que está cayendo? ¡No se ve nada!

Efectivamente, ahora caía una tromba de agua. Parecía que se hubiera abierto el cielo. Miré con recelo a mi alrededor.

-          ¿Qué? Esto es parte del ejercicio ¿no? Un compañero de clase haciendo el numerito –pregunté ya un poco molesta.

Marta sacudió enérgicamente la cabeza, llevándose las manos a la cara para retirar las gotas que le caían sobre los ojos.  

-          ¡Te prometo que no! De verdad que estoy tan sorprendida como tú. Por favor, créeme.

Mi amiga es buena actriz, pero su angustia parecía real. Aun así, nunca supe qué creer. Ella siempre ha negado que el tipo de la cazadora roja fuera parte del experimento. Y la verdad es que, aunque no le pude ver más que unos segundos, se parecía a James Dean. En fin, estas cosas sólo me pasan con Marta. Y no voy a contar a nadie esta historia porque se van a pensar que la desequilibrada soy yo.



Marzo 2018

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