Desde que tengo uso de razón, me recuerdo con un libro en la
mano. Y si no en la mano, muy cerca. Estar rodeada de libros, saber que tengo
tres o cuatro esperándome, me llena de entusiasmo y emoción. Y algunos de mis
momentos más felices los asocio a la lectura. Todavía recuerdo cuando descubrí
a D’Artagnan, o a Ivanhoe, o al Conde de Montecristo durante mi adolescencia. Esos
momentos felices eran los que compartía con mis héroes. Recuerdo como si fuera
hoy la espera impaciente a que llegara el fin de semana para comprar en el quiosco
una nueva entrega de El guerrero del
antifaz. Y cuando se acabó la colección pasé a suspirar por el Corsario de
Hierro y a luchar contra los malos al lado del Capitán Trueno.
Un momento que marcó mi vida fue cuando descubrí por
casualidad unos cuantos volúmenes amarillentos que habían pertenecido a mi
abuelo. Hacía poco que había muerto y mi madre nos llevó a la vieja casa
familiar, que ya llevaba cerrada un par de años. Tenía que recoger algunas
cosas que todavía seguían allí. Era una preciosa casa modernista, con altos
techos pintados, vidrieras de colores y una sala recubierta de mosaicos que de pequeños
siempre nos había asustado un poco a los niños de la familia.
Mientras mi madre entraba en su antigua habitación, mis
hermanos y yo empezamos a indagar por los recovecos y los largos pasillos de la
casa por donde habíamos hecho carreras en triciclo y patín. En el piso de abajo
no vivía nadie, así que las carreras estaban permitidas. En el recibidor, frente
a la sala de los mosaicos, había un mueble oscuro de caoba. Una pequeña
librería con puertas de cristal que mis abuelos habían regalado a mi madre por
su mayoría de edad para que guardara todos los libros que se amontonaban en su
habitación. Si, lo sé, los genes… Me acerqué despacio. Me atraía como un imán.
A través de los cristales veía libros, montones de libros polvorientos. En la parte
de abajo, unas puertas de madera ocultaban su contenido. Las abrí. Más libros. De
fondo, escuchaba los gritos y risas de mis hermanos que jugaban al escondite en
la enorme casa. Me senté en el suelo y empecé a sacar con cuidado los libros.
Los fui amontonando por temas y dejando de lado los que no me interesaban.
Hasta que me topé con ellos. Una portada colorida que mostraba a un joven con
antifaz y cubierto por un gran sombrero mexicano. «El Coyote», leí en voz alta. Pasé lentamente las
páginas del cuaderno, una publicación cuadrada de unas setenta páginas. Tenía
buena pinta. Metí la mano palpando por las esquinas del mueble y fui sacando
otros libros de la misma colección, unos veinte. «Encantada, señor Coyote», sonreí. Acababa de añadir otro héroe
a mi colección. En los días siguientes los devoré y disfruté con las aventuras
del héroe californiano. Pero la lectura se acabó y yo echaba mucho de menos a
César de Echagüe.
Uno de los momentos que recuerdo con más emoción fue cuando,
un par de años más tarde, llegó a casa una caja enorme a mi nombre. Mis padres
me apremiaron a abrirla. No tenía ni idea de qué podía ser ni quién la podía enviar.
Nunca había recibido un paquete a mi nombre. Nerviosa, empecé a cortar las
cuerdas. Cuando por fin conseguí abrir la caja, me quedé paralizada. Casi doscientos
libros pequeños se amontonaban. ¡La colección completa de El Coyote! No sabía si reír o llorar.
Por eso, siempre he creído que los héroes nunca mueren. En mi
mundo, los buenos siempre ganan y los malos se van al carajo. Pero parece que
mi mundo no es el mundo real. Hace unos días, unos asesinos acabaron con la
vida de un héroe en Londres. De más de uno. Pero como Ignacio era español parece
que lo notamos más cerca, más nuestro. Y ante la muerte del héroe siento
estupor, porque los héroes siempre ganan. ¿Qué ha pasado esta vez? ¿Quién ha
escrito el guión incorrecto? Luego siento rabia y tristeza que, sin embargo, se
van disipando cuando leo y escucho tantas manifestaciones sobre valores que
parecían olvidados y que sólo mis héroes parecían defender. De repente, la sociedad –o,
al menos, parte de la sociedad- parece como si hubiera despertado de su
letargo.
Dicen que las palabras se las lleva el viento pero las
historias de mis héroes están escritas. Así que sé que me seguirán acompañando.
Y desde hoy, mi colección cuenta con un héroe más ¡Sus y a ellos! ¡Mil millones
de rayos y truenos!
Junio 2017
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