sábado, 8 de junio de 2019

PABLO Y YO




Caminaba por las calles del pueblo. Al principio sin rumbo, lentamente, alejándome de la música, perdida en mi mundo. Poco a poco, salí de mi ensimismamiento y empecé a observar las casas de piedra que me rodeaban. Un arco medieval, una placa con una fecha desdibujada, un escudo señorial, unas macetas con geranios que asomaban desde un balcón… Hacía años que no había vuelto al pueblo donde pasé tantos veranos de mi infancia. Sin embargo, todo aquello seguía resultándome familiar. Cada recoveco me traía un recuerdo, pocas cosas habían cambiado. Sí, es verdad que donde antes hubo una alpargatería, ahora vendían teléfonos móviles, y la tienda de helados y golosinas, ahora no era más que un local cerrado con un cartel de «se alquila». Pero la iglesia con restos románicos en su fachada, seguía allí en pie, desafiando el paso de los años y las modas. Y la plaza porticada había conservado su fuente y las farolas de hierro. Hasta la farmacia y la panadería permanecían en el mismo sitio.

No sé por qué había dejado convencerme por Ana. Mi amiga me había llamado después de no sé cuánto tiempo sin hablar y me había invitado a las fiestas del pueblo.

-          Será divertido. Saltaremos las hogueras como cuando éramos pequeñas –me había dicho.

Y yo la creí. O quise creerla. Pero ya nada era igual. Había llegado el día anterior con la intención de pasar una semana en su casa. Y de repente esa semana se me hacía interminable. Es verdad que ella y su marido me habían recibido con cariño. Sus tres hijos no tanto. Eran unos niños muy raros. Bueno, para ser justa, Anita, la del medio, me había caído bien. Pero la mayor era una adolescente rara con pinta de novia de Drácula y el pequeño me miraba raro. Me senté en un banco pensando en una excusa que sonara convincente para adelantar mi marcha sin ofender a mi amiga.

De pronto noté una presencia detrás de mí y me giré sobresaltada.

-          ¿Qué haces aquí? –me preguntó el pequeño raro.

Me miraba con aquellos ojos penetrantes que me hacían sentir incómoda.

-          Pues… -titubée, intentado recordar su nombre.

-          Pablo.

-          ¿Perdona?

-          Que me llamo Pablo –dijo secamente.

-          Ya lo sé –contesté yo más seca.

-          No, no lo sabes. No te acordabas.

Me empezaba a doler el cuello en aquella postura incómoda y me levanté del banco. Además, me daba más seguridad mirarle desde arriba. Y con el banco actuando de barrera continuó la conversación.

-          ¿Qué haces aquí? –repitió.

-          Me aturdía la música. Está muy alta.

-          A mí también.

-          ¿Ah sí? –pregunté extrañada-. Pero ¿no es esa la música que oye la gente de tu edad?

-          Tengo doce años. Esa música es la que le gusta a Clara. A mí no.

Clara, la novia de Drácula. Obviamente, aquellos sonidos atronadores serían de su gusto. Empecé a mirar alrededor. El niño no se iba. No sólo no se iba, sino que se acercó al banco y se sentó. Seguía mirándome con aquellos ojos profundos. Parecía que esperaba que yo dijera algo. Por lo visto era mi turno de palabra.

-          ¿Te gusta venir aquí de vacaciones? –dije por decir algo.

-          No está mal. Estará mejor la semana que viene, que llegan más amigos. Entonces sí me lo paso muy bien.

Asentí con la cabeza. Estaba oscureciendo y las farolas comenzaron a iluminarse. Volví a mirar hacia el lugar de donde procedía la música, en busca de inspiración.

-          ¿Tú no tienes hijos? –preguntó así de repente, sin venir a cuento.

El niño había puesto el dedo en la llaga, el tema del que no me gustaba hablar.

-          No –respondí sin dar más explicaciones. Pero él no se dio por vencido.

-          ¿Por qué no? Te pega tener niños.

Dejé de mirar por encima de su cabeza y empecé a mirarle a él. Sus piernas colgaban del banco de piedra, balanceándose delante y detrás.

-          ¿Me pega? –le dije con una media sonrisa.

Asintió con la cabeza.

-          Esta mañana te he visto jugando en la playa con Anita. Y eres guapa.

Vaya, Pablo empezaba a caerme bien. Entonces me senté a su lado.

-          Hace muchos años iba a tener un niño… –empecé pero me detuve-. Creo que eres un poco pequeño para hablar de eso.

-          ¡Tengo doce años! –exclamó muy digno-. ¿Murió antes de nacer? A mamá le pasó. Después de mí. Está enterrado aquí, en el cementerio, junto al mar. A veces vamos y ponemos flores. ¿Y luego no tuviste más niños?

No tenía ni idea de que Ana hubiera perdido un bebé. Tampoco ella sabía lo mío. Por unos instantes, me invadió el dolor profundo y recurrente que me envuelve cada vez que recuerdo lo que no quiero recordar. Sentí una mano que se posaba con cuidado sobre la mía.

-          No estés triste. Está en el cielo, con mi hermano.

Me sacudí mi dolor y le miré a los ojos, reconfortada por esas palabras sabias y el calor de aquella mano. Respiré hondo.

-          No, no hubo más niños. Después de aquello me separé y no me he vuelto a casar.   

Nos quedamos en silencio contemplando la luna que ahora lucía en toda su belleza. Entonces comenzaron a llegar unos acordes suaves y alegres.

-          Pablo, creo que han cambiado la música.

-          Sí, esta me gusta. ¿Vamos a bailar con los demás?

Nos estábamos levantando cuando oímos una voz que nos llamaba. Era Ana. Llegaba acalorada.

-          ¿Así que estabais aquí? Os estaba buscando. ¿Pero qué hacéis?

-          Estaba conversando con este hijo tan estupendo que tienes –respondí guiñándole un ojo a Pablo, que me sonrió  con complicidad.

-          ¿Verdad que es un encanto? –dijo mi amiga envolviéndolo en un gran abrazo.

-          Sí que lo es.

Pablo echó a correr hacia la playa y Ana y yo, cogidas del brazo, comenzamos a caminar moviéndonos entre risas al compás de la música. Ya no necesitaba buscar una excusa.



Junio 2019

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