Ayer soñé con Palmira… Ayer volví
a soñar con Palmira… Otra vez… Saltando entre sus piedras sin ninguna
preocupación en mi mundo de entonces. Esa imagen parece un símbolo de un tiempo
pasado que creo mejor. Y quiero regresar a él, y se me escapa. Me despierto con
desasosiego. El Mal estaba ahí, presente en mi sueño. Intentaba alcanzarme y yo
corría y corría.
Lo mejor para combatir esta
sensación, un buen café. Preparo el desayuno, saboreo ese pequeño gran placer
de la mañana, mientras abro el periódico. Y están ahí otra vez esos titulares,
como un mal sueño. Otro atentado yihadista, una nueva detención de islamistas a
punto de provocar otra masacre, otra vez la religión mal entendida, como una excusa
para aniquilar. Oriente contra Occidente. Mientras Occidente mira hacia otro
lado, pensando “ya pasará”. Quizás ahora empieza a mirar de soslayo, porque ve
que no pasa. El mal sigue ahí y se va extendiendo. Y Occidente envuelto en su
capa de relativismo, como si fuera una coraza protectora. Esa terquedad
incomprensible y buenista, que se niega a aceptar que el mal es real.
Afortunadamente, poco a poco se van alzando voces que instan a Occidente a
despertar de su letargo.
Sigo leyendo. Una foto llama mi
atención. Un refugiado sirio sostiene en sus brazos a un niño rubio. Es un
padre que protege a su hijo, que se ha visto obligado a huir de su tierra con
la esperanza de salvar su vida y ofrecerle un futuro. Como él, tantos otros han
emprendido ese camino desesperado y peligroso como única salida. Los refugiados
se amontonan en barcas a la deriva y en campamentos improvisados. Algunos
políticos protestan ante lo que consideran una molestia. Yo no sé cuál es la
solución pero es necesario hacer algo, además de rezar.
Cierro el periódico, intentando
ahuyentar el mal, y sigo saboreando mi café. Y de improviso me vienen a la
mente imágenes de un lejano viaje a Siria. A una Siria que conocí y ya no
existe. Las imágenes van desfilando, desordenadas, fragmentos del pasado.
Piedras doradas en Palmira, el club de médicos de Homs donde almorzamos –hoy
destruido-, un caravanserai en medio
del desierto –es fácil evocar las caravanas de camellos que por allí pasaron-,
el imponente castillo Crack de los Caballeros –donde resuenan ecos de los Templarios-,
las voces y olores de las calles de Damasco. Una ciudad por la que una joven,
fácilmente reconocible por sus ropas occidentales, podía pasear sola.
“¿Siria?” – recuerdo que preguntamos sorprendidos a mis padres – “¿Un viaje a Siria? ¿Y ahí qué hay?”
“¿Siria?” – recuerdo que preguntamos sorprendidos a mis padres – “¿Un viaje a Siria? ¿Y ahí qué hay?”
Nos sentamos alrededor de la mesa
del salón y allí, ilusionados, empezaron a sacar papeles, fotografías y todo
tipo de folletos que habían recogido en la agencia de viajes. Lo que en un
principio me pareció una extravagancia original de unos padres muy viajeros, se
convirtió en una de las mejores experiencias que me han regalado.
Empecé a ojear la información.
Siria, su historia comienza hace unos 4.000 años… En el siglo VII a. C. fue
ocupada por Babilonia. Un siglo después pasó a pertenecer al imperio persa
hasta que doscientos años más tarde fue anexionada al gran imperio fundado por Alejandro
Magno. En el siglo I a.C. se convirtió en provincia romana para más adelante pasar
a formar parte del Imperio Bizantino, hasta la irrupción del Islam. Los otomanos
se instalaron en Siria en el siglo XVI y allí permanecieron hasta la
desaparición de su imperio tras la Gran Guerra, esa guerra que remodeló las
fronteras europeas. Consiguió la independencia definitiva tras la Segunda
Guerra Mundial… ¡Vaya! Siglos cargados de Historia. Y de vestigios que
permitían al viajero adivinar su esplendor.
Paso las páginas de un viejo
álbum de fotografías y me detengo en una de ellas. Una joven, que acababa de
dejar atrás la adolescencia, con el cabello rizado suelto, con un pañuelo
dorado y rojo en torno al cuello, se apoya contra una columna milenaria de
Palmira. Y transmite paz. Porque hasta no hace tantos años, se respiraba paz
entre las ruinas sublimes de Palmira. Y la joven se deja abrazar por el sol y
por esa sensación de paz, en ese viaje a un Oriente que ya no existe, paladeando
sin saberlo un momento único, detenido en el tiempo. Entonces, entre las brumas
de la memoria, se asoma un rostro moreno, sonriente y lleno del idealismo de
quien tiene todavía una vida por vivir. Una vez ese alguien le dijo que
nuestros sueños eran la verdadera realidad, mientras ponía en sus manos ese
pañuelo precioso. Observo la foto, cierro los ojos y recuerdo aquel rostro del
pasado, y recuerdo Palmira y la gente que conocí, y los niños que se acercaban
maravillados a rozar suavemente el cabello largo y brillante de mi hermana en
una pequeña aldea, rodeada de viejos molinos de agua… Sigo pasando páginas.
Otros niños, que nos regalan sonrisas y piedras de colores mientras deambulamos
por las calles de Alepo. Y llegamos a otras ruinas, entre las que destaca,
todavía en pie, la columna sobre la que, según la tradición, Simeón el Estilita
permaneció subido más de treinta años. El atardecer en el desierto nos acoge al
final del día.
Y aunque él ha olvidado la
historia de ese pañuelo y su rostro moreno refleja hoy las brumas de la vida,
cuando sonríe regresa aquel joven que fue. Un momento de ensoñación que pasa
cuando vuelvo a abrir los ojos y sólo veo un ejército del mal y piedras doradas
ahora manchadas de sangre. Dorado y rojo, como aquel trozo de tela que todavía
conservo en el fondo de un cajón, como un presagio.
Agosto 2015
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