domingo, 22 de noviembre de 2015

AQUELLOS A LOS QUE AMAMOS NUNCA MUEREN



Las historias imposibles me persiguen. Y yo me pregunto: «¿Tendré un imán?».
Hace unos días fui a un musical, Mi princesa roja. Un título sugerente que relata el amor imposible entre José Antonio Primo de Rivera y Elizabeth Asquith, el hijo del dictador y la hija del primer ministro inglés. José y Elizabeth. Imposible porque la muerte les separó definitivamente en 1936. Imposible porque así la definió él en unos papeles encontrados tras su muerte –«A ti, la imposible (…)». Ella murió en 1945, casualmente el día de mi cumpleaños, casualmente a mi edad. Y yo me pregunto: « ¿Tendré un imán?».
También ella le dedicó unas palabras en su libro The Romantic: «Aquellos a los que amamos viven para siempre en nuestro corazón y sólo mueren cuando nosotros morimos», una dedicatoria preciosa, de esas que te detienes a leer varias veces para asimilar todo su sentido.
La primera vez que oí hablar de esta historia imposible y desconocida fue hace diez años. En un escenario romántico, claro, casualmente: un castillo majestuoso, de esos de verdad, con sus torreones y murallas, perfectamente reconstruido. El autor había plasmado la historia en El hombre al que Kipling dijo sí.  Mi ejemplar tiene también una bonita dedicatoria: «A Belén, de la noche dos veces castellana, tras un hombre que nos dijo la verdad». No porque yo sea castellana, que no lo soy, pero estábamos en Castilla y en un castillo.
Por un extraño mecanismo, mi mente me lleva a relacionar esa historia con otra que me contaron, hace ya muchos años. Y aunque he olvidado los detalles, recuerdo los sentimientos que me transmitió.
Corrían los años finales de la década de los ochenta, esos que tuve la suerte de vivir intensamente. Un acto cultural multitudinario en un escenario histórico de Madrid. Ella había acudido con unos amigos a una presentación de un libro, creo recordar. La sala estaba atestada. Afortunadamente, los techos altos evitaban la sensación de opresión. Termina el acto pero la multitud permanece en la sala comentando. De pronto ella se siente observada –esa sensación extraña que todos hemos experimentado alguna vez cuando alguien a nuestra espalda nos mira fijamente- y se gira. Y allí estaba él. Con una mirada nueva. Aquel por el que había derramado lágrimas adolescentes, sonreía con cierta timidez y la miraba como nunca antes lo había hecho. Había pasado el tiempo pero la sensación de que le faltaba el aire, esa mezcla de angustia y felicidad, era la de siempre. Ella se recuperó rápidamente y le saludó como quien saluda al tendero de la esquina. Tras unas primeras frases banales, el encuentro terminó con una invitación a cenar al día siguiente. Entonces entendió aquello que se escribe en las novelas,  cuando los dos protagonistas, aunque estén rodeados por la multitud, sienten que no hay nadie más que ellos dos.
Por supuesto, la historia no terminó bien y ella volvió a derramar lágrimas, ya no tan adolescentes. Y el tiempo pasó. Veinte años o más. Hace unos meses sus caminos se volvieron a cruzar. Un destino caprichoso así lo quiso. Y me cuenta que aquellos sentimientos olvidados, esa mezcla de angustia y felicidad, seguían allí. Los había olvidado pero allí seguían. Pero él ya no la miraba como antes. O quizás sí. Me confiesa que hubo momentos en que creyó percibir un atisbo de aquello que fue. No, no lo creyó. Fue real, pero por razones que sólo él sabe, luchaba contra eso. «Olvídate de él», le aconsejó un buen amigo. «Sácatelo de la cabeza». Y así intentó hacer. Intentó. Le pregunté: « ¿Lo has conseguido?». Movió la cabeza, sonriendo: «No, pero está dormido». Fue entonces cuando recordé las palabras de Elizabeth –aquellos a los que amamos nunca mueren-. Será por eso que mi cerebro hizo la extraña conexión entre las dos historias. Supongo.
Y la extraña conexión me ha hecho desviarme de mi idea original. Hablaba yo de un musical. Sobre Elizabeth y José. No me defraudó. Es más, lo recomiendo. Resulta tan sugerente como su título y, aunque narra una historia imposible, es una historia preciosa, bien narrada. Las palabras de ella, de la princesa roja, evitan el poso amargo.  También recomiendo el libro, el de Kipling en el castillo. Y regresa, otra vez, mi pregunta recurrente, en un susurro: « ¿Tendré un imán?». Y sonrío.
Iba a acabar esta entrada con los versos de Kipling:
 If you can dream –and not make dreams your master;
If you can think –and not make thoughts your aim;
If you can meet with Triumph and Disaster
And treat those two impostors just the same.
If you can bear to hear the truth you’ve spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools (…)
 Sin embargo, junto a la frase recurrente, hoy me he levantado con una canción que me persigue, una muy conocida y pegadiza de Paloma San Basilio, y voy cantando por mi casa. « ¿Y por qué me persigue?» –me pregunto-. ¿San Basilio y Kipling? Casi parece una herejía. ¡Ah, claro! El viernes fui al Centro Dramático Nacional a ver Nora, 1959. También recomendable. Y aunque es una historia amarga -imposible una vez más-, esta versión empieza y termina con esta melodía. Y sales del teatro cantándola. Y me imagino un maravilloso salón de baile, con caballeros elegantes de esmoquin y mujeres hermosas con trajes largos y vaporosos que giran por la sala al ritmo de un vals. Yo me quedo en los años cincuenta tarareando su letra: Nunca, nunca me olvides, dime, dime que sí. Dame, dame tu vida, quiéreme siempre, dame tu amor, uoooohh.
 

Noviembre 2015

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